La energía de la razón tiende a entrar en lo desconocido
Palabra entre nosotrosLuigi Giussani, El sentido religioso, 1995
capítulo XIV
Hemos hablado fundamentalmente de la naturaleza de la razón como relación con el infinito, que se mani¬fiesta como exigencia de explicación total. El culmen de la razón es la intuición de que existe una explica¬ción que supera su medida. Por usar el juego de palabras que ya hemos utilizado anteriormente, la razón, jus¬tamente en su exigencia de compren¬der la existencia, está obligada por naturaleza a admitir la existencia de algo incomprensible.
Ahora bien, cuando la razón toma conciencia de sí misma hasta el fon¬do, al descubrir que su naturaleza se realiza en último término intuyendo lo inaccesible, el misterio, no por ello deja de ser exigencia de conocimien¬to.
1. Fuerza motriz de la razón
De este modo, una vez descubierto esto, el tormento, por así decir, de la razón es poder conocer aquella incóg¬nita. La vitalidad de la razón viene dada por la voluntad de penetrar en lo desconocido, como el Ulises de Dan¬te, de ir más allá de las columnas de Hércules, símbolo del límite perma¬nente y estructuralmente puesto por la existencia a este deseo.
Es más, la tensión por entrar en eso desconocido es precisamente lo que define la energía de la razón. Como ya hemos indicado anterior¬mente, en los Hechos de los Apósto¬les. san Pablo, delante de los «filóso¬fos» que estaban en el Areópago de Atenas, dice: «Ll Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habi¬ta en santuarios fabricados por manos de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, él que a todos da la vida, el aliento a todas las cosas. Él creó de un solo principio todo el linaje huma¬no. para que habitase toda la faz de la tierra, fijando los tiempos determina¬dos y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a lientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentre lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como ha dicho alguno de vosotros. Porque somos también de su linaje».
Todo el caminar humano, todo el intento de esa laboriosidad que nos mueve sin descanso de aquí para allá se resume en el conocimiento de Dios. El mismo movimiento de los pueblos recoge como en una fórmula todo el inmenso esfuerzo de búsque¬da del hombre. Lo que motiva a la razón, su fuerza motriz, es descubrir el misterio, entrar en el misterio que subyace en la apariencia, que subyace en lo que vemos y tocamos. Así pues, lo que hace posible la aventura en el más acá es precisamente la relación con el más allá; de otro modo se adueña de nosotros el aburrimiento, origen de la presunción evasiva e ilu¬soria o de la desesperación aniquila¬dora. Sólo la relación con el más allá hace posible afrontar la aventura de la vida. La fuerza humana para afe¬rrar las cosas del más acá viene dada por la voluntad de penetración en el más allá.
El mito de la Antigüedad que más cerca está de la mentalidad de hoy, y que encontraría su expresión más potente en suelo cristiano, es el mito de Ulises. Ha sido en Dante Alighieri donde ha encontrado su fuerza expre¬siva como en ningún otro autor, en ninguna otra versión de la literatura antigua.
Ulises es el hombre inteligente que quiere medir con su propio cerebro todas las cosas. Tiene una curiosidad incontenible: es el dominador del Mediterráneo. Imaginemos a este hombre con todos sus marineros que, en su barco, va de Itaca a Libia, de Libia a Sicilia, de Sicilia a Cerdeña, de Cerdeña a las Baleares: mide y controla todo el «mare nostrum»; todo él ha sido recorrido a lo largo v a lo ancho. El hombre es medida de todas las cosas. Pero, cuando llega a las columnas de Hércules, se encuen¬tra con la convicción común de que la sabiduría, es decir, la medida segura de todo lo real, ya no es posible. Más allá de las columnas de Hércules no hay nada seguro, sólo el vacío y la locura. Al igual que quien va más allá de éstas es un fantasioso que no tiene ya certeza ninguna, hoy se piensa que más allá de lo experimentable, enten¬dido esto en el sentido positivista, sólo hay fantasía o, en cualquier caso, imposibilidad de tener seguridad. Pero él, Ulises, precisamente a causa de la «altura» con la que había reco¬rrido el «mare nostrum», al llegar a las columnas de Hércules sintió no sólo que aquello no era el fin, sino que más bien era como si su verdade¬ra naturaleza se desplegara a partir de aquel momento. Y entonces quebran¬tó la sabiduría y se marchó. No se equivocó, porque fue más allá: ir más allá estaba en su naturaleza humana, por eso, al decidirlo, se sintió verda¬deramente hombre. Ésta es la lucha entre lo verdaderamente humano, es decir, el sentido religioso, y lo inhu¬mano, es decir, la postura positivista de toda la mentalidad moderna. Ésta diría: «Hijo mío, lo único seguro es lo que tú constatas y mides científica¬mente, experimentalmente; más allá de esto sólo hay fantasía inútil, locu¬ra, afirmación quimérica».
