La virtud de la amistad o: de la amistad de Cristo

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Fragmentos de meditaciones de Luigi Giussani en torno
al capítulo 21 del Evangelio de san Juan

1994-1995


Dios se ha hecho hombre en las entrañas de una mujer, hecho de aquellas entrañas: ha comenzado a balbucir y a la vez ha oído hablar, ha comenzado a sorprender, ha comen-zado a atraer gente, ha empezado a hablar con Juan y Andrés, ha comen¬zado a hablar con Zaqueo y con la Samaritana. Ha acabado preguntando a un hombre si lo amaba. Y a través de la respuesta de aquel hombre se ha puesto en camino para conquistar la historia, para conquistarse el mundo, ha iniciado una nueva historia en el mundo. A través de la respuesta de Simón Pedro, a través de aquel «Señor, tú sahes que te quiero», a tra¬vés de aquellas palabras y de aquel sentimiento se ha iniciado un nuevo camino en el tiempo, se ha iniciado una historia dentro de la historia humana, se ha iniciado una historia en el tiempo, una historia nueva en el tiempo.
De la misma forma que ha entrado en el seno de una mujer, que ha ini¬ciado su camino en la tierra encar¬nándose en las entrañas de una mujer, continúa estando presente “aquí y ahora" en las entrañas de nuestro reconocimiento, en las entrañas de nuestro amor, liste "aquí y ahora” lo es todo: si esto no fuese verdadero, el mundo sería un cúmulo de basura y ceniza. (...)

El Misterio hecho carne en el seno de aquella joven, en sus entrañas, se comunica día a día, durante todos los siglos, es decir, en toda la historia — comenzó a comunicarse entonces y se comunicará hasta el final de los tiem¬pos—, a través de lo visible, Entra en la experiencia como un factor de la experiencia humana habitual, por lo que cualquier experiencia humana — si se realiza con la conciencia de que Su presencia está «dentro» de esa circunstancia—, se convierte en tocar con la mano, tomar por el brazo. Su misma presencia; se convierte en un reclinar nuestra cabeza en Su hom¬bro, como lo hizo Juan en la Ultima Cena; se convierte en oírle decir, mientras está allí sentado y comemos pescado por la mañana temprano: «Simón, ¿me amas?».
¡El mundo entero debería amarte! Tú has elegido quien te ame. ¡Me has elegido, a pesar de todas mis rebelio¬nes, mis arrebatos, mis accesos de ira o de instinto! «Señor, Tú sabes que te quiero». Decir: «Te amó» no signifi¬ca alejarme de la relación humana, de la visibilidad de la realidad con la que me comprometo, con la que me estoy haciendo uno; no significa alejarme de la experiencia del instante para deslizarme en un tiempo sin tiempo, a causa un rostro imaginario, a causa de una presencia en todo caso afirma¬da forzosamente, y decir: «Señor. Tú sabes que te quiero». ¡No! En esta relación, en la relación con mi madre, en la relación con esta chica, en la relación con mi amigo, en la relación con mi enemigo, en la relación con toda la gente con la que me cruzo por la calle cuando voy en el metro, “en” la relación, “dentro" de la experiencia que estoy haciendo (la experiencia es un contenido de relaciones con cosas y personas), en esto yo Te reconozco como la consistencia de lodo. ¡Tu rostro es la consistencia de todo! Y es el atractivo que puede permanecer en cualquier fragmento de carne, en cualquier fracción de realidad.
No podemos mirarTe sin nuestra compañía, si no es a través de nuestra compañía. MirarTe quiere decir crear nuestra compañía. Y en esto Tú demuestras quién eres, porque en nues¬tra compañía resultan abolidas la extrañeza y la enemistad, hasta el punto de que, a pesar de las extrañezas y las enemistades a las que se puede conce¬der espacio, existe entre nosotros un amor más grande. ¡Un amor más gran¬de!: el amor a Ti. Entre nosotros, el amor a Ti (...).
Lo que nos dices hoy, ¡oh Señor!, es la última palabra que has dicho en el Evangelio de San Juan: «Simón, ¿me amas?». No dijiste: «No peques, no traiciones, no seas incoherente». No has dicho nada de esto. Has dicho: «Simón, ¿me amas?». Ésta es la voz que resuena desde la pobre casa de Belén: «¿Me amas?». Ninguno de nosotros logra sustraerse completa¬mente al hecho de que Cristo puede ser amado por nosotros exactamente tal y como somos, mucho más que cual¬quier otro ser del que nos enamoremos. Es más, la preferencia se toma esplendorosa sólo si se configura con la mira¬da que uno posa en Cristo: Cristo coin¬cide con la preferencia más intensa que podemos tener en la vida. «O quam amabilis. dulcís Jesu». (...)
