La evidencia de la experiencia
Página UnoApuntes de la intervención de Julián Carrón en la Asamblea de responsables de Comunión y Liberación de Italia, Pacengo (VR), 27 de febrero de 2011
Esta mañana, al levantarme y recordar el día de ayer, me ha invadido un asombro lleno de gratitud, porque el Señor sigue teniendo piedad de nuestra nada. He recordado un pasaje de don Giussani que me ha leído un amigo esta semana: «Especialmente en estos tiempos me venía a la mente que esto explica por qué nuestro movimiento ha crecido sin programa alguno, sin ningún proyecto ni ninguna pretensión: ha crecido de la nada. Lo último que pensábamos era que pudiéramos seguir viviendo a la semana siguiente, que existiéramos todavía. Hemos nacido con esta, no digo humildad, sino con este sentido realista de nuestra poquedad» (El hombre y su destino. Encuentro, Madrid 2003, p. 74). Es exactamente la misma impresión que me invade a menudo: que todavía existimos, no que existamos como organización, sino que existimos, que el Señor sigue teniendo piedad de nuestra nada, y que continuamente puede despertarse nuestra libertad ante la excepcionalidad de Su presencia. Creo que el día de ayer lo confirma claramente.
Las preguntas que nos habíamos planteado eran: ¿De qué modo el camino que hemos hecho con ¿Se puede vivir así? ha sido y es una ayuda para que la inteligencia de la fe se convierta en inteligencia de la realidad? ¿Qué ha supuesto para la vida del movimiento la presentación pública de El sentido religioso y el manifiesto «Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre»? Porque, después de esto, sería lógico esperar que estuviésemos en mejores condiciones para juzgar. Sin embargo, hemos registrado en algunos una reacción temerosa con respecto al acto en el Palasharp (la presentación del libro de don Giussani); en otros una posición confusa con respecto al momento histórico-político. Hay algunos que tratan de resolver el problema a través del análisis, otros invitan a sus comunidades al experto de turno (el político, el psicólogo, el periodista) para obtener un “suplemento” de juicio, reduciendo de este modo el carisma del movimiento a reflexiones piadosas e “internas” que no sirven para vivir.
La cuestión es muy, muy seria. ¿Para qué sirve la fe? O, por decirlo de otro modo (sobre todo si tenemos presente las dificultades que han surgido en la Escuela de comunidad sobre la primera premisa de El sentido religioso): ¿Dónde se genera nuestro juicio?
Por resumir un poco, habíamos partido de lo que don Giussani responde a Angelo Scola en la entrevista: «El corazón de nuestra propuesta es más bien el anuncio de un acontecimiento que sorprende a los hombres del mismo modo en que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles en Belén sorprendió a los pobres pastores. Un acontecimiento que acaece, antes de toda otra consideración, y que afecta tanto al hombre religioso como al no religioso. La percepción de este acontecimiento resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evidencias originarias a las que damos el nombre de “sentido religioso”» («El ‘poder’ del laico, es decir, del cristiano», en 30Días, n. 3, 1987, pp. 50-63). A nosotros nos ha sucedido un encuentro, que se ha prolongado en una historia; en nosotros se han potenciado las evidencias originales; y hemos tenido experiencia de una correspondencia que es incomparable, pues lo que nos ha pasado es excepcional y nos ha sucedido en el encuentro con Cristo: cualquier otra experiencia (enamorarse de una mujer o afanarse por un amigo) es una «analogía, una sombra de ello» (L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), Bur, Milano 2010, p. 44).
Por tanto, debería resultarnos fácil juzgar. Si se han potenciado todas las evidencias originales que constituyen el criterio de juicio, si hemos tenido una experiencia de correspondencia tal que no se puede comparar con ninguna otra, todo parecería dispuesto para una comparación inmediata, de golpe. Y sin embargo, escuchamos decir que estamos confusos, y con frecuencia lo estamos. Como cuando, para salir de la confusión política, leemos todos los periódicos, ¡y todo se vuelve más confuso aún! O bien cuando nos dirigimos a los “expertos” para afrontar los problemas en la política, en la educación o en la vida afectiva. Con lo que, de hecho, el cristianismo se demuestra inútil, a pesar de nuestras intenciones, a pesar de nuestros discursos, a pesar de nuestras lógicas. Y entonces nos encontramos alienados como todos: dependemos siempre de alguien al margen de la experiencia. Y uno se pregunta: entonces, ¿cuál es la conveniencia humana de la fe? ¿Cuál es la razonabilidad de la fe?
