La fe dentro de las necesidades del hombre: la experiencia de lo divino

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani


Milán, 25 de mayo de 1999


Hubo una época de mi vida en la que estaba turbado en mi conciencia —y, por ello, tenía también una preocupación crítica— por el pensamiento de Gramsci, según el cual resultaba evidente que ya no era necesario perseguir a la Iglesia (tal como el comunismo, o muchos comunistas, habían hecho hasta entonces) puesto que el valor intrínseco de la Iglesia —decía él— ha muerto, el mensaje cristiano se ha agotado; de hecho ya no incide, ya no se muestra como algo interesante para el hombre, para el joven de hoy; quedaba reducido, por tanto, al proseguir mecánico de cierto cultualismo donde se refugiaba, solía refugiarse todavía, un poco de ese sentimiento religioso natural que, de algún modo, cada hombre mantiene por naturaleza, aun bajo todas las cenizas de este mundo.
Sin embargo, al dar los primeros pasos y al tener las primeras reuniones con los estudiantes del Liceo, me di cuenta de que no era verdad, empecé a darme cuenta de que no era verdad. El mensaje cristiano seguía siendo incidente, ¡y hasta qué punto! El interés permanecía, ¡cómo no! Entonces me pareció que el problema residía claramente en una cuestión de método. Esto significa —pensaba— que el contenido cristiano, el mensaje cristiano como tal, sigue válido todavía hoy como en el pasado, presente ahora como lo estuvo hace 2000 años, con todas sus características genéticas e históricas, el hecho cristiano interesa todavía. Se trata de, por tanto, redescubrir un método, una modalidad de comunicación. Los hombres de Iglesia o los creyentes pueden haber
perdido esta modalidad al haber preferido el verbo mundano —el punto de vista dominante en la sociedad, la cultura dominante en la escuela y la universidad—, es decir, un tipo de cultura que no puede ser un vehículo del verbo cristiano adoptado con simpleza, porque el verbo cristiano es incidente precisamente por su diferencia constitutiva, original, intrínseca. Entonces me acordaba a menudo de una frase, aparentemente antiecuménica, de un libro de Monseñor Garofalo, que leí cuando estudiaba todavía el bachillerato y comenzaba así: «El cristianismo entró en el mundo enfrentándose con el mundo». Tal vez esta polémica constituía el primer ámbito donde la permanencia del interés por el cristianismo podía resultar en cierto modo fácil. Porque también en mí, en todos nosotros, esto es así: el cristianismo se nos dice o llega a los oídos de nuestro corazón y de nuestra conciencia en oposición, en contraste, en lucha, polemizando con lo que normalmente pensamos, con lo que normalmente sentimos o con el modo en que solemos comportamos.
Desde luego la alternativa —una vez percibida— no podía más que incitarme y empujarme a tomar partido por la segunda hipótesis.
De esta forma, se me hizo cada vez más claro el valor de presencia que tiene el hecho cristiano. Es más, ésta es la característica con la que aprendimos enseguida a definirlo: se trata de un acontecimiento del pasado que está presente. La característica de este acontecimiento del pasado, de este mensaje que nos llega desde hace tantos siglos, es que se trata de un mensaje que llega a mi presente y que, si lo escucho, si lo tengo en cuenta, resulta sugestivo para mi presente cien veces más que cualquier otro competidor, y el mismo pasado se ilumina como esencia de este presente que me cambia.
El cambio, la capacidad de transformar, la capacidad de hacemos distintos, esta inagotable esperanza de mayor pureza (“Todo el que espera en Él, en Jesús de Nazaret, se purifica como Él es puro), todo esto se volvió cada vez más evidente en nuestra conciencia, ante nuestros ojos, ante nuestros ojos físicos, porque los compañeros y los amigos que, tras haber escuchado mis palabras, se comportaban mejor y reaccionaban mejor que yo mismo, eran como un consuelo inesperado aunque todavía no identificado con la imaginación.
De todos modos, aún perma¬necemos atentos a esta percepción hoy, es decir, nuestra mayor vigilancia consiste todavía en mantener limpia la mirada sobre esta alternativa. Sólo esta seriedad con la experiencia, por la cual el hecho antiguo, en la «memoria» —como se dice en palabras bíblicas y litúrgicas—, como memoria, se traslada continuamente al presente, y el acontecimiento permanece como acontecimiento en el presente, con su fuerza de provocación y de recuperación que cambia el presente, puede mantener vivo el interés por el cristianismo.