Pero más allá de este «mare nos¬trum» que podemos poseer, controlar y medir, ¿qué hay? Ll océano del sig¬nificado. Uno comienza a sentirse hombre cuando traspasa estas colum-nas de Hércules, cuando supera ese límite extremo impuesto por la falsa sabiduría, con su seguridad opresiva, y se interna en el enigma del signifi¬cado. La realidad, en su impacto con el corazón humano, produce la mis¬ma dinámica que las columnas de Hércules produjeron en el corazón de Ulises y de sus compañeros: una ten¬sión en los rostros por el deseo de algo distinto. Para aquellos rostros ansiosos y aquellos corazones llenos de pasión, las columnas de Hércules no representaban un límite, sino una invitación, un signo, algo que invita¬ba a ir más allá de ellos mismos. Uli¬ses y sus compañeros de navegación en la Odisea no se equivocaron al ir más allá.
Pero hay una página mayor aún que la del Ulises de Dante, que expresa todavía mejor esta condición existencia! de la razón del hombre. Está en la Biblia, cuando Jacob vuel¬ve a su casa desde el exilio, es decir, desde la dispersión o desde una reali¬dad extraña. Alcanza el río cuando está atardeciendo, y la noche se viene encima. Han pasado los ganados, los siervos, los hijos y las mujeres. Cuan¬do le toca a él, por último, pasar el vado, es totalmente de noche. Jacob quiere continuar en la oscuridad. Pero, antes de meter el pie en el agua, siente un obstáculo delante de sí; una persona que se le enfrenta y trata de impedirle el paso. Y con esta persona que se enfrenta a él. a la que no ve el rostro, contra la que pone en juego todas sus energías, se establece una lucha que durará toda la noche. Hasta que. al clarear el alba, aquel extraño personaje consigue darle un golpe en el muslo, de tal manera que Jacob quedará cojo para toda su vida. Pero, al mismo tiempo, aquel extraño per¬sonaje le dice: «¡Eres grande Jacob! Ya no te llamarás Jacob sino Israel, que significa: "he luchado con Dios"». Ésta es la grandeza del hom¬bre en la revelación judeo-cristiana. La vida, el hombre, es lucha, es decir, tensión, relación —«en la oscuri¬dad«— con el más allá: una lucha sin ver el rostro del otro. Quien llega a percibir esto de sí mismo es un hom¬bre que marcha cojo entre los demás, es decir, marcado; ya no es como los otros hombres, está marcado.
2. Una posición de vértigo
Si ésta es la posición existencia! de la razón, es bastante fácil de entender que resulte vertiginoso adoptar una postura consecuente.
Es casi como si, por ley, como norma de vida, debiera permanecer atento a una voluntad que no conoz¬co, instante tras instante. Sería la úni¬ca postura racional. La Biblia dirá: «...como los ojos del siervo están atentos a las manos de su señor...». Para toda la vida la verdadera ley moral sería la de estar pendientes de cualquier seña de este desconocido «señor», atentos a los gestos de una voluntad que se nos mostraría a tra¬vés de la pura circunstancia inmedia¬ta.
Repito: el hombre, la vida racional debería estar pendiente del instante, pendiente en todo momento de estos signos tan aparentemente volubles, tan casuales como son las circunstancias a través de las cuales me arrastra este desconocido «señor», y me con¬voca a sus designios. Y tendría que decir «sí» a cada instante sin ver nada, simplemente obedeciendo a la presión de las circunstancias. Es una posición que da vértigo.
3. La impaciencia de la razón
La Biblia muestra cómo «un exce¬sivo apego hacia uno mismo» (la fór¬mula equivalente en la psicología común es conocida: el «amor pro¬pio») incita a la razón del hombre, en su deseo apasionado, en su pretensión de entender este supremo significado del que dependen todos sus actos, a decir en un momento dado: «Com¬prendo: el misterio es esto».
