La fuente de donde brota la gratuidad. Apuntes de la Asamblea con la Asociación Familias para la Acogida
Marco Mazzi. Queridos amigos, nos encontramos aquí en un momento central de nuestra historia. Un día como ayer, el 18 mayo 1982, se constituía en Milán la Asociación Familias para la Acogida. Y treinta años son un largo tramo de camino, cientos de gestos, de historias, de personas acogidas y de testimonios, de intentos, de dolores y de milagros. Nuestros ojos están llenos de hechos en los que la gratuidad y la acogida han sostenido la conversión a la que hemos sido llamados también recientemente: vivir la fe como una experiencia.
Ante todo, damos las gracias a don Julián Carrón por estar aquí. Esta historia nació del corazón de don Giussani, y bajo su paternidad profundizó y caminó en la conciencia de su valor, y ahora, en la pertenencia al carisma del movimiento y en el seguimiento a quien lo guía, nuestras personas siguen encontrando vigor y luz. Por eso este encuentro quiere ser hoy un momento de confrontación en el que ser corregidos y relanzados.
Intervención. Soy una hija acogida. Después de ser acogida junto con mi hermano, después de peleas y caos con los padres acogedores y los asistentes sociales, a los dieciocho años se me permitió volver con mi madre, con la que pensaba que sería por fin libre de hacer todo lo que quisiera. Después de algunos años, sin embargo, había algo que no funcionaba: mi vida era un caos y estaba perdida, no quería hablar con los demás y me preguntaba: ¿alguien me escucha allá arriba? A los veintidós años mis padres de acogida me proponen participar en un documental para contar la experiencia de acogimiento compartido con mi hermano. Delante de las cámaras me pongo a llorar. El director y mi familia de acogida me plantean mil preguntas: «¿Cuál es tu casa? ¿Cuál es tu punto de referencia, el punto en el que encuentras un bien para ti?». ¡Qué incordio de director! Mi barraca soy yo, no tengo necesidad de otros. Aproximadamente un año después, el documental fue montado y proyectado. Después de la proyección, daba testimonios por todas partes, y ahí es donde he conocido verdaderamente los rostros de Familias para la Acogida. Muchos me decían lo genial que era yo, pero en realidad yo aprendía de ellos.
A raíz de estos encuentros, mi vida ha cambiado mucho, y poco a poco he recuperado toda mi historia. He vuelto a casa con mis padres de acogida. En mi habitación hay un montón de libros de don Giussani, entre los cuales está El milagro de la hospitalidad (Encuentro, Madrid 2006). Yo no conocía nada de Comunión y Liberación, pero este libro me llenaba de curiosidad, sobre todo porque quería saber qué había movido a mis padres de acogida y a las personas de Familias para la Acogida que he conocido. Cuando leí el libro, me pareció que superaba por completo mi razón, porque pensaba que yo no conseguiría ser tan acogedora, ser libre del resultado como ellos, y al final me conmoví. En estos últimos tiempos, llevo mi testimonio por Italia y por el extranjero; aprendo mucho de las personas que me acogen y que plantean preguntas, aprendo otro estilo de vida: tengo sed de humanidad, de comprender mejor qué les mueve y qué les hace tan felices y sonrientes. Pido a las familias acogedoras que me cuenten su experiencia, y aún hoy las recuerdo todas, no por sus nombres, sino por su sonrisa y sus historias conmovedoras.
Por fin me fío del mundo, hay alguien que colma mi necesidad absoluta de confianza, y puedo valorar también mi historia. He estado incluso en Vilnius, tan lejana y tan distinta de nosotros, en donde no sabía muy bien qué tenía que decir. Allí incluso iba a misa: después de años de rabia y de cerrazón, tenía curiosidad y ganas de compartir también ese momento con mis nuevos amigos de Lituania. Me explicaron que era la fiesta de la acogida, en la que Juan es confiado a la Virgen por Jesús. El pasado mes de noviembre me pidieron que diera un testimonio en el seminario nacional de Familias para la Acogida. Quisiera que todos conocieran el bien que he recibido y poder así compartirlo. Empujada por este deseo, planteo una pregunta que me interesa especialmente: ¿cómo es posible difundir y transmitir este bien?
Julián Carrón. Si miras tu experiencia, ¿cómo responderías a la pregunta que has hecho? ¿Cómo transmites tú este bien que has recibido?
Intervención. Planteé esta pregunta en aquel seminario, y un amigo me dijo: «Se necesitan encuentros, testimonios; aunque sean pasos pequeños». En cuanto terminé de hablar, había una cola de gente que me pedía mi nombre y mi teléfono para ir a dar un testimonio, aunque en realidad yo nunca he acogido a nadie.
Carrón. Si miramos lo que contamos de nuestra experiencia y lo que sucede en nosotros, enseguida identificamos el camino. Has dicho que no recuerdas los nombres de las personas, sino que te acuerdas de su sonrisa. Y en su sonrisa tú identificabas todo, se te transmitía su experiencia a través de una forma sencillísima, facilísima de percibir en cualquier situación, en cualquier cultura, en cualquier posición del hombre, porque la sonrisa es la primera comunicación de la experiencia, hasta el punto de que te ha fascinado.
Entonces, ¿cómo se comunica? Como nos ha enseñado don Giussani: el contenido y el método coinciden. No es que primero te hayan explicado las cosas y luego te hayan sonreído; no es que por un lado esté el contenido, y por otro el gesto. En el mismo gesto de la sonrisa, que es lo que se te ha quedado grabado en la mente y que te ha impresionado, se te ha comunicado algo. Y así es como tú lo comunicas ahora. No hay que hacer otra cosa mas que continuar viviendo una experiencia en la que se comunica toda la vida, tu ser, a través de lo que eres. La forma en la que vives la realidad, en la que te levantas por la mañana, en la que afrontas la relación con las personas, se comunica a través de tu sonrisa. Si no sonríes, aunque cuentes cosas preciosas, no serán interesantes, ni para ti ni para los demás, como no habría sido interesante para ti lo que escuchabas.