¿No os acordáis de aquella media página del Evangelio? «Simón, ¿me amas?». Afirmar una presencia es un amor. Observar leyes es una rutina, un hábito, una conveniencia, algo «que no complace ni a Dios ni a sus enemi¬gos», que no vale gran cosa, que no vale nada, que no impone ninguna elección.
Ésta es la diferencia entre el moralismo y la revolución moral cristiana, que nace del encuentro con una pre¬sencia de la que surge un amor tal que, dejándote lo que eres, con todas tus distracciones, con todos tus emires, te cambia. La revolución moral cristiana, que es un camino en tensión para reali¬zar un destino, empujado y atraído por un amor, se distingue del moralismo, que es un conjunto de leyes, de normas aplicadas, de un buen orden aplicado.
Luí cuestión es decisiva, amigo mío. Si todo parte del reconocimiento de una presencia, entonces nace de un amor. Si por el contrario no parte del reconocimiento puro y duro de una presencia, sino “además” de otra cosa, es moralismo, pues ya no es amor, es un hábito, una sumisión, un cálculo. (...)
Última hora de la tarde. Una peque¬ña casa sobre los montes de Judea. Dos forasteros sentados a la mesa (muchos de los que viajaban se encontraban en aquel lugar) y uno que hablaba. Nos hemos recomendado muchas veces imaginarme cómo serían aquellos ojos que «se comían vivo» al hombre que hablaba: «Lo miraban hablar». Hemos usado como término claro la expresión «Lo miraban hablar». Era la actitud de Juan y Andrés frente a Cristo: «Lo miraban hablar». Aunque no compren¬dieran nada, como a menudo sucede. Lo miraban hablar. Y no comprendían nada. Pero el acento que aquel Hombre usaba repercutía en ellos y ellos no analizaban, lo percibían (Jn l, 35ss).
Multitud. Él hablaba —como a Juan y a Andrés—, y toda la muchedumbre estaba allí mirándolo como lo habían mirado Juan y Andrés. Están impacta¬dos, tan así es que un joven de una familia rica se acerca a El; su siervo le abre camino entre la multitud hasta que llega cerca del que habla. Por un ins¬tante, no puede no permanecer con la boca abierta, impactado por aquella Presencia; después, en un momento dado, supera este estado de contrición frustrada y dice: «Escucha». Quiere entrar en dialéctica con Él —entrar en dialéctica quiere decir afirmar, buscar la afirmación del propio camino frente al Tú—. «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para entrar en la vida eterna?». «Guarda los mandamientos». «Todas estas cosas las he guardado desde que era un niño». «Jesús, fijando en él la mirada, lo amó y pensó: es un hombre verdadero, es un hombre puro: “Si quieres alcanzar el Reino de los cielos, ve a tu casa, vende todo lo que tienes, y luego vente conmigo”. El —imagi¬némonoslo— se retira y se va triste. De hecho, era muy rico» (Me 10, 17-20; Mt 19. 16-22). Es el joven rico.
Mateo, cap. 26. 69-75. En aquel momento el gallo cantó por tercera vez. Jesús salió de la sala arrastrado por los soldados, encadenado, mirando hacia Simón Pedro. Él, que estaba allí, en un rincón, esperando, al oír el ruido, lo vio. Y «lloró amargamente». Juan. cap. 21. El mismo Pedro, que desde aquel momento se había vuelto vergonzoso y pensativo, perennemente intimidado, aunque no lograba conte¬ner sus habituales acciones impulsivas (pues las hacía, pero luego se paraba, bloqueado por la vergüenza, por la ver¬güenza del recuerdo), estaba allí apar¬tado, aquella mañana, en la orilla, y todos comían el pescado que había preparado el Señor. El Señor se le acercó y se sentó a su lado. Lo miraba. Él «miraba de reojo», no lo miraba de frente, porque tenía más vergüenza de la habitual. Hasta que Jesús le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». «¡Señor!. Tú sabes que te quiero». No podía dejar de volver la cabeza, mirarle al rostro y decirle su respuesta. Tenía que hacerlo. Si no. habría sido una mentira. Lo quería. Lo había traiciona¬do, pero lo quería y por eso se volvió hacia Él, se volvió hacia Cristo y le dio aquella respuesta que jamás había venido a menos, excepto en aquellos momentos terribles. Le dio la respuesta por la que estaba continuamente vuelto hacia Él, dondequiera que estuviese; dondequiera, en la barca en el lago como aquella mañana, o entre la multi¬tud en el monte. Incluso cuando estaba en su casa y El no estaba, siempre estaba allí con la mirada puesta en Él.