Existencialmente, esta naturaleza de la razón como exigencia de cono¬cimiento, de comprensión, penetra en todo, y por eso pretende penetrar incluso en lo ignoto, en eso descono¬cido de lo que todo depende, del que dependen su aliento y su respiración, instante tras instante. La razón, impa¬ciente, no tolera adherirse al único signo a través del cual seguir al Igno¬to, signo tan tosco, tan oscuro, tan poco transparente, tan aparentemente casual, como es el sucederse de las circunstancias; es como sentirse a merced de un río que te arrastra de acá para allá.
Por su situación existencial la naturaleza de la razón sufre un vérti¬go que al principio puede resistir, pero al que después sucumbe. Y el vértigo consiste en esa precocidad e impaciencia con la que dice: «Com¬prendo, el significado de la vida es éste». Todas las múltiples y variadas afirmaciones que aseguran «el signi¬ficado del mundo es éste, el sentido del hombre es éste, el destino último de la historia es éste» son otras tantas pruebas de esa caída.
4. Un punto de vista distorsionador
Pero cuando la razón del hombre dice «el significado de mi vida es...» o «el significado del mundo es...» o «el significado de la historia es...», identifica inevitablemente este es con la pureza de la raza alemana, o con la lucha del proletariado, o con la com¬petencia por la supremacía económi¬ca, etc.
Cada vez que este es se identifi¬que con el contenido de una defini¬ción, se estará partiendo inevitable¬mente de un punto de vista determi¬nado.
Es decir, cuando el hombre tiene la pretensión de definir el significado global no puede evitar caer en la exaltación de su punto de vista, de algún punto de vista. Reivindicará la totalidad para un aspecto particular, una parte del todo es exagerada e inflada hasta el punto de definir la totalidad.
Entonces este punto de vista intentará situar dentro de su perspec¬tiva cualquier otro aspecto de la reali¬dad, este intentar encajar todo dentro de ella llevará necesariamente a obviar u olvidad una cosa, a reducir, negar y rechazar el rostro completo y complejo de la realidad.
El sentido religioso, la razón que afirma un significado último, se corrompe y degrada al identificar su objeto con algo que el hombre elige; y esto lo elige necesariamente dentro del ámbito de su experiencia.
Se trata de una elección que altera y distorsiona el rostro verdadero de toda la vida, porque todo se verá dila¬tado O disminuido, exagerado u olvi¬dado, alabado o marginado, según la implicación que tenga con el punto de vista elegido, con el factor elegi¬do.
¿En qué consiste el «pathos» de esta postura? En el hecho de que el sentido religioso, es decir, la natura¬leza del hombre en su grandeza últi¬ma, en su auténtica estatura, se redu¬ce hasta identificar el significado total de la vida con algo que se puede comprender por sí mismo.
Aquí está la raíz del error: «con algo que puede comprenderse». Jus¬tamente porque la naturaleza de la razón es exigencia de comprender, ante la intuición de lo desconocido, del misterio, le viene un mareo y, casi sin darse cuenta, resbala, altera su mirada, y fijándose en un aspecto de los varios que hay en su existencia, en un solo factor del conjunto de fac¬tores que aparece en su experiencia, dice: «Éste es el significado».
La naturaleza de la razón es tal que desde el mismo momento en que se pone en movimiento intuye el miste¬rio, la imposibilidad de captar el sig¬nificado total con sus posibilidades de conocimiento; pero existencialmente no se sostiene, no perdura en su impulso original, sufre pronto una trayectoria reductiva. Por eso rebaja la identificación de su objeto a algo que puede comprender, a algo que, por consiguiente, está dentro de su experiencia, porque la experiencia es el horizonte de su capacidad de com¬prensión.
Pero si está dentro de la experien¬cia. de lo que yo puedo abarcar y comprender, entonces es un aspecto que exagero con el fin de explicar todo por medio de él.
Hemos dicho ya que el verdadero problema que está en el fondo de todo nuestro discurrir consiste en saber que es la razón: si la razón es el ámbito que limita lo real o si la razón es la apertura a lo real. Lo que pone de evidencia nuestra experiencia es que la razón se manifiesta como un ojo abierto de par en par a la realidad, una apertura al ser, en el que jamás se acaba de entrar, que por su naturaleza nos desborda por todas partes; y. por eso, el significado global es un miste¬rio.