Intervención. Desde hace treinta años estoy dentro de esta historia y, seguramente provocada por su frescura, creo que también dentro de nuestra historia y de mi historia personal se está renovando esta misma frescura. De hecho, yo estoy apasionada por mi vida y por la vida de mis amigos, y en estos años hemos trabajado por esta pasión que nos ha movido. Creo que la cosa que más tenemos en común es el encuentro con personas movidas – yo la primera – por el deseo de acogida (por una sobreabundancia, porque uno tiene mucho para dar, o por un dolor, porque uno tiene mucho que buscar). Siempre nos hemos interrogado, nos hemos puesto delante de esta necesidad. A veces con la tentación de suplir la necesidad, de responder a la exigencia a través de la adquisición de una competencia, a través de nuestra capacidad. Pero yo, ¿quién soy para responder a una exigencia humana que tienen otros? La realidad en la que nos has educado, en la que don Gius nos ha educado, nos vuelve a situar afortunadamente en la posición justa. Está claro que la Asociación no nació para reemplazar esta exigencia humana, sino para sostener y acompañar este desafío de la vida. Por eso es fascinante.
A través de la experiencia que hemos vivido, hemos visto también que muchísimas personas, partiendo de la necesidad verdadera de la acogida, llegan a una necesidad más radical, encuentran la experiencia de la fe, y esta es la otra cosa preciosa, consoladora, porque la necesidad es más profunda de lo que yo veo, y juntos nos ayudamos a responder. Sin embargo, precisamente porque somos serios, no podemos dejar de hacer un trabajo sobre los datos de la realidad, sobre los aspectos específicos de la acogida, y en este sentido la Asociación ha crecido, y mucho; hemos asumido un ímpetu y una mayor profundización en el trabajo. Es la misma seriedad con la que vivo mi trabajo de médico, de madre, de abuela… Tienen la misma importancia y deben tener la misma forma. Como decías en Pacengo: una obra es una obra, no un juego. Existe en nosotros el riesgo de una reducción caracterizada por la sensación de bastarnos, y esta es la primera cuestión. La otra es, precisamente, la pertenencia, en este sentido: o pertenezco, o me basto a mí misma; o pertenezco, o me cuesta estar con aquellos con los que tengo que compartir un camino. ¿Qué nos ayuda a renovar la conciencia de la pertenencia, que no elimina ni la responsabilidad ni la libertad?
Carrón. Que cada uno sea leal con su propio “yo”, porque el Misterio nos ha hecho tan bien que uno, como ha testimoniado la primera intervención, puede marcharse de casa, pero encuentra en su experiencia algo que no funciona. En cualquier intento humano, todo lo que tratamos de hacer tiene como finalidad – nos dice don Giussani – responder a nuestro sentido religioso, a nuestra necesidad. Es inevitable tratar de responder a esta necesidad, pero es también inevitable, en el intento de responder, darnos cuenta con evidencia de si nuestro intento nos basta o no nos basta. Es inevitable, no debemos añadir nada. Nuestra amiga ha intentado simplemente vivir la vida fuera de casa, porque pensaba que este intento era más adecuado para satisfacer su necesidad. Pero enseguida ha emitido un juicio: estaba confundida. No hace falta ninguna genialidad especial, únicamente esta lealtad; cada uno de nosotros lo puede reconocer en todas sus iniciativas. Entonces, ¿qué nos ayuda a no sucumbir a la tentación de bastarnos a nosotros mismos? Empezar a mirar la pertenencia no como algo de lo que defenderse, sino como un bien, ¡un bien! Si nosotros no percibimos al otro como un bien, entonces nos defendemos del otro; pero para percibirlo como un bien, no basta con hacer el propósito («Ahora tengo que convencerme de que es un bien»); lo que nos permite reconocerlo como un bien es simplemente la conciencia de nuestra necesidad, porque cualquier otro intento que hagamos no corresponde a toda nuestra exigencia. Como ella, que no se ha fustigado, no ha hecho penitencia, no; sencillamente, en un momento dado, ha reconocido que volver era más conveniente para ella que hacer lo que le daba la gana. Como el hijo pródigo. Nadie empleó la violencia con él; simplemente, de las entrañas de su propia experiencia, nació – porque era leal – una necesidad tan poderosa que le hizo volver a casa. Esto es lo que permite pertenecer. Podemos vivir la pertenencia de modo formal (y entonces pertenecemos pero, en el fondo, casi nos sentimos ahogados), o bien podemos pertenecer con la conciencia de que la pertenencia es una liberación, es el bien más grande, y entonces no nos defendemos de pertenecer, sino que estamos agradecidos de tener una casa a la cual pertenecer.
Intervención. En el tercer capítulo de Los orígenes de la pretensión cristiana, don Giussani dice: «Ya no es central el esfuerzo de una inteligencia y de una voluntad constructiva, de una laboriosa fantasía, de una complicada moral, sino la sencillez de un reconocimiento; una actitud análoga a la de quien, al ver llegar a un amigo, le identifica entre los demás y le saluda» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 39). Dentro de esta analogía, la experiencia más bonita y que mejor explica este cambio radical de método es lo que nos ha sucedido a mi mujer y a mí, y que nos sigue pasando en la experiencia de acogida que estamos haciendo. Mirar nuestra historia es mirar cómo es posible la relación con el misterio de la vida, misterio que ha entrado en nuestra casa. Tengo dos hijos: el primero de diez años, adoptado, la segunda natural, de cinco. Cada uno ha llegado a través de historias y circunstancias particulares, totalmente distintas con respecto a ese deseo de construir que teníamos cuando nos casamos, cuando imaginamos cómo se desarrollaría y realizaría nuestra vida matrimonial, nuestra vocación. No estamos trazando nosotros el camino, sino el Misterio, que ha visitado y visita nuestra casa a través de nuestros hijos. En primer lugar porque existen. Un día, mi hijo explotó diciéndome: «Imagínate que fueras tú el adoptado. ¿Qué crees? Yo pienso en ello todos los días: ¿por qué me ha sucedido a mí?». Entendí que una herida como esta nunca se podrá cerrar, sólo podrá ser abrazada. Este episodio me puso contra la pared, obligándome a reconocer la evidencia de que ni yo soy la solución al drama de la vida de mi hijo, ni él es la solución al mío, y que su dignidad no está definida por lo que le ha pasado, sino que él es mucho más, está definido por la relación con el Misterio que le ha querido, y lo mismo vale para mí.