Tenéis, por tanto, cuatro ejemplos de «conversión» como posición frente a la presencia de Cristo.
La primera, ingenua y grande, de hombres maduros. La actitud más bella, desde el fondo del corazón, sin saber darse razones.
La segunda, aquella del joven, como lo ha llamado el Evangelio, de un hombre que no se había vuelto hacia Jesús como Juan y Andrés, que lo miraban hablar. También él miraba a Jesús hablar; pero más allá del breví¬simo momento de la primera fascina¬ción, quería poner objeciones. Quería conseguir un objetivo propio, quería servirse de aquel Hombre para tener tranquila su conciencia: para ser reco¬nocido en su honorabilidad de joven moral, moralmente bien educado. Que¬ría que todos supiesen que él había merecido las alabanzas de aquel Hom¬bre. Por eso era un hombre que se diri¬gía a Cristo problemáticamente, mejor dicho quizás, críticamente (la problematicidad y la crítica están siempre fijadas en función de un objetivo esta¬blecido por uno mismo): vuelto hacia Cristo, pero centrado en sí mismo.
luí tercera posición es la del hombre vuelto hacia Cristo con el corazón des ganado, con la conciencia de la propia mezquindad y bellaquería: cobarde, podríamos decir, un «pecador». El joven rico no era un «pecador»: se convirtió en ello por la actitud que asu-mió hacia Cristo. Sin embargo, Pedro, en el tribunal de Pilato, era un hombre aplastado por su conciencia de ser pecador, desgarrado por su falta, por¬que era exactamente lo contrario de lo que hubiese querido jamás, lo contrario de los sentimientos que había siempre alimentado hacia Jesús: «¿Qué me ha pasado? ¿Cómo he podido hacer esto?
¿Quién soy yo? ¿Qué es el hombre?».
La cuarta posición: el mismo hom¬bre, el mismo idéntico hombre —con la misma idéntica conciencia de ser un pobre desgraciado que se ha contradi¬cho a sí mismo y se ha convertido en un mentiroso- tiene el coraje de asu¬mir una posición en la que su mentira, su delito ha sido como ahuyentado. Reniega de su delito: «No es verdad que te haya odiado, no es verdad que no le haya amado, porque Tú sabes. Señor, que te quiero».
Cuatro posturas: de entusiasmo, de actitud crítica, de conciencia de la pro¬pia nada y. finalmente, al mismo tiem¬po, dentro de esta conciencia de la pro¬pia nada, una evidencia permanente de relación, la evidencia de una relación permanente: «Señor. Tú sabes que te quiero». Pero, ¿no es lo contrario de lo que has hecho? «Yo no sé cómo, sé que es así».
lil primer punto, por tanto, es la conversión como «posición» frente a una presencia. Podéis usar todos los sustantivos y adjetivos que queráis: indiferencia, indolencia, pasión, curiosidad, superficialidad, piedad. Id al dic¬cionario y sacad todas las palabras que puedan aplicarse a: «posición frente a una presencia». En nuestra vida están todas. En la vida de los apóstoles, de los primeros cristianos, se dieron todas. Algunas de estas actitudes eran justas, comprensibles, razonables, correspon¬dían a lo que era aquel Hombre, otras no. Algunas correspondían a lo que Cristo era, algunas posiciones eran jus-tas y otras equivocadas.
¿Podemos definir cuál es la posi¬ción justa? Era justa la actitud de Andrés y de Juan, pero también era justa la de Pedro que responde: «Señor. Tú sabes que te quiero». ¿Cuándo es justa esta posición? ¿Se podría definir? ¿Hay algún hecho para definirla? Sí. Cuando uno está en la posición del niño que mira, la relación que hay entre un niño que mira y la realidad a la que mira es análoga a la relación entre nosotros que miramos y Cristo. ¿Qué diferencia establece, qué supone esta observación? Que la posi¬ción justa frente a una presencia, es decir, la conversión, no se da a través de un esfuerzo racional o voluntarista de una elección y de un juicio, aunque, en última instancia, se llegue a estas dos palabras: juicio y elección. Sin embargo, lo que produce este juicio y esta elección es otra actitud: la del niño que mira algo que tiene delante con los ojos y la boca abiertos.