La decadencia, la degradación de la que hablaba, la trayectoria parabó¬lica que. debido a una especie de fuerza de gravedad, tiene lugar en ella, radica en la pretensión de que la razón sea la medida de lo real, es decir, que la razón pueda identificar y. por tanto, definir, cuál es el signifi¬cado de todo. Pretender definir el sig¬nificado de todo, ¿qué quiere decir en último término? Pretender ser la medida de todo, es decir, pretender ser Dios.
5. Ídolos
Es la sugerencia del «pecado origi¬nal». No es verdad que haya algo que tú no puedas medir («comer», en el texto bíblico); si te decides a hacerlo, si te lanzas a esta aventura, «conoce¬rás el bien y el mal y serás como Dios». El hombre, medida de todas las cosas: la primera página de la Biblia es realmente la explicación más clara.
La Biblia llama con un determina¬do nombre al aspecto particular con que la razón identifica el significado total de su vivir y del existir de las cosas. Este aspecto particular, con el que la razón identifica la explicación de todo, la Biblia lo llama ídolo. Algo que parece Dios, que tiene la máscara de Dios, pero que no lo es.
En Rom. 1, 22-23, San Pablo defi¬ne así la mentira del ídolo: «Jactán¬dose de sabios se volvieron estúpi¬dos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adornaron y sirvieron a la criatura en vez del Cre¬ador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igual¬mente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío. Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrególos Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envi¬dia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultra¬jadores, altaneros, fanfarrones, inge¬niosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desa-morados, despiadados».
San Pablo describe no sólo la génesis del ídolo, sino también la corrupción de la verdad humana con¬siguiente. Cuanto más se intenta explicar todo con el ídolo, más se comprende que no es suficiente: «Tienen ojos, pero no ven; tienen oídos y no oyen; tienen manos y no tocan», dice el salmo; es decir: los ídolos no mantienen sus promesas ni sus pretensiones totalizadoras. El misterio, por el contrario, en la medi¬da en que es reconocido, tiende a determinar la vida de tal modo que la terrible lista paulina enmudece, se vacía. El ser humano se degenera en la medida en que exalta los ídolos. Es la abolición de la persona, de la res¬ponsabilidad humana. Toda la culpa es de la estructura: el ídolo oscurece el horizonte de la mirada y altera la forma de las cosas. Como escribía proféticamente Eliot: Ellos tratan... de escapar de la oscuridad externa e interna a fuerza de soñar sistemas tan perfec¬tos que nadie tenga ya necesidad de ser bueno.
Pero el hombre que es oscurecerá al hombre que pretende ser.
6. Una consecuencia
Hay un corolario impresionante. Hitler tiene su ídolo, sobre el que intenta construir la vida del mundo hacia una humanidad mejor. Pero esta construcción suya, que trata de abarcarlo todo, en un determinado momento se encuentra de frente con el dinamismo del proyecto de Lenin o de Stalin. ¿Y entonces? La ideología construida sobre la base de un ídolo es totalizadora por naturaleza; de otro modo no podría intentar una política victoriosa. Al tratarse de ideologías totalizadoras, las dos no pueden por menos que generar un choque frontal.
Así se explica por qué, para la Biblia, el ídolo es el origen de la vio¬lencia como sistema de relación, es decir, de la guerra.
Hay una fábula de Esopo muy sig¬nificativa. Este aspecto particular de la experiencia que es seleccionado y elegido ideológicamente como lugar del significado del todo es como la rana que se hincha para llegar a con¬vertirse en buey, y se hincha hasta estallar. Éste es el símbolo de la vio¬lencia de la guerra.
7. Dinámicas de identificación del ídolo
Hay otra importante observación que hacer. El hombre realiza la iden¬tificación de Dios con un ídolo eli¬giendo algo, como ya hemos visto, que él entiende; porque aquí está el pecado original: en la pretensión de identificar el significado total con algo que el hombre comprende. Es como si el hombre sostuviera: «Todo lo que existe es demostrable por el hombre; lo que no es demostrable por el hombre no existe». Pero ya hemos visto que el paso original, el más importante, aquel que da el ser a las cosas, el hombre no lo puede dar; puede manejar lo que existe, pero no puede dar el ser a nada.