Mi mujer y yo nos juntamos con otras familias para acompañarlas, y precisamente a partir de la provocación de mi hijo quería pedirte ayuda. Me parece importante que las preguntas que surgen recorriendo este camino no sean cerradas de cualquier manera, buscando qué es más conveniente hacer, sino que deben dejarse abiertas. A veces esto sucede con los psicólogos o técnicos a los que justamente uno se dirige para encontrar la forma más adecuada para afrontar situaciones particulares; sin embargo, se corre el riesgo de reclamar a esas personas que nos descubran el significado de lo que sucede, que nosotros no podemos comprender. ¿Qué quiere decir no reducir el hambre y la sed de la que hablabas en los Ejercicios de la Fraternidad, no anestesiar la experiencia del dolor o del fracaso?
Carrón. ¿Qué es lo que te permite no reducir esto? Que un hijo te pregunte: «Pero, ¿por qué me ha sucedido a mí?». Intenta mandarlo a algún experto para que le responda esta pregunta… Esta es la pregunta que brota de las entrañas. A esta exigencia no podemos responder simplemente con unas instrucciones de uso; es necesario que nos identifiquemos, que le hagamos compañía en su experiencia. Al escuchar esta pregunta, me preguntaba: ¿qué diferencia hay entre él y yo (que no he sido adoptado)? Está ante el mismo drama que yo, que es acoger a Otro que me ha hecho. No es distinto. Para abrazarme a mí mismo debo acoger a Otro, debo dejarme abrazar por Otro. Esta necesidad la tenemos todos, y la verdadera lucha, el verdadero drama no es el hecho de ser adoptado o no; el verdadero drama es que cada uno de nosotros debe hacer cuentas, debe responder cada día, cada instante, a esta exigencia, porque la alternativa está entre la autosuficiencia y el ser acogidos, el ser abrazados. Y como muchas veces nosotros, por nuestra cultura y por nuestra testarudez y estupidez, pensamos que sería mejor la autosuficiencia – porque todos tenemos la tentación de cortar los vínculos, nos hacemos ilusiones pensando que seríamos más nosotros mismos si no dependiéramos –, debemos profundizar en nuestra experiencia.
Para entrar en relación con la exigencia de nuestros hijos no nos las podemos arreglar simplemente con algunas instrucciones, sino que debemos compartir este drama hasta el fondo. Ahí emerge cuál es nuestra dificultad y la suya. Porque él puede usar esta situación para decir que no (como buscando una justificación en el hecho de haber sido adoptado). Pero nosotros, cuando decimos que no, ¿por qué lo decimos? Muchas veces nuestros hijos o las personas que han sufrido una herida fuerte piensan que esto les puede ahorrar el drama de la vida, el drama de tener que decidir delante del Misterio último del ser. ¿Y no se lo podemos ahorrar con alguna técnica? Muchas veces me veo diciendo: «Mira, a mí no me ha pasado lo que te ha pasado a ti, pero yo tengo el mismo idéntico drama que tú: dejarme abrazar ahora por Otro». De hecho, ¿cuál es el peligro? Identificar todo el drama de la vida con esa herida. ¡No! Yo no he sufrido esa herida, pero tengo el mismo drama que tú. Si no le ayudamos a dar este paso, toda su impaciencia estará ligada únicamente a este aspecto particular. No es verdad, no es verdad, porque nosotros – que no hemos sufrido esto – estamos delante del mismo drama, y a nosotros no nos lo puede resolver nadie, ningún técnico: es el misterio del “yo”, que no puede ser reducido – como vemos – porque el drama de cada uno de nosotros, por el hecho de ser hombres, es responder a esto. Hace poco me subí a un taxi en Milán (lo hago pocas veces), y me topé con un taxista “teólogo”. Estaba leyendo un libro de teología, entonces hicimos todo el camino hablando de estas cosas. En un momento dado, empezamos a hablar de la libertad: estaba escandalizado de que sucedieran ciertas cosas porque Dios había dado libertad al ser humano. Entonces yo le dije: « Pero, ¿prefiere usted tener una mujer que le quiera libremente, o prefiere que le quiera mecánicamente para no correr riesgos?». «Prefiero que me quiera libremente». «¿Y cree que Dios tiene un gusto distinto del suyo?». Es decir: el Misterio habría podido crear otros pájaros que cantaran de forma distinta, otros perros que ladraran de otro modo, pero esto es completamente distinto de crear un hombre que le diga libremente que sí. Por eso el Misterio ha generado un ser corriendo el riesgo de su libertad, porque el sí de un ser humano vale todo el universo, al igual que un instante de amor libre de la mujer vale todo el universo. ¡Cualquier cosa menos un sí mecánico! Si no comprendemos esto, pensamos que el drama, que es lo más precioso de la existencia (poder decir que sí a Cristo, poder decir que sí a la persona a la que amas, poder decir que sí a tu hijo o tu padre), en el fondo es algo que sería mejor ahorrarse. Y nuestros jóvenes tienen esta mentalidad. Si no les ayudamos a comprender que el drama es lo más precioso que existe, y que un hijo no está definido por su historia, por su herida, sino que ahora, no importa lo que haya pasado, en este instante, puede llamar de “tú” al Misterio, puede decir a una chica de la que se enamora que la quiere (ninguna herida se lo puede impedir, y ninguna ausencia de herida se lo puede ahorrar), si no se comprende esto, entonces reducimos la exigencia. Pero reducir la exigencia, reducir el drama, significaría construir un mundo en el que tal vez no existiría el mal que tantas veces nos asusta y nos hace sufrir, pero sería un mundo absolutamente sofocante, sin la posibilidad de decir, incluso llorando, llenos de dolor por la propia incapacidad: «Te quiero» (porque uno conoce el abismo que hay entre lo que dice y lo que consigue hacer), casi suplicando poderlo decir, porque cuando uno lo dice con toda la conciencia de su incapacidad no lo puede decir más que como una súplica: «Yo quisiera quererte como te ama Dios». Entonces la cuestión es cómo introducir a los hijos en el misterio de la vida.
