Homilía del cardenal Rouco Varela en el VIII Aniversario de la muerte de Mons. Luigi Giussani y XXXI aniversario del Reconocimiento Pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación

Antonio María Rouco Varela


Queridos señor Vicario, sacerdotes concelebrantes, responsable de la Fraternidad de Comunión y Liberación en España, queridos universitarios, queridos hermanos y hermanas en el Señor.

Un año más, el octavo después del fallecimiento de don Giussani, fundador del movimiento y de la fraternidad de Comunión y Liberación, y 31 años después del reconocimiento pontificio de la Fraternidad, en su realidad de Madrid, os reunís de nuevo para dar gracias al Señor con la celebración de la Eucaristía; en un día de Cuaresma, y en unos días donde la Iglesia vive el acontecimiento de la renuncia del Santo Padre al oficio de sucesor de Pedro, que se hará efectiva el día 28 de febrero a las ocho de la tarde; y también la esperanza y la espera de un nuevo sucesor de Pedro forma parte de la experiencia viva de estos días. Uno y otro hecho sólo se entienden y se comprenden a la luz de la fe y como una razón para la esperanza, y que exigen de la comunidad creyente que forma la Iglesia una respuesta de oración como la que el Señor enseñaba a sus discípulos, tal como lo hemos escuchado en la lectura del Evangelio de san Marcos de esta noche: “Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”.

La oración es la compañera viviente del ser cristiano y de la experiencia cristiana. Santa Teresa de Jesús dice, en su “Libro de la Vida”, que el que no sabe orar no es cristiano, y sólo ora bien el que conoce a Cristo; y que la perfección en el camino de la vida cristina siempre tiene que ser una perfección en la experiencia de la oración. Más aún cuando la vida del hombre, la vida personal, la vida de la familia humana es una vida que está situada en la Historia, entre el presente y el futuro; mejor dicho, entre el pasado y el futuro, y en un presente, en medio, que fluye constantemente, que desaparece en el río de la Historia. La vida es un flujo, es fluir en la Historia y, por lo tanto, es una vida que hay que proyectar, desarrollar, una y otra vez, y que necesita ser sostenida por la esperanza.

Sé que la palabra promesa, la palabra espera y la palabra esperanza han jugado un papel importante en estos meses de reflexión y de camino de la Fraternidad, a la luz de los Ejercicios, que habéis vivido estas semanas pasadas y que marcan esa característica fundamental del ser del hombre, que, por un lado, es ser –es persona desde el punto de vista humano, un ser personal, que no se diluye, no se pierde, no se interrumpe, no se corrompe–, y que, además, tiene ontológicamente realidad, que no es solo la física, ni siquiera la biológica o la psicológica, sino que es una realidad profundamente espiritual. Por lo tanto, está vinculado a Dios, el Ser por excelencia, el Ser por esencia, de una forma profunda, profundamente real y profundamente existencial. El hombre puede captarlo o dejar de hacerlo, vivirlo o ignorarlo, pero su realidad es ésa, su realidad más profunda y que condiciona toda su vida. Y esta vinculación del hombre a Dios explica después cómo hay que vivir la Historia, el presente, el pasado y, sobre todo, el futuro. Y eso le permite, en el fondo de su realidad de hombre, comprender lo que es esperar, lo que es esperanza y lo que es promesa desde el punto de vista de nuestra experiencia cristiana.

El hombre no es ya fruto de una promesa, es fruto de un don, el don de la Creación, más precisamente, el don de la Redención. Y en el don de la Redención es precisamente donde la promesa se hace presente en la vida del hombre. Un ser humano, en su persona, en su historia personal, individual, y en su historia colectiva –usemos la palabra, aunque el adjetivo trae reminiscencias no muy agradables–, que vive su vida, que vive lo que es, de cara al futuro, haciéndose, necesita la esperanza, y necesita que esa esperanza tenga profundamente una promesa. Una promesa no vacía, no metafórica, no proyectada hacia un futuro que no se sabe si terminará, sino una promesa que responde a un futuro cierto.