A esto se añaden otras dos formas de complicación.
Una tiene que ver con la relación entre la conexión por vídeo con la Escuela de comunidad y los gestos en las comunidades locales. Una persona me comentó en una reunión que se había dado cuenta de que algunos participaban en la conexión y no en la Escuela de comunidad local. ¿En dónde radicaría el problema? «En la conexión, que hace que las personas no se responsabilicen», dijo ella. Yo le repliqué: «¿No es tal vez lo contrario? ¿No es acaso que, si no estamos a ese nivel en nuestras comunidades locales, es difícil soportar el hecho de encontrarnos?». Al día siguiente recibí esta carta de una amiga nuestra: «Durante estos años he recorrido este camino. Primero: “Cristo me atrae por entero, tal es su hermosura”, como dice el título de los Ejercicios de la Fraternidad que cambiaron mi vida. Segundo: entonces, sólo quiero vivir así; si la realidad me da la posibilidad de elegir, no quiero nada que sea menos que esto. Ahora quiero contarte que durante muchos años he sufrido en la Escuela de comunidad, porque era pesada y aburrida. Pensaba que era un problema mío, aunque nunca he dejado de ir; no para “fichar”, sino porque objetivamente era el único camino para vivir la relación con Cristo según el carisma que he encontrado. Y para mí esto es indispensable, sea al coste que sea. Después llegó tu Escuela de comunidad: ha sido un regalo infinito, más allá de cualquier esperanza e imaginación. He recuperado el gusto del inicio, y la Escuela de comunidad se ha convertido nuevamente en algo vital. Cuando llegan los avisos me digo: “Pero, ¿ya se ha terminado?”. La clave no es que tú seas más capaz, sino que eres como un amigo que está haciendo un descubrimiento, nos lo comunica y nos empuja a que también nosotros lo hagamos. En definitiva, para mí supone un horizonte infinito. Por eso no tengo ganas de ir a la Escuela de comunidad local, tan encajonada y pesada, en donde no sólo no hay ningún atractivo para mí, sino que tengo la tentación de ver sólo lo que no funciona. Te lo pregunto a ti, porque, si no, ¿a quién podría preguntárselo?». A ella le responderé lo que sea conveniente para su camino personal. Pero, a cada uno de nosotros, ¿qué nos dice la urgencia que experimenta esta persona?
En estas últimas semanas he señalado a menudo la segunda dificultad: algunos piensan que tendríamos una incidencia histórica mayor si hiciésemos cosas distintas de las que hacemos, por ejemplo si ofreciésemos juicios distintos y “detallados”, porque los nuestros serían demasiado abstractos. ¿Qué nos dice este “complejo de inferioridad”?
En estos tres días se ha puesto de manifiesto con claridad lo que está en el centro de nuestro método (y sobre lo que debemos tener una idea clara, sometiendo la razón a la experiencia): cuál es la naturaleza del cristianismo, cuál es la naturaleza de nuestro movimiento. Porque si no ganamos en claridad a este respecto, siempre pensaremos en el fondo que sería mejor hacer otra cosa (un partido, un gabinete psicológico o un centro de asistencia social). Y hay quien lo hace, tratando de reducir el carisma a alguna de estas variantes, en nombre de una presunta incidencia histórica. Como si en nuestra historia no hubiese sucedido nada, como si no hubiésemos vivido ya el 68, cuando todo parecía incidir más que el cristianismo y la comunión cristiana. Todos recordamos aquel episodio en el que don Giussani, al ver a un universitario que hacía una barricada, le preguntó: «¿Qué haces?». «Estoy aquí, con las fuerzas que cambian la historia». Y Giussani le respondió con la frase genial que hemos utilizado recientemente en un manifiesto: «Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre».