Intervención. Mi mujer y yo estamos casados desde hace cinco años. Nada más casarnos deseábamos que nuestra familia se ampliase, y enseguida buscamos los hijos, que no llegaron. Mi mujer sufría por ello. Entonces le propuse que hiciéramos una novena a san Ricardo Pampuri para pedir el don de un hijo. Una noche, después de una de las cenas habituales con nuestros amigos, mientras nos tomábamos un café en el sofá, nos dijeron: «Una niña de dos años y medio necesita ser acogida los sábados y tal vez también los domingos. ¿Qué decís?». Recuerdo el asombro ante esta propuesta inesperada, porque nosotros pensábamos que antes de acoger a alguien hacía falta ser expertos, es decir, hacía falta primero tener un hijo propio, haber aprendido cómo se hace, pero sólo llevábamos casados seis meses. En realidad, para acoger sólo se necesita haber experimentado este abrazo sobre uno mismo, y eso era lo que estaba sucediendo en la amistad. Por eso dijimos que sí. Aquella noche, mientras volvíamos a casa, nos recordamos que acabábamos de terminar la novena, y a los dos se nos escapó una sonrisa, y nos conmovimos porque esa era la respuesta a lo que habíamos pedido, aunque no era como la habíamos imaginado nosotros. De este modo, empezamos a ser padre y madre pero no de un hijo natural nuestro. Esa experiencia de acogida trajo un bien enorme a nuestra familia, y entonces decidimos seguir dejando abierta la puerta de nuestra casa, y como vivíamos en una casa muy pequeña, decidimos cambiarnos a otra más grande, en donde se pudiera dar la posibilidad de acoger a alguien de manera estable. Mientras hacíamos la mudanza nos llegó un aviso para acoger a un chico de diecinueve años, que nos ayudó a hacer la mudanza. Todavía vive con nosotros. Cuatro meses después de su llegada circuló un aviso para acoger a un niño de ocho años, tetrapléjico desde el nacimiento. En aquel periodo estábamos muy atentos a estos avisos pero cuando nos llegó aquel lo dejamos pasar un poco: «No nos toca a nosotros». Después de algunos días volvió a circular el aviso. En esa ocasión dijimos que sí. De este modo llegó ese niño a nuestra casa (que habíamos vuelto a cambiar para tener una habitación para él). A los que nos preguntan cómo hemos hecho para tomar la decisión de decir que sí respondemos que hemos cedido cada vez a la evidencia de que lo que sucedía era un bien para nosotros. El ciento por uno no es una broma, sino que se da aquí y ahora, porque el pasado 3 de diciembre nació nuestro primer hijo natural. En cuanto supimos mi mujer y yo que lo estábamos esperando, además del agradecimiento, lo que nos dijimos es que no habría sido lo mismo si hubiese llegado enseguida, como habíamos pensado nosotros, y ha sido todo cien mil veces más bonito de como lo habíamos imaginado.
Carrón. Gracias.
Intervención. Quiero hacerte una pregunta sobre esta última intervención, porque su “sí” ha generado muchos otros “síes” a su alrededor, como sucede con frecuencia: en el fondo, se trata de un contagio de familia la familia. ¿Qué dimensión es esta de la gratuidad y de la acogida? ¿Dónde tiene su raíz? ¿Cómo permanece? ¡A veces somos capaces incluso de reducirla! Como se decía antes, puede incluso convertirse en una habilidad. Además, otra cosa que creo que está ligada a esta. Tú recordabas que la virginidad es la inversión total de la relación habitual con la realidad: ya no es llegar a Dios a través de lo creado, sino que lo que prima, lo preponderante, es Cristo en mí, Cristo en la historia, Cristo en el mundo, el misterio del Reino de Dios. Lo preponderante es esto, y a través de esto uno ve todo, y todo se recupera en la unidad que de otro modo no tendría.
Carrón. Lo que puede dar origen y mantener esta dimensión de gratuidad y de acogida es el encuentro cristiano, porque incluso toda nuestra apertura natural, si no es constantemente despertada, disminuye. Por eso no existe otra modalidad para comprender cuál es la naturaleza de esta gratuidad, de esta acogida, que volver constantemente a leer el capítulo sobre la caridad de ¿Se pueden vivir así? (Encuentro, Madrid 2007, pp. 233-272), porque ahí encontramos la concepción y la experiencia de cómo ha hecho Dios para comunicar la naturaleza del Ser, la naturaleza de esta gratuidad. ¿Y cómo hace don Giussani para pasar de esta gratuidad del Misterio a nuestra gratuidad? Este es uno de los aspectos más bonitos de ese capítulo. Porque, ¿qué es lo que sucede muchas veces? Que uno dice: «Vale, esto es lo que hace Dios. Ahora tengo que hacerlo yo», como si la gratuidad naciera de otro origen, como si naciera de mi intento, de mi energía, de mi capacidad. Pero don Giussani hace verdaderamente una obra maestra, mostrando que la sobreabundancia de esta comunicación de Dios genera en nosotros una experiencia tan espectacular que nos hace también a nosotros capaces esta gratuidad. Sólo si estamos dominados por la conmoción ante lo que hemos recibido, podremos tener una mirada llena de gratuidad y de acogida sobre el otro. Pero esto puede reducirse a una lección que uno aprende y después, al final, el punto de partida no es nuestra experiencia de esto, sino otra cosa. Entonces, si se cambia la fuente de la que brota todo, se produce una especie de dualismo: por un lado, hago el discurso justo, pero por otro, la fuente de la que brota mi acción está en otro sitio. ¿Y en qué se ve que el punto del que surge todo es distinto? En que no permanece, en que nos cansamos. Porque nosotros no somos capaces de generar esta gratuidad. Nosotros sólo damos lo que hemos recibido, lo que desborda en nuestro corazón de lo que el Misterio nos dona continuamente. Por eso, si no estamos enraizados en la experiencia cristiana, en la fe, en el reconocimiento de una Presencia excepcional, que despierta toda nuestra esperanza, que nos llena de esta conmoción, de esta caridad ilimitada, antes o después – como podéis ver en vuestra experiencia muchas veces – nada nos basta, nada nos hace retomar el camino. Volver a esa fuente original: esta es la gran cuestión de la vida. Nosotros podemos tener una experiencia de la vida que parta, en el fondo, del sentido religioso, que parta de una carencia, y entonces buscamos en la acogida la forma de llenar esta carencia. Os digo de antemano que esto no