Cuando oí hablar de vuestra experiencia, de lo que estabais empezando, de "esta" Compañía de las Obras, cuando la he visto o he tenido noticias de ella, cuando he percibido su permanencia y he empezado a leer a través de Huellas vuestros testimonios en las cartas o relatos, he agradecido a Dios que el ímpetu lleno de alegría y de esperanza con el que penetré por la puerta del Liceo Berchet continuara. Continuaba en vuestra imaginación creando obras contracorriente, «contra lodo y contra todos», que, fueran pequeñas o grandes, siempre eran un intento de dar cumplimiento a las exigencias de vuestro ánimo, de vuestro corazón, un intento de corresponder a aquello a lo que os provocaban las circunstancias, por amor a la familia, a vuestra mujer, a vuestros hijos; pero también por un sano instinto que tenéis de que el hombre no puede concebir la vida como un estar con los brazos cruzados y basta.
Espero, por lo tanto, representar el ánimo de todos, de todas las personas que han inspirado el encuentro de hoy. Yo estoy profundamente persuadido como cristiano —es más, permanezco cristiano sólo por esto de que la fe, para nosotros, la fe cristiana, no es concebible separada (de cualquier modo que se separe) del esfuerzo que hace el hombre para vivir con dignidad, es decir, para vivir con su trabajo. Y por eso la palabra «trabajo» es un término sobre el que hemos reflexionado sin descanso y gastado tantas palabras con seriedad. Sería fea una fe sin obras, como nos dice Santiago. Pero siempre he pensado: «¡Qué feas serían también las obras sin la fe!»-. Puede ocurrir que haya alguien entre nosotros que tenga obras y no tenga fe. Hermano, te digo yo, tú eres para mí maestro en lo que haces, y yo soy para ti amigo en lo que te sugiero, no para juzgarte, sino como invitación afectuosa: mira que si tu obra se ve también iluminada por la fe es como si se volviese más fresca, como huesos de un muerto que reviven, como si después de tanta fatiga «vuestros huesos florecen como hierba fresca»-*, dice un pasaje de la Biblia.
No se puede concebir una fe, entendida como nexo con el Destino real, que no tenga que ver con lo que el hombre, con toda su imaginación y todo el esfuerzo que realiza, que arriesga en su trabajo (porque es un riesgo no sólo educar en la escuela, sino también en el trabajo, mejor dicho, coincide con el trabajo) para dar de comer a sus hijos, para crear una novedad entre la gente, para hacer que la gente esté mejor, y, por consiguiente, para que la vida en la sociedad sea más sencilla y también más segura, para que la convivencia en el mundo sea más buena. Lo que quiero resaltar en este momento, es que soy cristiano porque no puedo concebir mi fe separada de la trama de la vida, y que no encuentro nada que me corresponda tanto, que cons¬tituya una res¬puesta tan adecu¬ada, tan capaz de movilizar toda mi energía trente a los avalares de la vida, como esta fe.
La palabra «trabajo» expresa — como dije antes— lo que de fatigoso y arries¬gado se halla en las distintas ex¬presiones de la vida. También yo he experi¬mentado (pero, ¡cuántos de vosotros sois maes¬tros para mí en esto!) que la vida, que es un trabajo, tiene como compañía suprema, como contexto adecuado, la fe que nos ha llegado a través de la historia: desde las páginas de la Biblia, desde la audaz, dramática, trágica y triste memoria hebrea, se ha convertido en una presencia evidente. Dice un fragmento de nuestra liturgia ambrosiana: “Manifestaré Mi presencia en la alegría de vuestro corazón'*, lo que corresponde con la última recomendación de Jesús: "Os he dicho todo esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena". ¡Hablaba de alegría pocas horas antes de ser asesinado!
Vayamos al fondo de la cuestión. El acontecimiento de Cristo, si ha sucedido tiene que ver con el ahora. Tiene tanto que ver que coincide con un modo de cambiar eficazmente el ahora, más eficazmente que cualquier recurso social que se pueda imaginar, porque la palabra «alegría» no es una meta que pueda asegurar ningún proyecto social, por bueno que sea.