Por eso queremos preguntarnos cada vez más, junto al Papa, «qué puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 2): ¿Hay algo verdaderamente concreto, algo que incida verdaderamente en la raíz del “yo”, de modo que pueda cambiar también la historia? Si no somos claros en este aspecto –y esto dice hasta qué punto es adecuado el trabajo que estamos haciendo–, no se despierta el sentido religioso; si el cristianismo no es capaz de despertar nuestra persona, somos como todos, y lo que vivimos no es decisivo ni para nosotros ni para los demás. ¡Qué tenacidad y qué certeza ha tenido don Giussani para no ceder en este punto a lo largo de toda nuestra historia! Ante cualquier intento de buscar una solución fuera de nuestra experiencia, don Giussani nos propone continuamente un método distinto. Ya desde el primer capítulo de El sentido religioso nos recuerda que si uno quiere comprender qué es el sentido religioso, no debe ir a buscar fuera (qué dice internet, qué dicen los libros, qué dicen los expertos). No. Pero, ¿por qué no? ¿Porque don Giussani está obsesionado o porque la experiencia nos muestra que el método dialéctico de la multiplicación de los puntos de vista al final nos confunde más? Porque tú puedes leer todo lo que se dice sobre una cosa, pero si no partes de la experiencia no tienes el criterio de juicio para juzgar ni siquiera lo que lees… Y el método es la experiencia, como dice él: «Si no partiera de mi propia indagación existencial sería como preguntar a otro en qué consiste un fenómeno que vivo yo. Si la confirmación, el enriquecimiento o la contestación negativa no tuvieran lugar después de una reflexión emprendida personalmente con anterioridad, la opinión del otro vendría a suplantar un trabajo que me compete a mí e inevitablemente se convertiría en vehículo de una opinión alienante» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 20).
Don Pino decía ayer: «Don Gius siempre ha proclamado la precedencia del hecho sobre las interpretaciones. Entre nosotros, el problema no puede ser la mejor interpretación de Giussani, porque entonces es una gnosis. Si se trata de un conflicto de interpretaciones según la historia de cada uno, entonces sólo habrá opiniones y ningún juicio, ninguna liberación, ninguna novedad». Y luego la autoridad debería hacer la síntesis entre las diversas interpretaciones. Yo estaría aquí para gestionar el punto sobre el que ponerse de acuerdo, como si se tratase de una cuestión de poder.
Todo esto explica cuál es el reto que tenemos ante nosotros, amigos: si queremos seguir a don Giussani ya desde el primer capítulo de El sentido religioso y poner en el centro la experiencia; porque, en caso contrario, siempre necesitaremos de un experto, de un suplemento de verdad al margen de la experiencia misma. O la experiencia lleva en sí misma las razones («La experiencia lleva en sí misma la evidencia», decía ayer por la mañana uno de vosotros), o bien siempre tendremos que tomarlas de fuera. Pero de este modo todo se desmoronaría. Y, todavía más grave, haríamos del cristianismo algo “inútil”. En cambio, todos sabemos y todos aceptamos que no bastan las muchas flechas que apuntan al Misterio para responder al deseo de cumplimiento, sino que hace falta algo distinto, que no es una dialéctica o un conflicto de interpretaciones, sino un hecho, es más, “el” Hecho. Porque el dualismo, en el que muchas veces nos vemos inmersos hasta la médula, no se vence con un discurso, sino con una experiencia. Sin esto, nuestra inteligencia de la fe no se convierte en inteligencia de la realidad, y por eso no resultamos decisivos. Nuestra contribución será decisiva «sólo si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad», como dijo Benedicto XVI.