sólo es equivocado, es peor que equivocado, es inútil. Aunque acojáis a todos los hijos perdidos del universo nunca podréis llenar el deseo de infinito de vuestro corazón. Todo es pequeño para la capacidad del alma. Esto debe estar claro, porque, en caso contrario, la acogida se reduce al intento de resolver un problema personal que no está resuelto. No lo solucionaréis así, es más, lo complicaréis más si no entendéis esto. Porque la cuestión no puede ser que el hijo venga para llenar un vacío, un agujero. No lo llena, como no lo ha llenado el marido o la mujer y como no lo han llenado los hijos naturales: no lo llena nadie, porque esta es la naturaleza de nuestro deseo, esta es la naturaleza de la exigencia que hay en nosotros. Si no sucede otra cosa, si no sucede el encuentro con Aquel que responde, el punto de partida, incluso siendo cristianos (aquí todos somos cristianos), vuelve a ser el sentido religioso, es decir, nuestro intento. Y luego nos enfadamos porque no nos basta. En cambio, todo lo que puede nacer de la experiencia cristiana (cuando la fuente original es el hecho de Cristo) lo hace – como dice siempre don Giussani – como el desbordarse de una plenitud. No le faltaba nada al Misterio cuando nos creó: «Esa felicidad que vivo en el Misterio trinitario, esa plenitud, deseo comunicársela a alguien, deseo que se difunda a otros». Entonces nos creó para poder compartir con nosotros esa plenitud, esa sobreabundancia de vida y de plenitud que Él vivía; nos ha creado para esto. Nos ha creado con este deseo ilimitado precisamente para poder llenarlo con Su presencia, para compartir Su plenitud. Entonces, sólo Él puede llenar el deseo, y sólo si vivimos esta experiencia podremos vivir de esta sobreabundancia, y por tanto relacionarnos con todo (también con la acogida) no porque nos falte algo, sino por el deseo de compartir también nosotros con los demás lo que hemos recibido. Esto es lo que introduce la virginidad en la historia. La virginidad es esto: que Dios anticipa en la historia esta experiencia. Cuanto más me relaciono con la realidad, cuanto más me enamoro de una persona, más cuenta me doy de que ella es incapaz de responder totalmente a la promesa que suscita; por este mismo motivo me caso, porque la relación con ella es la gran posibilidad que me remite más allá, que me remite al Misterio. Nadie como el marido o la mujer te ha desafiado tanto, te ha hecho una promesa tan potente, y por tanto te ha hecho comprender todo el deseo de plenitud que tienes, y al mismo tiempo, nadie como el marido o la mujer te ha hecho comprender que no es capaz de cumplirlo. Esta es la forma habitual, dice Giussani: a través del marido o la mujer te abres al Misterio. Pero Jesús ha introducido en la historia otro camino. Chicas y chicos que tal vez están enamorados, que tienen novio o novia, encuentran en su interior la imponencia de una Presencia, la presencia de Cristo, que les llena tanto, que es tan preponderante que les hace decir: «Esto es todo». Entonces sienten una libertad en la relación con el otro, y dicen: «No, yo le doy a Él toda mi vida». La llamada a la virginidad es la forma que usa el Misterio para testimoniar a todos que aquello por lo que hemos nacido y por lo que vale la pena casarse y tener hijos, por lo que vale la pena ir a trabajar, es Cristo: Cristo es la presencia preponderante que es capaz de llenar la vida. Y cuando uno vive así, no es porque sea capaz de ello, sino porque se impone el Misterio… Me gustaría que todos vosotros pudierais ver a los chicos cuando despunta en ellos la posibilidad de la vocación a la virginidad: es la experiencia de la imponencia de una Presencia que les hace libres, que les hace estar absolutamente dominados por Cristo. Si pudieseis ver surgir en alguien esta forma de vocación, podríais comprender qué quiere decir vivir la vida a partir de esta plenitud. Me parece que esto es interesante no sólo para aquellos que son llamados a la virginidad; de hecho, a través de ellos todos nosotros somos llamados a vivir esta experiencia de plenitud, para podernos relacionar con la realidad de forma gratuita. Sin esto, inevitablemente buscamos un provecho en la relación con la realidad, con las personas, con los hijos (adoptados o naturales), y no por maldad – atención –, sino porque es inevitable. Puesto que, de hecho, tenemos esta necesidad ilimitada de plenitud, la alternativa no es tratar de ser capaces, de entretenerse un poco frenando el deseo (para que no nos induzca a hacer cosas equivocadas). Es inútil este intento moralista de frenar el deseo, es inútil porque sabemos que no lo frenamos. La única respuesta adecuada es la fe, es decir, una experiencia tan positiva de respuesta al deseo que me haga capaz de relacionarme con todo con gratuidad. Si recordáis cuando don Giussani habla de la pobreza en ¿Se puede vivir así?, dice que la relación con Cristo le permite al hombre una experiencia tan plena que uno se puede relacionar con las cosas libre y agradecido porque no le falta nada. No es que sea pobre porque no puedo ser rico o porque sea un problema de ascesis. No, soy pobre porque no me falta nada. Esta es la verdadera pobreza. La relación verdadera con las personas que nace de la experiencia cristiana se llama virginidad (con las cosas, pobreza; con las personas, virginidad): al estar tan llenos, como nuestra vida descansa en una plenitud, podemos relacionarnos gratuitamente con todo y con todos. Al estar dominados por la conmoción ante la caridad ilimitada del Misterio hacia cada uno de nosotros, nos descubrimos teniendo con otro una relación libre, gratuita, sin pretensiones, sin intentos de posesión o de hegemonía. Y por eso es otro mundo en este mundo. Por eso, cuando uno lo toca con su mano, cuando uno por casualidad roza el “manto” de una experiencia así, no puede dejar de verse arrollado, no puede no sentirse desafiado, no puede evitar desearlo. Entonces, la dimensión de la gratuidad se vuelve deseable, no por voluntarismo, no para ser capaces, no para ser coherentes, sino para no perderse lo mejor, para no perderse la posibilidad de que la vida sea vivida con esta sobreabundancia. En caso contrario, sucumbimos a la lógica de todos, es decir, buscamos la satisfacción allí donde la buscan todos.