Por tanto, represento vuestro ánimo si puedo desear para vosotros que el deber de quien tiene fe —de cualquiera de nosotros que tenga fe— su deber supremo, sea precisamente mostrar, atestiguar, la verdad del acontecimiento de Cristo, a través de la ¡elida que sabe mantener incluso en las peores circunstancias de la vida. Ya que la leticia es el síntoma excepcional, vertiginoso, del cambio que se ha producido. Decía Raissa Maritain: «Nuestro mal es como un gran peso que la gracia toma sereno, leve». Pero yo os digo esto ya que estoy seguro de que a muchos de nosotros nos trae a la memoria algo que nuestra vida ya testimonia ante si misma y ante los demás.
En este sentido, nuestra fe nos persuade, porque resulta pro¬fundamente racional —¡racional!—. En la Escuela de Comunidad hemos estudiado una y otra vez y hemos escuchado siempre repetir que es racional aquello que corresponde a la espera del corazón del hombre. La expectativa del corazón del hombre es la espera de una alegría, de un cambio que nos «perfeccione», que nos «satisfaga», en el sentido latino profundo d e estos términos. Racional es lo que corres¬ponde a las expectativas que el hombre tiene todos los días al levan¬tarse por la mañana, más que lodo lo que dicen los periódicos, lo que opina la prensa, de lo que la televisión intenta persuadimos con su fuerza sugestiva. La fe, centrada en los intereses de nuestra existencia diaria, expe¬rimentada como algo interesante que determina nuestro comportamiento en las circunstancias cotidianas, se convierte en parte de nuestro ser, constituye ese nivel de nuestro ser que permite que la racionalidad, la razonabilidad y el afecto a la realidad que de ello nace, la fidelidad y la lealtad con la realidad misma, todo esto se vea incrementado.
Julián Carrón, nuestro querido amigo español, que está estudiando para demostrar, cada vez más persuasivamente, (a base de crítica literaria con alto valor científico), la contemporaneidad de los documentos evangélicos a la vida de Cristo, suele decir —y lo repite a menudo— que «la realidad es testaruda». La realidad es testaruda. Tú la olvidas, la apartas a un lado, la niegas, simulas no darte cuenta de ella, pero llega un momento en que vuelve a emerger con toda su preten¬sión: «¡Tienes que pasar por aquí, debes pasar por allá, para llegar adonde quieres!».
¡No para llegar adonde quieres al final de la vida, sino día a día! El último gran día no será sino el reflejo de la ascesis de cada día. Lo mismo que afirma Julián Carrón, lo dice Bulgakov en su famosa novela El maestro y Margarita.
Quien haya visto la película recordará la escena de los dos profesores universitarios que están discutiendo con suficiencia, en la Plaza Roja, sobre las "locas" pretensiones de cierta gente poco preparada, que afirma que Cristo es histórico y que los documentos de esta historici¬dad están al alcance de todo e I mundo, porque son los Santos Evangelios. Y mientras discuten, llega un tercer profesor universitario, vestido como ellos, y les pregunta:
«¿De qué habláis?». «Hablamos de que es absurdo que un hombre de la época moderna defienda todavía la historicidad de Cristo y. sobre todo, la historicidad de los documentos que demuestran este acontecimiento». El tercer individuo se alarma y dice con ímpetu: «No, no. ¡os equivocáis vosotros!». Una discusión feroz. Este tercer individuo era el diablo, el diablo disfrazado, como dice el Nuevo Testamento, porque incluso los demonios creen en la existencia de Dios, a la fuerza tienen que creer en la existencia de Dios, el contremiscunt (tiemblan de miedo). «Porque —decía el incómodo tercero— los hechos son obstinados». Lo que ha sido un hecho, lo que se ha convenido en un hecho dentro de la historia en el tiempo humano, es obstinado: vuelve continuamente a proponerse, no hay modo de quitárselo de en medio, de arrancarlo».