Mateo, cap. 11. 25-27. «En aquel tiempo Jesús dijo: "Te doy gracias. Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque no has desvelado estas cosas a los sabios y entendidos, sino que se las has revelado a los pequeños"».
Marcos, cap.8. 31 -33. Jesús dijo por primera vez que el Hijo del Hombre debería «sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, por los sumos sacer¬dotes y por los escribas, y después ser matado». San Pedro no había fallado todavía gravemente, por eso se sentía seguro, tranquilo en sus sentimientos, y dijo que antes que traicionarlo le ten¬drían que cortar la cabeza. Entonces Jesús le dijo: «¡Apártate de mí. Sata¬nás!». Aléjate de mí. Satanás. Pedro había juzgado la premonición de Cristo según una elección y un juicio basados en un proyecto suyo, humano. Apega¬do a Cristo, discípulo de Cristo y hom¬bre aficionado a Cristo, había pensado: «¡Por amor de Dios! ¡Antes de que te maten a Ti, pasarán por encima de mi cadáver!». Pero no era justa como posición, porque no era como la del niño.
Después de haberlo traicionado res¬ponde: «¡Señor!, Tú sabes que te quie¬ro». Traspasando toda la memoria de lo que había hecho: ésta es la actitud del niño.
Lo que define una posición justa frente a la Presencia es la mirada del niño frente a la realidad. Pero el hom¬bre no es un niño. En su mirada de niño vibra todo el grito que el corazón del hombre sugiere a la carencia de interioridad propia de quien es peque¬ño. La mirada del niño nos permite tener una posición justa frente a la pre¬sencia de la realidad, es decir, de Cris¬to: la petición. (...)
Este hombre, Jesús, tiene una carac¬terística humana muy sencilla: es un hombre del que se desprende una sim¬patía humana. Y entonces la morali¬dad, es decir, la victoria sobre el nihilismo, no es no equivocarse, no come¬ter errores, sino, aun cometiendo erro¬res, equivocándose, al final: «Simón, ¿me amas?», «Sí. Señor, te amo». Yo me mantengo, me mantengo en la sim¬patía humana que surge de ti, Jesús de Nazaret, estoy de tu parte. Y en esta simpatía que emana de ti, yo aprendo, aprendo a vivir, aprendo a ser hombre. La moralidad es sencillísima, es incli¬narse por una simpatía, una simpatía humana. Humana como la simpatía que la madre experimenta hacia su hijo y el hijo experimenta hacia su madre. Porque de Jesús nace esta simpatía; Jesús tiene esta simpatía humana por ti, por mí; y yo, a pesar de equivocar¬me, digo: «Sí. Señor, yo elijo esta sim¬patía». Esta afirmación es la última posibilidad de vencer el nihilismo que nosotros «asumimos» por contagio de la sociedad en que vivimos. Me urge que permanezcáis en lo que he dicho al final, que la moralidad —el responder «sí» a Cristo que te pregunta: «¿me amas?»— tiene un inicio sencillísimo, que es la sencillez del mantenerse en una simpatía. Y el mantenerse en una simpatía tiene un inicio sencillísimo, que es el mirar: una mirada a Cristo. (...)
Cuando uno se detiene con la mira¬da fija o con el hocico dentro de la escoria de sus pecados, como Miguel Manara cuando entró en el monasterio, se aniquila: vencen sus pecados, le cer¬ca un asedio, está prisionero, destruido en su esperanza por lo que ha hecho. ¡Lo que ha hecho! ¿Os acordáis de lo que le decía Miguel Mañara a Jerónima?: «¡Qué triste es la vida: lo que has hecho está hecho, lo que está acabado está acabado!». Y, al instante. Jerónima responde: «¡No estoy de acuerdo en absoluto!»!. ¿Qué le permitía rebe¬larse de este modo? La existencia de Otro, la presencia de Otro. Porque si no también ella debería decir lo mis¬mo, como tú lo dices, como todos lo decimos: todos somos prisioneros de lo que hemos hecho, el pasado nos ata, el futuro no está en nuestra mano (así podemos hacer del futuro lo que nos parezca, podemos, además de haber disuelto el pasado, disolver también el futuro). (...)