Esa experiencia la podemos ver y oír, incluso meditar, en el ejemplo de la reina Ester de la primera lectura de hoy. Ella, con su posición de reina preferida, después de una aventura original, preferida a la otra que se había opuesto a la voluntad del rey, que ve que su pueblo está amenazado de muerte y que sólo ella puede ser la defensa de ese pueblo y, por lo tanto, constituir para ese pueblo un fundamento de esperanza real, ella, una mujer reina, sí, experimenta sin embargo que es muy débil, muy frágil, que se siente muy insegura de lo que podría lograr, de los recursos de que podía disponer al servicio de esa finalidad de salvar a su pueblo: la belleza, el atractivo, la fascinación del rey, el efecto que él podía sentir para con ella y ella para con él; todo era una realidad incierta, insegura, no estaba en sus manos asegurar el éxito. Y pide entonces la oración; pide la oración de su pueblo, se prepara con la penitencia, que le afecta incluso físicamente en esos momentos en la antesala del encuentro con el rey, en el cual ella esperaba salvar a su pueblo, o ayudar a que se salvase su pueblo. Pero la esperanza la ponía Dios, el Dios de Israel, el Dios que había liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto, que le había llevado a través de la aventura por un desierto tremendo y que le había señalado una promesa de muchos bienes, expresados de una manera muy material, muy de la vida corriente, de la vida ordinaria, pero con un fuerte simbolismo que iba más allá de lo temporal y de lo histórico. De ese Dios esperaba ella la salvación, y la obtuvo. La victoria la consiguió la relación orante y humilde de petición, de apertura del corazón, de subordinar los bienes y los aspectos más materiales de la vida y de la existencia del hombre al sí a Dios y a la humilde posición de un hombre que reconoce que él es fruto de un don y que su futuro depende de la realización de promesas, y no de promesas humanas, sino de promesas divinas.

Esa historia modélica nos sirve para comprender lo que fue la relación del hombre con Dios en un capítulo fundamental y decisivo de la historia de la Humanidad y de la historia de la salvación del hombre, pero no lo explica todo. Quedaba todavía la muerte por vencer, y hacía falta una fuerza que superase todas las amenazas que el hombre sufre, y que superase al gran amenazador del hombre, príncipe de este mundo, que es Satanás. La esperanza se vivía entonces en una situación de lucha, de batalla, de combate. El hombre espera y, en su esperanza de conseguir la felicidad y la vida, se siente atacado por los enemigos de Dios, por el Enemigo de Dios. Esa batalla no estaba ganada, ni la promesa que Dios había hecho al hombre estaba todavía cumplida, una promesa eficaz, que diera un fruto seguro, infalible. Para ello, tenía que venir el Señor, tenía que venir Dios, para bajar y ponerse al lado del hombre, orando con él, rezando con él, y enseñándole a orar.

La institución o enseñanza del Padre Nuestro –lo explica muy bien Benedicto XVI en el primer volumen de “Jesús de Nazaret”– no se limita sólo a una especie de lección pedagógica de Jesús a sus discípulos, para enseñarles a orar, sino que es su misma oración, constituye el alma misma de su forma y modo de ponerse al lado del hombre para salvarlo, para cumplir la promesa. Primero, para que vean que la promesa es cierta, inconmovible, infalible, y para que, después, puedan saber cómo se alcanza esa promesa: rezando “Padre Nuestro, que estás en el cielo…”

Desde ese momento en que el Hijo de Dios se hace carne, habita entre nosotros, muere en la cruz y resucita, la promesa no es vaga, no es incierta, no es insegura. Es segura, cierta. El hombre necesita vivirla en su hacerse personal de todos los días, y en el hacerse social o relacional también de todos los días. Y sólo puede vivirse en la Iglesia. En la Iglesia es donde el hombre se convierte en el orante que consigue certeza y seguridad del don de la vida y del don de la gracia, en comunión con ese Hijo que nos ha dado la promesa y nos la ha asegurado yendo Él por delante, iluminando el futuro de una forma definitiva, sí, pero no de tal modo que todos los entresijos y avatares de la Historia que han venido después de Él, para toda la Iglesia y con la Iglesia, quedasen despejados. La promesa está asegurada, pero hay que alcanzarla, hay que vivirla y cumplirla de algún modo por parte nuestra. La cumple el que la da, pero la cumple el que la recibe; la cumple El que nos espera y la cumple el que la vive con esperanza a la luz de la fe.