En cambio, ¿qué dicen los otros en contra? ¿Qué afirman los que no dicen lo que decía Jesús y que está documentado en el Santo Evangelio? ¿Qué nos dicen para que estemos callados, para mantenemos en orden, en un orden tolerable? Nos condenan antes de interrogarnos. O bien, se apoderan de toda la prensa, dejando alelado a todo el mundo, es decir, dejándolo rígido, porque el hombre constantemente perseguido por un pensamiento homologador, por una propuesta homologante, no puede evitar endurecerse y su fervor creativo tiende a reducirse a cero. Quiero decir simplemente que la fe, ya que corresponde a nuestra vida cotidiana y tiene ese poder de cambiarla, de influenciar la vida de cada día, es útil en todos los sentidos. Lo dice San Pablo: la Pietas, la piedad, el sentido de Dios, es un factor óptimo para afrontar todo, pues mantiene la promesa tanto para el futuro como para el presente. Por el contrario, nos vemos obligados a notar que los demás tienen un sol») recurso, de cualquier forma que este se conciba: la violencia. No la elección, la libertad que siente, que percibe, la cercanía de algo que corresponde al corazón, y con ello estrecha una amistad y un vínculo leal de correspondencia: los demás tienen un solo recurso, que es —repito— la violencia.
Cuando estaba en quinto de la escuela elemental, en 1932, ha¬bía un texto oficial para toda Italia. Los cinco años de básica tenían un texto oficial para cada curso. El de quinto contaba una historia que pro¬tagonizaban dos personajes: un tal Sergio y un tal Queruhino (se trata de un recuerdo de hace 63 años... creo acordarme bien, sin embargo). Eran los dos muy amigos, pero opuestos de carácter y de rendi¬miento. Sergio era inteligente, lim-pio, ordenado, pero era amiguísimo —como suele suceder en estos ca¬sos— de Querubino. Éste era inteli¬gente, pero ignorante porque le im¬portaba un bledo la escuela y todo... Recuerdo cierta página, al final a la izquierda, donde se narraba una dis¬cusión entre los dos. Sergio decía: «¡Ves entonces que yo tengo ra¬zón!». Y Querubino respondía: «No. tú no tienes razón, ¡de lo contrario te pegaré!**. Me vino a la cabeza an¬tes de ayer este episodio, como un símbolo del modo en que se trata, no solamente a los niños, sino a toda la gente de hoy. «Tú no tienes razón, porque yo soy más fuerte que tú», decía Querubino.
Dado que la fe es tan racional en sus consecuencias que te vuelve más capaz de llevar a cabo lo que tu corazón siente como más justo y más deseable —porque la fe sugiere y. al mismo tiempo, crea un clima, es fuente de un clima, que hace cien veces más fácil comprometer nuestro corazón y obtener lo que desea verdaderamente—, ¿en qué puede demostrar más precisamente su preeminencia sobre la inteligencia de las filosofías humanas, es decir, de todas las filosofías políticas, no contraponiéndose sino superándolas, como preeminencia sobre ellas?
El fenómeno humano donde se ve mejor cómo la fe puede interve¬nir con mayor amplitud, con más concreción, comprensión, ecuanimidad, equilibrio y. al mismo tiempo, con mayor fuerza para sugerir gene¬rosidad, imaginación c ingenio, es el fenómeno humano de la «necesi¬dad». Se trata de la respuesta frente a la necesidad, hasta llegar a esa solución, cuya hechura sobrenatural se puede admitir o no. pero que el término «milagro» indica claramente para todos, para el que cree y el que no cree. Es algo extraño, excepcio¬nal y extraño, una solución excep¬cional y extraña. Dios ha elegido como método para relacionarse con el hombre la familiaridad (es padre y madre). Si es familiar conmigo no debería extrañarme, es más, debería esperar, que todos los días intervi¬niera con su ayuda de forma asom¬brosamente sensible, de tal modo que sorprendiera a los restos de mi incredulidad, pero también a mi es¬pera.