Por eso, lo que hemos escrito en La Repubblica nos afecta a todos, porque podemos tener la misma lógica, aunque pueda ser distinta la forma con la que vivimos, pero la lógica es exactamente la misma. Y esto no es un problema de moralismo (no estar a la altura), sino que es un problema de fe. No nos confundamos: el problema es qué experiencia tenemos de la fe. El problema es qué experiencia viva tenemos de Cristo para no tener que buscar la satisfacción donde la buscan todos. Si no la vivimos, no debemos justificarlo, sólo debemos reconocer si hemos sido fieles al origen de lo que nos ha sucedido, porque el problema es la fe, la esperanza y la caridad, no el moralismo.
Intervención. Estamos casados desde hace doce años y tenemos tres hijas: dos de ellas son gemelas. Una de las dos es minusválida, pero es una niña muy sensible e inteligente. Desde los primeros días, dentro de la confusión y de la angustia, teníamos claro que ella era para nosotros un don inimaginado, y que encerraba misteriosamente una gran ocasión para nuestra vida. Nos decíamos: delante de una hija que tiene problemas tan grandes, o el encuentro con Cristo, la fe, es en última instancia una tomadura de pelo, o bien debe existir una posibilidad de bien, un plus que debemos descubrir. La amistad y la convivencia con Familias para la Acogida nos ha educado y nos educa aún hoy para no rebajar nuestro deseo de felicidad y el de nuestras hijas. Y esto es un desafío cotidiano a través del cual podemos reconocer la grandeza del amor de Cristo a nuestra vida.
Carrón. Gracias.
Intervención. Desde la constitución de mi familia hasta hoy me percibo cambiada, porque con el tiempo ha crecido la certeza de que ella es el lugar en el que el deseo de felicidad de mi corazón se abre al cumplimiento. Es verdad que mi vida ha cambiado también porque mis hijos han tenido necesidad de muchos cuidados, pero sobre todo ha cambiado mi forma de estar, porque en mi historia Cristo se me ha hecho atractivo en el presente a través de la unidad nueva con mi marido y a través de la acogida de mis hijos (tengo dos hijos adoptivos), un estar abierta de par en par a la realidad tal como es, una novedad que procede de experimentar todo como un inicio. En mi experiencia, el dolor es lo que me ha permitido y me permite acceder a la realidad y a la verdad de los hechos para amarla. Si quisiera estar en la realidad sin sentir el dolor, ¿cómo podría conocerla, cómo podría estar íntimamente junto a mis hijos? En la realidad actual vivo un dolor sordo y persevero a la hora de estar en pie ante la humanidad herida de mis hijos, pero al mismo tiempo experimento paz, porque he aprendido a pedir perdón por el mal que se les ha hecho. Al afirmar que la experiencia del dolor existe y es para un bien, trato de decir que al no sustraerme a ella vivo la compañía de las personas a las que amo con la profundidad del encuentro con Cristo. En el dolor he encontrado amigos queridísimos, y he reconocido relaciones familiares que son muy importantes para mí. Mis hijos son el reclamo continuo y fiel a la oración, a la amistad con Cristo; gracias a ellos ha crecido mi afecto al carisma de don Giussani y mi exigencia de amistad en esta compañía. El dolor es la ocasión para estar en la posición del que mira la cruz y está cierto del Resucitado. ¿Qué decir de nuestro dolor a la hora de acoger y del dolor de nuestros hijos? A veces algunos vacilan bajo este peso: ¿qué es lo que permite vivir la cruz y la tristeza sin sentirnos derrotados?
Carrón. En estas preguntas todos podemos palpar lo que decíamos antes: que no hay una respuesta a estas preguntas que nazca de nuestra capacidad, justamente porque es nuestra incapacidad la que se pone de manifiesto. Y cuanto más dramática es la situación, cuanto mayor es el dolor, cuanto mayor es la herida de los hijos, tanto más vemos y percibimos nuestra incapacidad. Esto nos puede ayudar a comprender verdaderamente el significado de Cristo: el Misterio ha querido implicarse con nosotros precisamente para compartir hasta el fondo este sufrimiento, hasta la muerte, para poder liberarnos de él. El Señor nos asocia a esta experiencia suya y, como Él la ha atravesado primero, puede llegar a ser la compañía que nos haga verdaderamente capaces – en nuestra incapacidad – de atravesarla. Y esto dice qué compañía tiene que existir entre nosotros, porque esto no puede ser sustituido por la asociación, sea del tipo que sea, o por expertos. Estamos tocando el fondo último de la existencia del hombre, que sólo se puede afrontar si no reducimos a Cristo. Como afirma el comienzo de Los orígenes de la pretensión cristiana, sólo una mirada apasionada y llena de ternura hacia nuestra necesidad puede hacer que Cristo no sea reducido a un puro nombre. El dolor que el Señor permite, no sabemos por qué existe; lo que en cambio sí podemos saber es que no estamos solos en esta situación, sino que estamos acompañados. En los Ejercicios de la Fraternidad decíamos: no un milagro, sino un camino. Nosotros, muchas veces, querríamos un milagro que resolviese todo. Hace una semana, tenía que explicar en la Universidad Católica el capítulo décimo de El sentido religioso (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, pp. 145-158). Todos recordamos la imagen inicial: si naciésemos en este instante con la conciencia de los veinte años, lo primero que experimentaríamos sería el asombro por la realidad. Nada más terminar la primera hora, durante el descanso, se me acercó un