¿Qué ha sucedido en estos días? Decía ayer uno de vosotros: «Cristo es Memor mei», y los testimonios que había escuchado le hacían decir: «Mis ojos han visto, mis manos han tocado al Verbo de la vida. Yo soy memor Domini porque Él es Memor nostri, Memor mei, es decir, hay Alguien que me arranca de mi nada, que se hace tan evidente ante mis ojos, que toda mi vida se llena de Su memoria, de Su presencia, y yo veo qué es Él porque soy más consciente de la irreductibilidad de mi “yo”». O, como describía otro: «Soy más consciente de la naturaleza de mi necesidad, porque debo confesar que, después de tanto tiempo en el movimiento, había reducido mi exigencia humana. Tú eras feliz y yo no, y he comprendido que nadie consigue mantenerse por sí mismo en la actitud justa a la que le ha abierto el encuentro con Cristo. Si no vivo personalmente esta desproporción estructural, no soy un sujeto». Escuchándole, me acordaba de lo que dice don Gius: «Hay que estar muy atentos porque demasiado fácilmente no partimos de nuestra verdadera experiencia, es decir, de la experiencia completa y genuina. En efecto, a menudo identificamos la experiencia con impresiones parciales, reduciéndola así a una caricatura, como sucede frecuentemente en el campo afectivo, al enamorarse o soñar sobre el porvenir. Y, más a menudo todavía, confundimos la experiencia con los prejuicios o con los esquemas quizá inconscientemente asimilados del ambiente que nos rodea. De ahí que en vez de abrirnos con esa actitud de espera, de atención sincera, de dependencia, que la experiencia nos sugiere y exige profundamente, imponemos a la experiencia categorías y explicaciones que la bloquean y angustian, presumiendo de comprenderla» (El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 60). ¿Por qué? Porque nosotros no partimos de nuestras verdaderas necesidades, a veces no sabemos ni siquiera lo que son. ¿En qué se ve que Cristo se acuerda de nosotros, que Cristo está presente en medio de nosotros? En el hecho de que nos hace más conscientes de nuestra necesidad, de nuestro misterio, de la irreductibilidad de nuestro “yo”, de la desproporción estructural; y esto me lleva al descubrimiento de mi persona, de la verdadera naturaleza de mi “yo”, de hasta qué punto soy un mendigo, soy dependiente.
Entonces, ¿cuál es el criterio de la verdad y de la claridad? ¡Que suceda el acontecimiento de Cristo, que lleva dentro de sí la evidencia de las razones, que me arranca de mi confusión, que aclara mi persona y la realidad! Y por eso no basta todo el pasado, toda la historia; necesitamos ahora la contemporaneidad de Cristo, hace falta que Alguien siga teniendo piedad de nosotros, porque, de otro modo, terminamos en la misma confusión que todos y somos inútiles para el mundo. Entonces, cuando vemos que de nuevo se despierta el asombro, no hay que darlo por descontado. Lo que sucedió ayer no hay que darlo por descontado: que seis años después de la muerte de don Giussani el Señor siga teniendo piedad de nosotros no hay que darlo por descontado, y esto exige de nosotros una disponibilidad para dejarnos generar.
Mientras preparaba la presentación de El sentido religioso, me vino a la cabeza que el primer intento educativo de Dios fue el pueblo de Israel. Y sin embargo, de este pueblo provienen dos figuras que el Evangelio pone ante nuestros ojos. Los escribas se habían tomado en serio la historia, se habían esforzado por estudiarla, conocían su lógica, pero esto no les movió a estar disponibles; la tentación de lo “ya sabido” está siempre al acecho para todos, y los escribas lo ponen de manifiesto –también nosotros, en nombre de lo “ya sabido”, podríamos no estar disponibles a lo que el Misterio está haciendo ahora, porque la verdadera intención de la educación de Dios no es lo “ya sabido”, que sería nuestra tumba, sino la pobreza de espíritu–. Los que se han mostrado abiertos y disponibles ante la modalidad elegida por Dios han sido la Virgen, Juan y Andrés, Zaqueo. Siempre tendremos ante nosotros estas dos posibilidades. No se trata solamente de una historia del pasado, sino que se trata de la historia del presente: en nombre de lo “ya sabido” podemos medir el presente, en vez de dejarnos impactar por él y hacer experiencia de la liberación.