¿Qué rompe el maleficio del pasa¬do, este embaucamiento del malvado, esta sugestión del mal? La sugestión del mal realizado es mucho peor que el propio mal realizado. ¿Qué destruye este maleficio, esta magia, esta suges¬tión? ¿Qué? El instante presente, que puede ser un «no» —un «no» que con¬firma, de este modo, el pasado, consu¬ma el pasado y sepulta ai individuo, convierte en mal incluso el presente—, o bien, «Simón, ¿me amas?», ese «sí»: el respiro con el que Pedro respondió «sí» era el presente que anula el pasa¬do, el presente que, abriéndose a lo divino, permite que lo divino sane lodo el pasado. La moral no comienza con hacer un elenco de todo lo que de coherente hayamos hecho, de todas las cosas buenas que hayamos realizado. La moral comienza con el «sí» que un niño podría decirle a su madre. Porque un niño podría enfadar a su madre mil veces en un día: si por la noche la madre, tomándolo en brazos, le dijese: «¿Quieres a tu mamá?», el niño se arrojaría a los brazos de su madre, se escondería en el regazo de su madre y sonriendo diría: «Sí». El «sí» de San Pedro no coincidía con la irresponsable sonrisa del niño que, inmediatamente, ya no se acuerda de todo el día transcu¬rrido, sino con la conciencia de la res¬ponsabilidad frente al Ser propia de un hombre anciano.
Simón Pedro, mientras dice «sí» a Jesús, afirmando a través del presente lo divino que destruye y borra todo el mal pasado, permite a lo divino entrar en el presente. Decir a Jesús: «Sí, Tú sabes que te quiero» es lo mismo que decir: «¡Señor, ven!». «¡Ven, Señor!». No por casualidad la historia humana concluye, como dice la Biblia, con el «¡Ven. Señor!» que borra toda la des¬graciada historia del hombre para que el Señor venga. (...)
El texto “Reconocer a Cristo", publicado en El tiempo y el temploz, tiene como subtítulo: "Primeros acen¬tos de una moralidad nueva”. ¿Cuál es esta moralidad nueva? «Nueva» quiere decir incomparablemente más moral que la anterior, y al mismo tiempo, extrañísimamente más sencilla y más sugestiva. Todas las morales, todas si hubiera mil religiones, las mil tendrí¬an una moral que nacería así— nacen como un análisis detallado de los fac¬tores que constituyen una dialéctica, una dinámica, leída en su desarrollo: son como una especificación de las leyes de ese desarrollo. El hombre, por tanto, si observa estas leyes, respeta su desarrollo.
La moral cristiana no nace así. La judía sí, aunque de un modo un poco rectificado, luí moral judía nacía del análisis de lo que es el hombre, criatu¬ra; pero un análisis un poco rectificado, porque en él siempre se hace referencia a la historia: «Sed buenos con los extranjeros, porque también vosotros lo fuisteis en Egipto y sabéis qué signi¬fica ser extranjeros»; es, por tanto, un análisis rectificado por la historia.
La moral cristiana no nace así. Ésta sólo es historia, pero no una larga his¬toria de doscientos años: una historia brevísima, de tres años, que culmina en aquella pregunta furtiva que Jesús hizo inesperadamente a San Pedro: «Simón, ¿me amas?». Y Pedro dijo: «Sí», tras¬pasando con este «sí» todos los recuer¬dos malévolos que se agolpaban en su memoria por lodo lo que había hecho en esos años (era el único que había tenido el «honor» de que Jesús le lla¬mara: «Satanás»): comprendía que todo aquello ya no tenía que ver: él le quería. «Pedro, ¿me quieres?». «Sí, sí». «Pero, ¿me quieres?». «¡Que sí!».
«Pero, ¿me quieres realmente, más que éstos? (que es una comparación absolutamente contingente, práctica, concreta, material, camal). «Yo no sé cómo, pero es así. ¡Te tengo que decir que sí!». Éste es el inicio de la moral. De hecho, uno que dice «sí» de esta forma puede incluso equivocarse todos los días, puede hacerlo mal diez veces al día lodos los días; pero antes que dejar al hombre al que dice «sí» muere, acepta morir: es más fácil aceptar morir que evitar las faltas todos los días. Por eso las fallas de todos lo días son perdonadas, porque «mucho se le perdona a quien ha ama¬do mucho»; «no hay nadie que ame tanto como el que está dispuesto a dar la vida por el amigo»; o, según aque¬lla perfecta, completa observación que dio título a un texto nuestro: «No hay sacrificio más grande que el dar la vida por la obra de Otro». Y ésta es la paradoja. Cada uno de vosotros comprende que es así. Puede haber un niño que las hace «de lodos los colo¬res», un chaval que vive disolutamen¬te y hace llorar a su madre todos lo días, pero si tocas a su madre, te destroza. Y si ama a su madre así, más pronto o más tarde, incluso después de treinta años, cambiará: «A mi madre le gustaría que, diría que...».