Estamos teniendo esta celebración en medio de los acontecimientos que está viviendo la Iglesia en este momento, en un año que Benedicto XVI quiso que fuese un Año de la Fe, y, por lo tanto, un año donde la palabra y el lema “nueva evangelización” adquiere todo su sentido. Se evangeliza transmitiendo la fe, de forma tal que permita, a su luz, conocer la promesa, conocer su certeza y conocer el camino para alcanzarla y cumplirla.

La fe es también un don. Pertenece a eso que llamamos don de la Redención, el don de la Salvación, que va más allá del don de la Creación. Para saber orar y para saber pedir, para orar y pedir personalmente y en comunión con la Iglesia, se necesita la luz de la fe, es decir, se necesita conocer que, en el fondo, nuestro ser –ese ser que es más que materia, que es más que psicología, que es espíritu, que es permanente, que está llamado a la inmortalidad– viene de un Padre, y está transmitido, y asegurado, y redimido y salvado por un Hijo que se hizo hombre. Y que, después, en la Historia, se convierte en el don del Espíritu Santo. De forma que lo que conocemos a la luz de la palabra de Él, de su revelación, de su manifestación y de una promesa abierta que se nos da y se manifiesta en la Historia, nos permite esperar, vivir el futuro con esperanza, con serenidad y con alegría, y sobre todo nos permite vivirlo con el amor que viene del don Espíritu Santo. En definitiva, el éxito de la esperanza depende de la fidelidad al amor que se nos ha dado, de la apertura del corazón al Espíritu del Señor y a la forma de vivirlo, que es la de la cruz y la entrega sin límites.

Vamos a pedir en esta celebración de la Eucaristía también por la Iglesia y por el Papa, y por el Papa que va a venir, y vamos a recordar la lección de actualidad, de configuración o de comprensión del presente de una hora histórica de la Humanidad, donde, si ha faltado algo, son certezas de vida, esperanzas, horizontes de futuro. No sólo ahora, en esta crisis que estamos atravesando, sino en toda la modernidad y postmodernidad, una época donde las batallas por la verdad de la fe, por la certeza de la esperanza y por la fuerza y vibración del amor son más fuertes que en otras épocas, incluso después de Cristo. Desde luego, la nuestra no es una en la que esta batalla no sea fuerte y haya llegado ya a lo más hondo del configurarse de la sociedad, incluso organizada como comunidad política, y donde no haya tocado fortísimamente a las nuevas generaciones, a los hijos de nuestros hijos, a los hijos del hombre y a los hijos de Dios. La forma y modo de comprenderlo por parte del fundador de Comunión y Liberación tiene mucho que ver con la posibilidad de comprender que hay una promesa que no falla, y que hay un camino para la esperanza que puede ser el nuestro y debe ser el nuestro.

Pidamos la intercesión de la Virgen Santísima, a quien la Iglesia la llama de muchas formas y uno de cuyos títulos más recientes y más nuevos es el de “Estrella de la Evangelización”, que es una frase de Pablo VI, pero recordemos también que se la ha invocado siempre como Spes Nostra Salve, Esperanza Nuestra, que dio motivo piadoso, de vida y de experiencia espiritual, y de fe, a una de las oraciones marianas más hermosas y más antiguas: la Salve (dicen que nació en torno a Santiago de Compostela; se non é vero, suena bien). Pues a esa Virgen, que es la Madre de la Esperanza, le pedimos que nos ayude a vivir este momento de la Iglesia, el momento también de la Fraternidad y de nuestra propia vida, sobre todo en el caso de los muchos jóvenes que hay aquí, con una esperanza que es invencible y no nos defraudará.

Que así sea.