chico y me dijo: «Comprendo perfectamente lo que acaba de decir, porque el año pasado tuve un accidente de moto y salvé el pellejo de milagro. Cuando me despertaba por la mañana estaba tan conmovido por el hecho de existir que me resultaba fácil el asombro. No me tenía que “imaginar” lo que dice don Giussani: yo lo he vivido, es como si se me hubiera regalado la vida otra vez. Pero hoy me he levantado distraído, hoy – como tantos otros días –, después de que esa experiencia se haya desinflado, he vuelto al viejo tran tran, a esa mirada reducida sobre mi persona y sobre la realidad». Esta es la mejor ejemplificación de lo que dice don Giussani: no es suficiente con un milagro, porque le ha sucedido el milagro, pero sin un camino, vuelve la obviedad de antes. ¿Por qué? Porque el milagro da esta fuerza de autoconciencia, pero si esto no es el comienzo de un camino por el que se vuelve familiar una mirada como esta sobre el propio “yo”, incluso con un milagro se vuelve la situación de antes. A veces pensamos que somos más inteligentes que el Misterio, pensamos que sería más fácil si el Misterio nos ofreciese un milagro. A veces (como el caso de este estudiante universitario) Él nos permite vivir la experiencia de milagro. ¿Y qué demuestra de este modo? «¿Lo ves? Yo te he dado el milagro. Y ahora, ¿qué haces con él, sin un camino?». No basta. No basta si no hacemos un camino en el que el asombro ante el milagro se haga nuestro como modo de usar la razón, como modo de vivir la libertad, como modo de relacionarnos con la realidad. El milagro, por él mismo, no basta. ¿Comprendéis por qué dice Giussani que este es «el tiempo de la persona» (cf. «La fuerza de la persona: su autoconciencia», op. cit., p. II)? Ningún milagro nos puede ahorrar el camino que cada uno de nosotros debe hacer para que esta mirada, que en algunos momentos encontramos en nosotros, llegue a ser nuestra. Sólo si la persona crece en su propia autoconciencia, puede llegar a ser suya esta mirada. Pero esta autoconciencia no es fruto de un mero milagro. El milagro es una gran ayuda, es el estímulo para un camino, pero no puede ser alternativa a él. Si nosotros concebimos el milagro como alternativa al camino, con el tiempo nos encontraremos en el punto de partida. Esto muestra qué tipo de ayuda y compañía debemos hacernos, porque si no nos acompañamos a este nivel, luego nos encontramos llevando pesos que no podemos sostener, si no miramos con una mirada distinta todos los dolores y todos los retos que Señor no nos ahorra. Cuando el Señor no nos los ahorra, es por algo más, por un bien, porque esto nos hace conscientes de la verdadera necesidad que tenemos, y nos vuelve capaces de reconocer la gracia que supone que Él exista, que no estamos solos con nuestra nada, con nuestro dolor y el de nuestros hijos. Sólo si caemos en la cuenta de esta caridad ilimitada del Misterio con nosotros, podremos sentir satisfecha de verdad toda nuestra necesidad. Este es el drama que cada uno de nosotros debe afrontar: abrirse constantemente (sea cual sea el dolor, el sufrimiento, la situación, el reto) a este hecho imponderable, a este hecho preponderante que ha sucedido en nuestra vida. La vida es fácil. Una vez que Cristo ha acontecido, el problema es no volver al sentido religioso, empezando a buscar veinte mil respuestas como si no hubiese sucedido nada. La cuestión es volver a Cristo, que es el mismo drama que tienes con tu mujer, con tu marido, con tus hijos. No tienes que buscar otra cosa, debes ponerte en movimiento cada vez respondiendo al “tú” que tienes delante. Porque el hecho de haber encontrado a Cristo no nos ahorra este trabajo a ninguno de nosotros. Nosotros querríamos algo que fuese automático: «Hemos encontrado ya el gran “Tú”, y entonces ha terminado el juego». Pero no, no ha terminado: ¡ha comenzado! Debo darle gracias por su Presencia cada mañana de un modo que no sea formal. Cristo no es la varita mágica que nos ahorra los desafíos. ¡No! ¿Qué sería la vida si Él nos ahorrase todo? El aburrimiento total. ¡Esperemos que esto no suceda nunca! Porque nosotros a veces nos imaginamos la vida eterna así: un aburrimiento total en el que no sucede gran cosa. En cambio, es la posibilidad de que todo sea pleno, la posibilidad de decir “yo” con toda nuestra conmoción y de decir “Tú” a Cristo con toda nuestra conmoción. Y espero que sea así cada vez más, pues en caso contrario la vida decae. En cambio, como decía en una asamblea con los universitarios de la Católica, nosotros podemos decir lo contrario de lo que les sucede a todos. Para los que no se han encontrado con Cristo, es verdad lo que dice Eliot: «¿Donde está la Vida que hemos perdido viviendo?» (T.S. Eliot, «Los coros de “La Piedra”», en Poesías reunidas 1909/1962, Alianza, Madrid 1995, p. 169). Pero nosotros podemos decir que, viviendo la vida, la ganamos. Esta es la verificación de la fe.
Intervención. Teniendo en cuenta las características de nuestra Asociación, que está compuesta por familias, ¿cómo podemos ayudarnos a dar pasos adecuados con respecto al sujeto que somos, a las características que tenemos, sin dejarnos avasallar por el frenesí de aprovechar las ocasiones para la obra y por el afán de estar presentes? ¿Cómo nos puede y nos debe ayudar en este sentido esa compañía a la que nos acabas de reclamar? Tú decías que tenemos que ser leales con nosotros mismos. Yo me doy cuenta de que la experiencia que estoy haciendo con Familias para la Acogida es conveniente para mí.