Creo que ésta es la observación más bella que se pueda hacer en la concepción del hombre cristiano: la moralidad nace como simpatía preva¬leciente, irresistible, a una persona presente. No a las leyes, no a una pureza, sino a una persona presente. Y. de hecho, la virginidad es el amor a una persona presente, no a una pure¬za. La traducción más bella es del mismo San Juan: «Cualquiera que tenga esta esperanza en Él (Simón miró a Jesús como su esperanza, de la que le vendría todo) se purifica como El es puro». «Se purifica como Él es puro»: para hacer entender este «se purifica», es decir, esta actividad éti¬ca, moral, hemos traducido siempre: «Se esfuerza en ser puro», «intenta ser puro». Ahora bien, nuestro modo de concebir estas palabras dista total¬mente del significado habitual, tal y como aparece en el diccionario: en este esfuerzo, de hecho, ¡no existe ninguna pretensión! Uno comprende que no tiene ninguna pretensión. En última instancia, este esfuerzo se tra¬duce, se aloja en un gran grito de peti¬ción, en una gran petición, o en una gran mendicidad. No encontraréis ninguna religión en la que la moral surja de este modo: surge fuera del campo moral, surge por un encuentro, surge por una presencia. Es por esta razón por lo que toda la ley, decía Jesús en Mateo, «toda la ley se resu¬me en una sola palabra: ama al próji¬mo como a ti mismo». (...)
¿Por qué cuando explico, intento explicar. Juan 21 ninguno comprende por qué insisto y qué significa que el «sí» de Pedro a Cristo es el inicio de la moralidad? ¡Porque hay una menta¬lidad formalista y moralista generada por la colectividad —que es el lugar donde el hombre es más esclavo y menos libre— que no permite al cris¬tianismo tener una concepción de la relación entre el Infinito y el yo así de libre, así de grande, así de misericor¬diosa... ¡por parte de Dios! (...)
Imaginemos que yo fuera San Pedro. Simón, hijo de Juan. Estoy allí, lleno de vergüenza, temo: «¿Quién sabe dónde estará Jesús? ¿Quién sabe dónde estará el Señor?». Luí veo aquí, a medio metro. Me llama. «¡Qué me irá a decir ahora! Me recordará esto o aquello». ¡Ni hablar! «¿Me amas?». ¡Comprendes que todo lo que yo he hecho antes (como para San Pedro, para Simón) es anulado en este momento! Uno se ve asaltado por la pregunta: «¿Me amas?». El resto no tiene ya ningún espacio, no queda ni un hueco en el armario. ¿Compren¬des?
Y San Pedro no se ha quedado diciendo: «Bah, ¿quién sabe lo que estará pensando ahora? Quizá me dirá: "es mentira lo que me estás dicien¬do"». Ha dicho «¡sí!», porque habían vivido juntos tres años y había queda¬do estupefacto —¡estupefacto!— de lo que era aquel hombre. Si después le ha ofendido o ha ido en contra de Él, si ha perdido el norte, si ha estado resen¬tido, si ha sido indiscreto con Él cente¬nares de veces, ya no lo recuerda. ¡Te juro que en aquel momento se ha olvi¬dado de todo!, porque es demasiado imponente la esencia de la cuestión: «¿Me amas?». Entonces le dice «sí», y por tres veces le dijo «sí». La tercera vez se inquietó un poco: «¿Por qué dice— no me cree? Entonces, ¿es que da importancia a mis errores?». Y, sin embargo, ¡no! Era sólo para decirle: «Entonces te confío toda mi grey. Te confío mi pueblo». «Mi pueblo». ¡A él! Y ni siquiera una fracción de segundo después ha pensado: «Pero, ¡quién sabe si mañana fallaré todavía! ¿Qué debo decirle sí o no? ¿O bah? ¿Debo decirle ¡bah!, porque fallaré todavía?». El «sí» le ha salido como consecuencia del estupor con el que Lo miraba, volvía a mirar Lo todas las mañanas. Lo miraba alejarse por la noche. ¿Me comprendes? ¡Debes mirarlo! Pero para mirarlo, debes mirar a personas vivas: si hubiese una entre cien, debes ir donde esté. ¿Me entiendes?
