Homilía de Mons. Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, en la Eucaristía en memoria de Mons. Giussani
Querido responsable de Comunión y Liberación, don Ignacio; Ilustrísimo y Magnífico Señor rector de la Universidad eclesiástica de San Dámaso; queridos vicarios episcopales; queridos hermanos sacerdotes, diaconía del movimiento; hermanos y hermanas todos en Nuestro Señor Jesucristo:
Hoy, en torno a Nuestro Señor, nos reúnen dos acontecimientos importantes, como se nos acaba de decir hace un instante por parte del responsable: el décimo aniversario del fallecimiento de don Luigi y el 33º aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Es una gracia el poder hacerlo aquí en nuestra Catedral. Durante seis años, yo he podido vivir el aniversario del fallecimiento del fundador en Valencia; lo vivía con los que allí están de este movimiento en la Capilla del Arzobispado, donde celebrábamos más o menos a estas horas la Eucaristía.
Quiero dar gracias al Señor por haber conocido el movimiento y a su Fundador, fundamentalmente en mi estancia en Valencia. Ahora os tendré que conocer mucho más, porque sois muchos más los que aquí estáis presentes de este movimiento, de esta fraternidad. Le doy gracias al Señor porque en este día nos regala a todos nosotros esta Palabra que acabamos de proclamar. Una Palabra que siempre, estoy seguro de que no solamente hoy, nos ayuda a recordar a aquel a quien el Señor entregó este carisma y este don y riqueza de la Iglesia que vosotros hacéis presentes, sino que nos recuerda también lo que está realizando y trabajando el movimiento en tantas partes de nuestro mundo. “Mantened la lozanía del carisma, respetando siempre esa libertad de las personas, buscando siempre la comunión”, nos decía el Papa en la conclusión del tercer Encuentro Mundial de Movimientos Eclesiales y Nuevas Comunidades. Ante todo, decía el Santo Padre, es necesario siempre preservar la lozanía del carisma, que no se arrugue, que mantenga su riqueza, que mantenga esa novedad, esa fuerza que tiene siempre cuando se vive desde la raíz, desde la fuerza con que el Señor la hizo presente en nuestro mundo. Que sepamos siempre acoger y acompañar a los hombres en todas las circunstancias en las que vivan, en nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que nos acaba de decir el Evangelio que acabamos de proclamar. Os digo tres expresiones que nos ayudan a todos, a mantener esa lozanía, esa fuerza y ese vigor con que nace este carisma y este regalo que el Señor hizo a la Iglesia, y que hacéis presente vosotros también, con esa manera de acompañar y acoger a todos los hombres. Nos lo ha dicho el Señor de tres modos en el Evangelio que hoy hemos proclamado.
En primer lugar, habéis escuchado cómo Dios siempre está presente en la realidad y en la vida de los hombres. Siempre. Tienen una fuerza especial estas palabras de Jesús que acabamos de escuchar y que acabamos todos nosotros de proclamar y de acoger en nuestro corazón. Jesús marcha a una región y procura pasar desapercibido, pero la presencia de Dios siempre se nota y siempre nos sorprende. Jesucristo siempre nos sorprende. Y los hombres y las mujeres de Dios siempre sorprenden. Cuando se vive esa comunión fuerte con Nuestro Señor Jesucristo, siempre, siempre, sorprende a quienes nos rodean. Como sorprendió Jesús, aun metido en aquella casa, con aquella mujer que tenía una hija poseída por el espíritu inmundo. Y siempre sorprende para bien. Dejémonos sorprender por Nuestro Señor Jesucristo siempre.
Estoy seguro de que hoy, en este momento en que aquí, nos está reuniendo la celebración del décimo aniversario del fallecimiento de quien el Señor eligió para fundar Comunión y Liberación, y también este 33º aniversario del reconocimiento de la Fraternidad de Comunión y Liberación, estoy seguro de que Nuestro Señor nos ha sorprendido a los que estamos aquí. Nos encuentra, se hace presente. Porque Dios siempre, siempre, está en la vida, en la historia de los hombres, no se aparta de la misma. Ese empeño que a menudo tenemos los hombres de querer sacar a Dios de la realidad, de la historia y de la vida de los hombres, es un empeño absurdo. Porque Él, precisamente es el que hace posible que todo exista, como lo acabamos de escuchar en la primera lectura. Dejémonos sorprender por Jesucristo y hagamos posible que nuestra vida, también en medio de este mundo, sea una sorpresa de Dios que hace a cada uno de los que nos encontremos en nuestro camino.