Me ha impresionado el relato que hace una persona que lleva muchos años en el Grupo Adulto, en el que ha recordado cuando en 1992 don Giussani, citando al filósofo Finkielkraut, había dicho que sólo se puede conocer a través de un acontecimiento: «Cuanto más miraba esta afirmación, más conciencia tomaba de ella, y más me parecía que ante mis ojos emergía el tipo humano que hace una experiencia de este tipo, es decir, un hombre con coraje, un hombre libre. Me fascinaba muchísimo esta concepción del conocimiento como acontecimiento. Entonces le pregunté a Giussani: “Todo el trabajo que he hecho en este tiempo en el Grupo Adulto ha sido querer aprender siguiéndote. Si todo esto que he aprendido es una jaula, entonces, ¿cómo puedo vivir constantemente ante este acontecimiento? Ese trabajo que he construido en torno a mi persona puede convertirse en una jaula, y quedo aprisionado así por el resultado de mi pasión, que era aprender. ¡Ni rastro de hombre libre, de hombre pobre, con coraje, libre y creativo! Don Gius me respondió: “Sí, lo que dices es verdad; a menos que lo que sabes te sea dado de nuevo por alguien que está presente”. Esta frase me gustó muchísimo, pero no la comprendí, y tampoco me di cuenta de que no la comprendía. Sin embargo, la he recordado muchos años como un trasfondo presente en mi memoria, y como un río subterráneo ha vuelto explícitamente a mi conciencia escuchado en estos años hablar a Carrón: al escucharle hablar he hecho y hago la experiencia de la que hablaba don Gius». Puedo ser yo o cualquier otro, esto no es lo importante. Lo decisivo es si yo estoy disponible ante aquel a través del cual el Misterio se hace presente, dándome de nuevo lo que ya sabía, porque si yo no estoy dispuesto a acogerlo como presente, estamos acabados. ¿En qué se ve esto, en qué se pone de manifiesto? En que yo estoy disponible, aunque no comprenda, pero me siento aferrado de nuevo; en que vuelvo a respirar, y esto me permite comprender verdaderamente.
Amigos, ésta es la única posibilidad de que el movimiento siga siendo movimiento: que nos dejemos generar por algo presente, sea cual sea la modalidad a través de la cual el Misterio lo hace suceder de nuevo, que puede ser –como decíamos ayer– el último que ha llegado, un “viejo”, uno “nuevo”, con historia o sin ella, cualquiera. Porque la libertad del Misterio se manifiesta así. Nosotros lo hemos visto en muchas ocasiones, como testimoniabais ayer, porque cuando las personas se dejan generar, sorprendemos el florecimiento de figuras con autoridad, que salen de la minoría de edad, porque se apoyan sobre la evidencia de las razones que proceden de la experiencia que han hecho, convirtiéndose así en protagonistas, no en borregos necesitados siempre de una confirmación por parte del responsable por falta de evidencias. Y la prueba de este protagonismo es el modo de estar ante la realidad, la realidad con sus datos, el afecto, hasta llegar a la dimensión cósmica de lo que se vive.
A diferencia de lo que podíamos pensar, plantear este tema no sólo no ha hecho disminuir la amistad, sino que ha generado una intensidad desconocida en nuestras relaciones de amistad, una intensidad no formal, una verdad que llena de asombro, una amistad en lo esencial, en aquello que más nos importa, y no sólo en las consecuencias, en los aspectos secundarios. Porque cuando el drama de la vida llama a nuestra puerta –como nos contaba ayer un amigo, hablando de la muerte de su hijo–, no basta otra cosa que no sea Cristo: ¡ninguna otra cosa nos permite mantenernos en pie ante los verdaderos desafíos de la vida! Por eso, es como si la palabra amistad adquiriese ante nuestros ojos una intensidad de relación antes desconocida, y esto se ve en el florecimiento de las comunidades, que son también generadas por estos “yos” nuevos, por estas criaturas nuevas, por estos protagonistas que son, ante todo, un don para las mismas comunidades, y que, al mismo tiempo, necesitan de un espacio, necesitan acogida, un abrazo, si no queremos perderles –porque estos tienen una evidencia, no son personas sometidas–.
Amigos, todo esto requiere una intensa conversión a todos los que tienen una responsabilidad, porque no se trata de un programa de conversión diseñado en un despacho: se trata de convertirse a lo que el Misterio hace. ¿Qué otro modo de afrontar la Cuaresma hay más interesante, más incisivo y más adecuado que acoger el Acontecimiento presente, que el Señor nos regala haciéndolo suceder ante nuestros ojos? Porque la responsabilidad es la conversión del “yo” al Acontecimiento presente. Pidamos a la Virgen tener su misma sencillez: la capacidad de acoger todo lo nuevo que el Señor hace, que se nos da para nosotros y para todo el mundo.