Carrón. Sólo podremos ayudarnos si nuestra compañía es verdadera, es decir, si nos dejamos corregir constantemente en cada intento que hacemos – porque cada intento, como dice Giussani, es un intento irónico – por la experiencia misma, porque toda experiencia lleva dentro un juicio. ¿Qué nos ha demostrado la primera intervención de hoy? Que en el intento que hace cada uno personalmente o que hace una asociación hay que ser leales ante todo con nuestra necesidad. Si hay algo que no funciona, si hay momentos en los que la realidad empieza a ofrecer signos, si empiezan a encenderse los pilotos, no debemos empecinarnos diciendo que todo va bien. Parece banal, pero a veces preferimos morir antes que reconocer que en nuestra acción hay algo que no funciona, hasta tal punto llega nuestro orgullo. Giussani escribió una carta a La Repubblica cuando Juan Pablo II, con ocasión del Jubileo del año 2000, pidió perdón en nombre de la Iglesia por algunos hechos históricos, y entre las muchas cosas bonitas que dice, una me impresiona por encima de las demás: «El cristiano no está apegado a nada, mas que a Jesús» (L. Giussani, «Esa gran fuerza del Papa arrodillado», publicada en Huellas-Litterae Communionis, n. 4, 2000, p. IV). Dicha así, puede parecer una frase piadosa, devota (claro, es Giussani, ¿qué queréis que diga?). ¡En cambio no, alto! Precisamente porque no estamos apegados a nada, mas que a Jesús, podemos reconocer cualquier imperfección en cada acto humano sin tener que defenderlo con uñas y dientes (como si fuese eso lo que da respiro a nuestra vida). De hecho, mirad lo que dice a continuación: «Todas las ideologías tienen un rasgo común: en ellas el hombre está seguro de algo que hace él, a lo que no querrá renunciar ni poner en cuestión jamás. Sin embargo, el cristiano sabe que todos sus intentos, lo que posee y lo que hace, siempre debe ceder ante la verdad» (Ibidem). Una realidad como Familias para la Acogida sería imposible sin el deseo de implicación de muchas personas con una gratuidad ilimitada; pero justamente porque se trata de un intento irónico – y esto nos da una libertad y un respiro enormes – no siempre es perfecto, es más, es siempre corregible, siempre encontramos cosas que debemos estar dispuestos a cambiar; es esta la ironía que debemos tener sobre nuestra vida y sobre la realidad. Corregirse es la posibilidad de hacer un camino, de dejarse guiar por los datos de la experiencia. Entonces, ¿en qué se ve que nosotros no estamos apegados a nada, mas que a Jesús? En nuestra capacidad de reconocer cuándo hay algo que no funciona. ¿Cuál es el primer signo que percibió Zaqueo del acontecimiento que le había sucedido? La capacidad de reconocer la equivocación. No tuvo que pensar mucho; Jesús supuso para él una sobreabundancia tal que dijo: «Puedo reconocer incluso lo que está equivocado, ya no estoy definido por mis errores, estoy definido por mi apego a Él, y por eso puedo reconocerlos sin problema». Ayudarnos en esto, en mi opinión, es la única posibilidad de ser verdaderamente amigos, de ser fieles a la verdad de lo que vivimos en el intento que compartimos de responder a una necesidad; si no es así, en un momento dado, ya no sabremos si estamos respondiendo a una necesidad real o si estamos respondiendo a nuestra ansia de estar en el meollo de la cuestión para encontrar una satisfacción que no encontramos donde tenemos que encontrarla. Y entre una cosa y otra, entre el proyecto de responder a una necesidad de forma gratuita, virginal, como decíamos antes, y el intento de responder a una necesidad por la búsqueda de una satisfacción personal, todos sabemos que la línea es muy sutil. Mirad las tentaciones de Jesús. Le dice el diablo a Jesús: «Haz que estas piedras se conviertan en panes: resolverás el problema del hambre» (cf. Mt 4,3). ¿No es tal vez una cosa verdaderamente adecuada a la necesidad del hombre y a la gloria de Jesús? Pero entonces, ¿por qué no cede Jesús y lo considera como una tentación? Porque podría significar afirmarse a sí mismo en vez de afirmar el designio del Padre. La misma tentación que, después, rechazará en Pedro, que le pide que renuncie a la perspectiva de la Pasión: «Aléjate de mí, porque tú piensas según un proyecto tuyo, y no según el designio de Otro» (cf. Mc 8,33). La cuestión es: nosotros somos una verdadera compañía si estamos constantemente definidos por el designio de Otro, si al responder a la necesidad nosotros obedecemos al Misterio (y si somos capaces de hacer dos, hacemos dos en vez de buscar hacer cinco, para firmarnos a nosotros mismos; pero si podemos hacer cinco, no hacemos tres sólo por pereza). Si jugamos con cartas falsas para llegar al resultado de un proyecto nuestro, esto ya es la prueba de que no es el designio de Dios, porque si Dios quiere justamente ese resultado, entonces nos dará las oportunidades y los instrumentos para alcanzarlo. El problema es hacer la voluntad de Dios, el problema es seguir a Otro según la modalidad que emerge en la realidad. La voluntad de Otro no está definida por nosotros, sino por las posibilidades en las que invertimos todo y a las cuales obedecemos. Afirmarnos a nosotros mismos, o afirmar a Otro: esta es la decisión de la vida. Por eso os pido que estéis atentos a este aspecto, porque estamos juntos para hacer crecer la responsabilidad personal. En cambio, si por nuestro deseo de colaborar en determinadas cosas, somos conniventes con ciertas formas, nos metemos en problemas. Es necesario que estemos presentes, con todas nuestras razones, pidiendo hacer las cosas de forma adecuada, porque este es el verdadero amor a las obras. Porque si las ponemos en riesgo haciendo cosas que son irrealistas o imprudentes, ponemos todo en riesgo. Os digo una última cosa: en vuestra forma de obrar, no hagáis prevalecer vuestro proyecto sobre la dilatación de la gratuidad de Dios. Porque si centráis vuestra atención sólo en ciertos aspectos del proyecto, dejaréis de encontrar entre vosotros una compañía que sea auténtica respuesta a vuestra soledad; podréis tal vez hacer muchos más proyectos, porque seréis más hábiles a la hora de hacerlos, pero empezará a vaciarse el origen de vuestra experiencia. En mi opinión, esto es decisivo, porque cuando uno se separa del origen, empieza a perder lo que le ha alimentado en el origen. Tenemos que pedir a la Virgen que nos ayude a permanecer ligados constantemente al origen. ¿Qué es lo que más necesitamos en absoluto? La Escuela de comunidad. Porque si la modalidad con la que vivimos todo no está constantemente alimentada y corregida por la Escuela de comunidad (que es el instrumento más regular que tenemos para cambiar nuestra mentalidad, para introducir una modalidad nueva, una cultura nueva en la forma de relacionarnos con la realidad), ningún otro gesto será capaz de resolver el problema. Aunque nos encontrásemos cada tres meses, sería inútil. Cuando estaba en España – lo he contado más veces – dos personas vinieron a pedirme que las casara (desde hacía dos años hacíamos la Escuela de comunidad sobre El sentido religioso). En un momento dado, les dije: «Pero, no pensaréis que el otro os puede hacer felices, ¿no?». Me dijeron asustados: «Pero entonces, ¿para qué nos casamos?». Y yo: «Una bonita pregunta: os la podíais haber hecho antes». Este episodio me hizo comprender que dos años (¡dos años!) de trabajo semanal sobre El sentido religioso no habían introducido en ellos el sentido del Misterio. ¿Creéis que haciendo un curso prematrimonial en cinco sesiones podemos abrir brecha en ese muro que dos años de trabajo sobre El sentido religioso han dejado intacto? Por tanto, no incrementemos el nihilismo haciendo gestos que estén vacíos. No tenemos un instrumento más adecuado, más regular, más sencillo que la Escuela de comunidad. Entonces, amigos, os lo pido: ¡haced Escuela de comunidad!