En segundo lugar, habéis escuchado cómo Dios está con todos los hombres. No elige a un grupo determinado, quiere llegar a todos los hombres. Quiere establecer amistad con todos los hombres. Se hace presente, quiere hacerse presente en la realidad de todos. Y lo mismo que Él nos cuenta y nos dice el Evangelio que iba por los caminos de su tierra anunciando la buena noticia que era Él mismo, del mismo modo, nos pide a la Iglesia que salgamos en búsqueda de todos los hombres. Nadie está marginado de nuestra vida, nadie está excluido, porque nadie está excluido de este deseo de Dios, que se nos manifiesta y se nos revela en Jesucristo, de llegar al corazón de todos para cambiarlo y hacerlo con las medidas de Dios. Lo habéis escuchado: la mujer era griega, una fenicia de Siria. El Señor se acerca a ella. Esa manera de decirnos el Santo Padre, el Papa Francisco, que la Iglesia tiene que salir a todas las realidades en las que vivan los hombres, a todos los corazones, es el empeño que al fin y al cabo tuvo Nuestro Señor Jesucristo en el inicio mismo de la Iglesia, cuando, despidiéndose de los discípulos primeros, les dice a ellos y en ellos a nosotros: “Id por el mundo y anunciad el Evangelio”. Dios en la realidad de nuestra vida personal e histórica nos sorprende. Dios queriéndose acercar a todos los hombres. Y se acerca. Va a todos. Es padre de todos. Nos ha manifestado la ternura de Dios en el rostro de Nuestro Señor Jesucristo y nos impulsa a los discípulos, a los que hemos sido llamados a la pertenencia eclesial, a hacer lo mismo que hizo el Señor.
En tercer lugar, no solamente Dios está en la realidad, en todas las realidades. No solamente quiere acercarse a todos los hombres, sino que además Dios viene a curar, viene a sanar. Lo habéis visto en este milagro que realiza en la hija de esa madre que va en búsqueda de Jesús y le ruega que eche al demonio de su hija, que la tenía atada, la tenía fuera de sí. Veis lo que dijo el Señor: “Anda, vete por eso que has dicho”. Tienes fe, porque crees en un Dios que sabes que cuenta con todos los hombres, que no es de un grupo determinado. “Tú eres fenicia, tu hija está curada. El demonio ha salido de ella. Vete por eso que has dicho”.
Hermanos y hermanas, el Señor quiere que nosotros también paseemos por este mundo y por esta tierra curando, sanando heridas, cicatrizándolas, haciendo posible que este mundo y todos los hombres que habitamos en él, sintamos que somos una familia, descubramos aquello que nos dice el Señor en el Padre Nuestro, que somos hijos, y por ser hijos somos hermanos. Y eso no se puede hacer excluyendo. Se puede hacer solamente haciendo esa cultura que comenzó Nuestro Señor Jesucristo, “la del encuentro”, que Él quiso realizar con todos los hombres. Ha sido una gracia para nosotros este día, al reunirnos aquí a celebrar la Eucaristía. Ha sido una gracia el poder recibir esta Palabra que es la que la Iglesia entrega hoy en esa lectura continua en nombre de Jesucristo a todos los hombres. Es que hoy nos la entrega a nosotros, os la entrega a vosotros, miembros vivos de la Iglesia, hombres y mujeres de Comunión y Liberación. Y nos la entrega para que hagamos verdad esto que nos ha dicho el Señor, como Iglesia, como cuerpo del Señor que camina por la historia y se hace presente en todas las realidades de los hombres.
Él quiere que nosotros hagamos visible que Él es realidad. Es más, que sin Él la realidad se distorsiona, se estropea. También lo habéis visto en la primera lectura. El hombre y la mujer vivían a gusto, felices. Él quiere, como nos ha dicho el Evangelio, llegar a todos los hombres. Hagamos esto. No hagamos grupos estufa, que nos damos nosotros calor, estamos a gusto entre nosotros. Pero nuestra referencia son todos los hombres. Es más, son aquellos que más lejos están de Dios. A ellos tenemos que llegar. Seamos capaces siempre de curar, como lo hace el Señor. Por eso Él, se hace presente aquí, en este altar, en medio de nosotros, en el misterio de la Eucaristía. Él nos cura, Él nos hace vivir, con su fuerza, con su amor, con su gracia. Entreguemos esta vida que recibimos. Que sintamos en nuestra vida aquella expresión de san Agustín: de lo que coméis, tenéis que entregar. Si nos alimentamos de Jesucristo, demos a Jesucristo. Que así lo hagamos, queridos hermanos y hermanas. Que el Señor os bendiga siempre, os guarde y os haga sentir y descubrir lo que hace un momento yo os decía al comenzar esta celebración: es necesario descubrir la lozanía que tiene que para todos nosotros este carisma, y vivirlo, y hacerlo vida; es necesario que todos nosotros hagamos posible que este carisma sea un proyecto vivo para todos los hombres, que acompañemos y acojamos a los hombres. Y que este carisma para nosotros sea esa riqueza que Dios nos da para que nunca olvidemos que el bien más valioso de nuestra vida es haber conocido a Jesucristo, y haber sido llamados a la pertenencia eclesial para anunciar al Señor en medio de esta historia, unidos a todos los miembros de la Iglesia.
Amén.