En la dinámica de identificación del ídolo, el hombre elige lo que mis estima, o mejor todavía, lo que le causa más impresión. Podrá identifi¬car lo divino incluso con un principio racial: ¡la identificación del sentido de la historia con la pureza de la raza alemana, según el mito nazi, es un ejemplo de este estadio «bárbaro» en pleno siglo veinte!
Don Gnocchi, apenas vuelto de la ensenada del Don, contaba a un gru¬po de amigos que una vez, durante la retirada, había entrado en un barracón de oficiales alemanes muy jóvenes. Él llevaba la cruz negra de capellán militar. Le ridiculizaron y después empezaron a discutir rabiosamente. En un momento determinado uno de ellos se puso en pie y tendiendo el brazo hacia la foto de Hitler, que estaba colgada en la pared, dijo: «Ese es nuestro Cristo». Era cierto: aquél era su Cristo.
De igual modo los marxistas cohe¬rentes tienen su Cristo en el proleta¬riado, de cuyo dinamismo el jefe del partido es la expresión suprema.
Porque el hombre no puede evitar esta alternativa: o es esclavo de hom¬bres o es sujeto dependiente de Dios.
Es realmente una presión barbari¬zante: la violen¬cia de las fuer¬zas sociales, una vez que se las reconoce como portadoras del significado últi¬mo. es siempre justa, por lo que si se mata en nombre de ellas está bien (véase la tragedia del Vietnam y de Camboya). Así, lo que hacen los propios aliados es democracia; si lo hacen los otros es delito.
Por último observemos que, desde que el hombre es hom¬bre, y mucho más en la medi¬da en que madu¬ra en la historia, tiende a identifi¬car a su dios, es decir, el signifi¬cado del mundo, con una u otra flexión del pro¬pio yo.
Ya he indicado que en nuestra inquietud todo este juego, el juego del ídolo, se repite contradiciéndose cien veces al día. ¡El ídolo jamás engendra unidad y totalidad sin olvi¬dar o renegar de algo!
Conclusión
El mundo es un signo. La realidad reclama a otra Realidad. La razón, para ser fiel a su naturaleza y a este reclamo, está obligada a admitir la existencia de otra cosa distinta, que subyace en todo y que lo explica todo.
Pero si bien por naturaleza el hom¬bre intuye el Más Allá, por su condi¬ción existencial no permanece, cae. La intuición es como un impulso que se debilita. Como por una fuerza de gra¬vedad triste y maligna. Ulises y sus compañeros fueron unos locos, no porque traspasaron las columnas de
Hércules, sino porque pretendieron identificar el significado, es decir pasar el océano, con los mismos medios con que navegaban por las costas «mensurables» del Mare Nostrum.
La realidad es un signo y despierta el sentido religioso. Pero es una suge¬rencia que se interpreta mal; mal, es decir, prematuramente, impaciente¬mente. La intuición de la relación con el misterio se corrompe al convertirse en presunción.
Por esto Santo Tomás de Aquino dice al comienzo de su Summa Theologiae:
«La verdad que la razón puede alcanzar sobre Dios, de hecho, sólo sería alcanzable por un pequeño número y después de mucho tiempo y no sin mezcla de errores. Por otra par¬te, del conocimiento de esta verdad depende toda la salvación del ser humano, puesto que la salvación está en Dios. Para hacer esta salvación más universal y más segura, ha sido nece¬sario enseñar a los hombres la verdad divina con una revelación divina».
Es la descripción más sintética de la situación existencial en que vive el sentido religioso de la humanidad.
Por eso el genio religioso humano ha expresado de tantas maneras la nos¬talgia de una liberación de este cauti¬verio inextricable de la impotencia y del error.
Quizá la más potente es la que se encuentra en el Fedón de Platón:
«Me parece a mí, oh Sócrates, y quizá también a ti, que la verdad segu¬ra en estas cosas no se puede alcanzar de algún modo en la vida presente, o al menos con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estu¬diar con todo respeto las cosas que se han dicho al respecto, o dejar las investigaciones antes de haberlo investigado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o llegar a conocer¬las, o, si esto no se consigue, agarrar-se al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y con éste, como en una barca, intentar la trave¬sía del piélago. A menos que no se pueda con más comodidad y menor peligro hacer el paso con algún trans¬porte más sólido, es decir, con la ayu¬da de la palabra revelada de un dios».