¿De qué manera, pues, la fe ayuda a afrontar la necesidad, ayuda en esc supremo fenómeno humano que es la necesidad? Lo llamo «su¬premo» porque cualquier descubri-miento nos lleva a una meta en la que la necesidad se ensancha, se vuelve mayor, distinta y más pro¬funda. Esto es. Me parece que esto define la grandeza que caracteriza gran parte de vuestra actitud (gran¬deza que documenta perfectamente nuestra revista mensual, que se ha convertido en algo precioso para quienes quieran conocer nuestra ex¬periencia y para nosotros mismos, pues nos hace tomar conciencia de la gracia que hemos recibido). La fe hace que nos conmovamos frente a la necesidad del otro hasta tal punto que se convierte como en una necesidad mía. La fe me con¬mueve ante la nece¬sidad que me en¬cuentro como si esta fuera una necesidad mía. Lo entendí hace dos o tres años, por primera ve/, después de cien mil veces que lo había leído en esa página del Evangelio cuando Jesús iba por el campo con sus após¬toles. Se aproximaba un funeral. Por los estrechos sende¬ros del campo se acercaba un funeral del pueblo vecino, que se llamaba Nain, llevando al se-pulcro a un chico adulescens, un jo¬ven. Y detrás iba su madre gritando, po¬bre mujer. Es natu¬ral, había perdido al marido y ese era su único hijo. Llo¬raba. Jesús pregunta inmediata¬mente. se adelanta, se acerca a la mujer y le dice: «¡Mujer, no llo¬res!». Algo, por un lado "irracio¬nal", porque ¿cómo puede una mu¬jer cuyo único hijo ha muerto y es viuda no gritar delante del féretro que llevan al cementerio? ¿Cómo no va a gritar? ¡Haz primero lo que ibas a hacer algunos minutos des¬pués! ¡Devuélvele a su hijo vivo y después podrás decirle: «Mujer, no llores»! Pues no. Jesús deja a los apóstoles, da un paso adelante y dice: «¡Mujer, no llores!». Y yo, al contemplar, como hago a menudo, al contemplar esta página del Evan¬gelio, comprendo que es más mila¬gro este «¡Mujer, no llores!» que la resurrección misma del hijo. La fe nos hace participar de este amor sin límites hacia el hombre, hacia el otro.
Frente a mi necesidad, ¿qué hago? Me empeño con toda mi inteligencia, con mis recursos, pido ayuda a los amigos, pido ayuda a la autoridad, pido ayuda a todos, reúno a todos — de ser posible, reuniría a todo el mundo para satisfacer mi nece¬sidad—, pero lo que hago para mí, lo haría por cualquier otro. Lo que me sucede a mí, mi necesidad, es como la necesidad que sientes tú. Si tú sientes una necesidad, yo no puedo dormir tranquilo mientras no haga algo frente a ella. Por ejemplo, ver a uno que se queda sin trabajo (por citar la plaga terrible de hoy, socialmente la más grave), ver a un parado, si tengo fe no puede dejarme quieto. ¡Claro, si tengo cierta sensibilidad humana! Digo que la fe favorece esta sensibilidad. «Parado» quiere decir que no trabaja, y en la medida en que uno no trabaja, ya no se entiende a sí mismo. Dice Santo Tomás de Aquino que el hombre se entiende a sí mismo observándose en el trabajo, mientras trabaja, en acción. El hombre que trabaja es como si se pusiera bajo la luz que produce una radiografía y viera todos los factores que le constituyen y entran en juego en la seriedad de su gesto. Por esto, ver a un parado no puede dejar indiferente a nadie que tenga fe.
Y finalmente, ¿cómo la fe nos ayuda a afrontar la necesidad?
Ante todo, frente a cualquier nece¬sidad —incluso la más desesperada—, te hace partir de una hipótesis positiva, dirían los filósofos o los científicos. Nos hace partir siempre de una hipótesis positiva. Igual que el Padre, frente a la corrupción última del hombre, parte de la misericordia, aunque se deje el pellejo. Y morir, entonces, ya no es algo negativo, se convierte en positivo.
En segundo lugar, la fe hace que afrontemos la necesidad forzán¬donos, sugiriéndonos, atrayéndonos, «forzándonos» incluso a unirnos: nos reúne, nos obliga a hacer con, reúne la libertad de las personas. No nos permite quedarnos en la con¬templación o en el orgullo necio de una época en la que unas cuantas piezas mecánicas, trabadas entre sí por el ingenio del hombre, permiten prescindir del hombre mismo, del trabajo del hombre, de la implicación del hombre. Para que florezca la humanidad en la vida del hombre, es insustituible su compromiso, el de su conciencia, el de su inteligen¬cia viva, atenta, y el de su afecto a lo que con ella ve: en el camino que el hombre realiza para estar más contento, para alcanzar una mayor satisfacción, una mayor comprensión de sí mismo, no hay nada que pueda sustituir a la afectividad humana, es decir, al amor.