Esto es, la cuestión es ensimismarse con el hecho de Simón. «Todo lo que ha pasado ya no existe: sólo Él es». ¡Esto es matemático! Es la misma matemática que más «suavemente» estaba en el inicio, cuando su hermano Andrés y Juan se habían sentado un poco extrañados en su casa y Él había comenzado a hablar mientras les saca¬ba algo de beber: comenzó a hablar y el resto ya no existía. El problema del dolor de los pecados alcanza su punto exacto en este nivel. IX* otra manera es orgullo personal, afirmación de sí intentada inútilmente, desesperación sin razón. Por tanto, recuerda lo que se ha dicho antes: el «sí» a esta presencia alegra la vida. El «sí» a Jesús ha ale¬grado a Simón. (...)
La objeción no nace de cosas nega¬tivas; nace de algo positivo, de una capacidad del hombre que es exaltada, como la rana rupia el bos, como la rana que ve al buey y dice: «Yo tam¬bién quiero llegar a ser así de grande», y entonces se hincha, se hincha, se hincha para llegar a ser como el buey, pero como su piel no está hecha para convertirse en buey, en un momento determinado explota. Y éste es el ver¬dadero punto del que nace nuestra fra¬gilidad frente a la pertenencia a Cristo. Esto nos enseña el admirable pasaje de Simón de San Juan 21.
Simón no ha puesto objeciones frente a aquella terrible, decisiva pre¬gunta. Todos sus errores no han supuesto objeción alguna: «Yo no soy capaz». Hubo una vez en que lo dijo, en el lavatorio de los pies; pero era un contexto completamente distinto, tenía otro significado. Sin embargo, cuando Jesús le dijo: «¿Me amas?». «Sí». Cualquiera que hubiese estado allí oyéndolo habría enumerado, antes de decir «sí», miles de errores que hubie¬se cometido.
Precisamente, lo que hace frágil nuestra adhesión es esta capacidad que tenemos, que es participación en el misterio del Ser, pero que se concibe y utiliza normalmente —¡normalmen¬te!— como autonomía. El hombre es capaz de querer, ¡de amar! Pero no se da cuenta de que este querer y amar, aunque es una capacidad suya, inme¬diatamente se vuelve equívoca: «está» hasta que no es contradicha. Es la afir¬mación de sí en vez de la afirmación de Dios. Ésta es la gran alternativa, como dice la novela de Van der Mcersch: la vida, o es afirmación de Dios hasta el sacrificio de la vida por Él, o es la afirmación de sí hasta la muerte de Dios. (...)
No es inmediato obedecer porque la autonomía se filtra en la relación y te doblega, intenta obligarte a sentir la relación, es decir, a interpretarla, como tú quieras. Por esto, si Él no hubiese hablado no sabríamos qué significa que Dios nos ama. (...)
Uno de vosotros ha dicho: «E11 el «sí» de la Virgen, en el «sí» de Pedro, estaba realmente toda la libertad de la persona que se adhería y decía “yo quiero”». Es verdad, ¡pero lo que está equivocado es la imagen que tenéis de la cuestión, no la afirmación como tal! Debe pasar a través de la libertad, cier¬tamente; pero es erróneo el modo de concebir esta libertad, como si fuese un acto decidido por mí: yo decido decirte sí, yo decido decirte «hágase tu voluntad». ¡Nada de eso! ¡Es otra cosa! Porque, frente a Cristo que pre¬guntaba: «¿Me amas?», hasta la trai¬ción de pocos días antes no suponía una objeción. De hecho, el último pen¬samiento de San Pedro era quedarse allí calculando o escuchando de nuevo el eco de sus errores. Frente al «¿Me amas?», respondió «sí», inmediata¬mente. como consecuencia de un estu¬por que había comenzado en Betania cuando Andrés, su hermano, le había llevado hasta Cristo y él se había sen¬tido mirado de tal modo que se supo traspasado por aquella mirada y defi¬nido en su cualidad de hombre, en su carácter, hasta el punto de que le había cambiado el nombre. Se fueron a su casa aquella noche desconcertados, ¡porque 110 habían encontrado jamás un hombre así!
Dominaba el estupor o la maravilla por la excepcionalidad de aquella pre¬sencia, el estupor por la experiencia, la constatación del carácter excepcional de una experiencia, el asombro por la experiencia de aquella tarde, por la posibilidad de un mañana, por lo que sucedió algún día después cuando cambió el agua en vino: ¡y lodos los días era igual! Por lo cual se “agrava¬ba” de día en día, se agravaba la evi¬dencia de una adhesión, de una sim¬patía y de una vinculación, de una confianza, de una certeza. 'Panto así es que, cuando en un cierto momento Jesús dice: «Os daré a comer mi car¬ne» y todos gritaron: «¡Está loco!», Pedro dice: «Tampoco nosotros com¬prendemos lo que dices, pero si nos apartamos de ti, ¿adonde iremos? ¡No hay nadie como Tú!» (cfr. Jn 6). El «sí» en el lago de Tiberíades es la continuación de este apego, de esta maravilla, de esta admiración que había durado dos años, tres años. (...)
El «sí» de Pedro puede acontecer por el apego que ya existía desde el inicio, como consecuencia de un encuentro con un hombre cuya acti¬tud conmovía al que estaba presente con un estupor inexplicable, que embargaba todo el ser. Era un inicio que se repetía todos los días. Todos los días que Pedro, Andrés y Juan iban allí, se repetía lo mismo: era como calcar, hacer un dibujo con el lápiz y calcarlo dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, veinte veces, cincuenta veces... se llega incluso a hacer un agujero en el cua¬derno. F.I «sí» de Pedro es el resulta¬do, sobre todo, de una sencillez como virtud que se adhiere, que se adhiere a la evidencia del estupor que aquel hombre despertaba: «Pero, ¿quién es Éste? ¿Cómo hace para ser así?». Y San Pedro. San Andrés y San Juan eran leales; sencillos y leales con esto, con la evidencia que experimen¬taban. Fueron leales un día, dos días, un año, dos años, tres años, frente a un poder comunicado de maneras diversísimas y cada vez más potente, cada vez más potente. En un determi-nado momento aquel hombre pregun¬tó a San Pedro: «Pero, ¿tú me amas?». El «sí» —¡no lo ha pensado siquiera un instante!— era la certifi¬cación de algo que existía y vivía ya hacía años, comenzada en el pasado y toda ella en tensión hacia el futuro. Por esto se llamaba también «prome¬sa». Aquel hombre, desde la primera vez que lo habían escuchado, era como una promesa: el estupor que suscitaba era como una promesa, una promesa de algo más, de algo mejor, más fuerte, más verdadero, más amo¬roso, más compasivo, una promesa de vida más verdadera. ¡Era una prome¬sa! Cuando San Pedro dijo «sí» fue por la sencillez con la que había pen¬sado siempre aquella promesa, la había tenido siempre presente, inclu¬so sin quererlo. El «sí» expresa la sencillez de la Fidelidad a un encuen¬tro hecho, según el valor que aquel encuentro ha despertado y tal y como ha proseguido en la historia de su experiencia. (...)
¿Por qué nació el interés de Simón por Jesús? ¡Por una curiosidad ini¬cial! Cuando su hermano Andrés lo llevó allí, la curiosidad se transformó en un impacto, que pasó a ser de inmediato un afecto ardiente. Todos los días iba allí a escuchar a aquel hombre, a ver las cosas que hacía: ello le hizo convertirse en su amigo, tanto que Jesús lo llevó consigo incluso a las bodas de Caná. Y él iba de asombro en asombro. Si cuando le preguntó: «¿Me amas?», le hubiese dicho: «Es verdad, yo le he traiciona¬do, me ha llamado "Satanás", he arre¬metido tantas veces contra Él, incluso ahora no sé qué puede suceder dentro de un minuto, de cinco minutos, de media hora, mañana: ¿y si me “toma¬se de la mano” y me mandase a un anfiteatro para que me comieran las fieras? Pero, ¿quién lo puede saber?». (...) Si San Pedro hubiese dicho: «Señor, he fallado, he traicionado, mañana puedo fallar de un modo todavía peor», o si, todo lo más hubiera dicho: «...sin embargo, creo que te amo», habría introducido algo extraño respecto a la raíz de su rela¬ción con Cristo. Porque la raíz de su relación con Cristo era el asombro que surgió tras la curiosidad que le había hecho ir a verlo. «Nadie habla como este hombre». El estupor nacía por la superioridad de aquel hombre y por la coincidencia de esta superio¬ridad con el deseo de su corazón.
La conciencia de sus pecados, de las traiciones, habría sido un pensa¬miento extraño, naturalmente extraño a la raíz de su relación con Cristo, de la simpatía que le había despertado Cristo —simpatía, estupor— justa¬mente por aquello que le dijo apenas lo hubo visto. Habría sido una com¬plicación. Habría complicado una cosa sencilla. Lo sentía: «¡Sí!, digo sí». Entonces el otro insiste otras dos veces y a la tercera vez Pedro no sabe ya cómo arreglárselas, y dice (he tra¬ducido así su actitud): «Mira, yo no sé cómo, pero ¡Te quiero!».