Hacer con, unirse, juntarse. Y quien lo impide, empieza esa vio¬lencia que luego acaba de la peor manera. Como recordaba Juan XXIII en su Moler el Magislra, donde enumera los derechos funda¬mentales del hombre. Uno de los derechos fundamentales del hombre es el de asociarse. ¿Para qué? Para satisfacer su necesidad, para respon¬der a ella. Pero ciertamente este jun¬tarse sólo puede tener un carácter «libre». No se puede obligar a ello: disminuiría la capacidad de unirse hasta suprimirla del todo. «Libre» quiere decir consciente de la finali¬dad, consciente de lo que ayuda a alcanzar ese objetivo, consciente de la inevitable condición del sacrificio. La palabra «sacrificio» ya no resulta un peligro, ya no se convierte en objeción como le sucede a la mayo¬ría de la gente. Por eso, la gente de ahora me recuerda algunos versos que Leopardi escribía todavía jovencísimo en su poema Il pensiero do¬minante, cuando hablaba de esta «edad soberbia que se nutre de va-cías esperanzas, se pierde en pala¬brería y es enemiga de toda virtud. Necia, pide sólo lo útil y no ve que, por esto, siempre se convierte la vida en más inútil».
Muchas de las cosas que he di¬cho distinguen el compromiso gene¬roso que se lleva a cabo junto a otros compañeros de camino, que realizan lo que civilmente se llama «voluntariado», del cristiano que ac¬túa por fe. Sería interesante discutir entre nosotros la diferencia que existe entre el compromiso del vo¬luntario, tal como lo entiende la so¬ciedad de hoy, y el compromiso cristiano.
En el fondo, el voluntariado es un impulso de generosidad que, lle¬gado a cierto punto, muere por sí mismo, ya que el Estado, que al principio lo incita, no puede luego ofrecer la fuerza para que continúe, y muchas veces no le da ni siquiera el dinero prometido. Casi lo mismo que decía San Pablo de la moral en general: que la moral farisaica era muy precisa en subrayar la ley, en defender la ley —por esto el fari¬seo era estimado, era el hombre apreciado por el pueblo—, pero sus leyes no otorgaban al hombre la energía y la fuerza para que fuera capaz de actuar. El hombre frente a la ley siempre yerra, quienquiera que sea: por eso: «¡No juzguéis!».
Os deseo que podáis ayudar a los hombres en este pobre mundo donde, para estar mejor, se hace que estén peor los demás, excepto aque¬llos que pueden retirarse a sus to¬rres; como cuenta, por ejemplo, la historia de los condes Finzi Contini, cuyo mundo fue destruido por los avatares de la vida, porque nada re¬siste al tiempo. No se puede tener como ideal construir algo donde re¬fugiarse y vivir tranquilos, dejando la tempestad para los demás.
En todo caso, debido a la contri¬bución que la fe puede dar para afrontar las necesidades humanas, creando cooperación y, por ello, una realidad humana nueva, «más hu¬mana», transformada, cambiada pre¬cisamente en su voluntad de ayudar al pobre y al que más necesita, por esta contribución, la fe cristiana puede ser útil a cualquier gobierno, porque las cosas valen por los resul¬tados que dan. La fe puede ser útil a cualquier gobierno de cualquier co¬lor que sea, y tanto si está en Roma como en Mantua. Por eso nosotros esperamos que formen parte de nuestra compañía hombres de todas las edades, de todas las ideas y de todos los partidos, para que todo el mundo pueda ver. Hay un dato (cuya diferencia se puede explicar incluso de forma diferente de cómo lo interpreta nuestra fe), que remite a Cristo y a su acontecimiento, hay un factor de rendimiento excepcio¬nal: imaginad a 40 personas que van a ser arrojadas a una fosa donde van a morir, una fosa en la que van a morir ahogados. Uno —mientras le bajan a la fosa— grita estrepito¬samente que él es padre de familia y tiene muchos hijos. Y otro, a quien no le tocaba ser recluido y asesinado de ese modo, se adelanta y dice: «Voy yo por él»; y después de un rato dudando, el guardia ale¬mán le dice: «Está bien, ve tú en su lugar». Ya sabéis quien era: el padre Kolbe. Murió así. Y esto es algo ex¬cepcional, un acontecimiento excep¬cional, del que la historia de nuestra compañía está llena. Leed fielmente Huellas todos los meses: veréis do¬cumentación de esto en abundancia. No digo que todos los casos tengan la estatura del padre Kolbe. Pero la estatura de una conciencia que se compromete, de un sacrificio que se realiza, y de un servicio que se presta, no está en la fama que ge¬nera. Está delante de Dios, de lo In¬finito, que parece —ante nuestro grito y nuestro parloteo— un in¬menso silencio.