Homilía de Mons. Alfonso Carrasco en el aniversario de la muerte de don Giussani
Celebrar el cuarto aniversario de la muerte de don Giussani es, sin duda, una ocasión de gran alegría, una fiesta. Toda celebración de la Eucaristía es una acción de gracias, es decir, una fiesta. Y más en los domingos, en que se recuerda la Resurrección. Si además la ocasión nos la acerca tan próximamente a nuestra vida, pues más. Yo considero una gracia de Dios poder estar celebrando esta Santa Misa aquí juntos. La figura de don Giussani nos permite comprender lo que escuchábamos ahora en las lecturas de esta Santa Misa. Oímos al principio decir a Dios: «Yo estuve preparando cosas buenas para vosotros –ríos en el yermo, ciudades reconstruidas–, pero vosotros no os dabais mucha cuenta; yo lo hice todo antes; he trabajado, he perdonado, no me he dejado vencer por vuestros pecados, os he venido al encuentro». Luego oímos cómo lo realizó, cómo Jesús lo realizó. En el evangelio de hoy todo estaba dicho para que supiésemos que Él, el Hijo del hombre, tiene poder para perdonar los pecados, y que ha venido a perdonar nuestros pecados. Vemos que Él nos ha amado cuando éramos pecadores, y no ha esperado a que cambiáramos para venir a este mundo. Lo vemos en la última cena, que hoy celebramos de nuevo en la Eucaristía: aquella noche no dudó en lavarnos los pies, se puso a lavarnos los pies a nosotros que lo necesitábamos. Es un signo de la misericordia inmensa que nos precede y de la que –como dice la primera lectura– no nos dábamos demasiada cuenta. Don Giussani, de alguna manera, es un testigo de esta misericordia. Un testigo que el Señor se ha buscado, que Él ha hecho posible en medio de la historia para que sepamos de esta inmensa misericordia de Dios y la veamos a la obra. Don Giussani tenía en los labios con mucha frecuencia el nombre de Jesús y nos enseñaba a cantar en latín, en italiano, en francés… cantos que de muchas maneras recordaban quién es Jesús, quién es Su madre, cómo se había manifestado esa misericordia inmensa. Nos enseñó a rezar el Angelus y a pedir constantemente que viniese el Espíritu de Dios a renovar nuestras vidas a través de aquella por la cual había nacido la humanidad del Hijo de Dios, la Virgen, ungida y llena del Espíritu Santo. De muchas maneras don Giussani nos ha hablado de Jesús y así vemos que fue verdaderamente un testigo. No remitía a sí mismo, remitía a Jesús. Y esto es lo propio de un carisma, pues tampoco el Espíritu –que es quien da los carismas– habla de sí mismo, sino que habla de Aquel a quien ama, de Aquel en quien espera, es decir, de Jesús. La grandeza de don Giussani fue un eco de la grandeza de Jesús y, sin lugar a dudas, nos debe hacer pensar a todos qué grande es Cristo, qué grande es el Acontecimiento del que venimos, cuya manifestación en la historia es tan imponente, tan bella y al mismo tiempo tan sencilla y tan humana. La grandeza de don Giussani fue profundísimamente humana. Todos sabemos, en el fondo, que quizá fue su capacidad de saber mirarnos con unos ojos de misericordia, que reconocimos verdaderos y en los cuales poco a poco aprendimos a ver la mirada misericordiosa del Señor, la característica que más impactaba a primera vista. Esto y la profunda inteligencia de lo humano, la profunda humanidad, ambas iban unidas. Nadie llega a una profunda inteligencia de lo humano sin amarlo y nadie ama de verdad a los hombres si no lleva dentro una semilla, una gracia, un don que viene del Señor. De hecho el mandamiento del Señor ha sido «amaos los unos a los otros» y luego «como yo os he amado». Y es que amar así al hombre, amarlo y mirarlo así, cuidarlo como quien cuida a un niño, entenderlo, saber mostrarle los pasos, atender a todas sus necesidades, sólo lo hace quien lo ama mucho. Este eco del amor del Señor es lo que yo creo que hemos encontrado en don Giussani y podemos admirar la bondad de lo que él significó por sus frutos. Y sus frutos somos nosotros y otras muchas personas. Son frutos singulares y extraordinarios, desproporcionados a la fuerza de ningún hombre. ¿Quién puede generar un pueblo? ¿Quién puede hacer que su mirada, su trabajo y su dedicación personal reúna a miles y miles de personas? Y las reúna porque les toca el corazón, porque sirve de cauce para que el Señor nos toque el corazón y nos renueve. Eso verdaderamente supera las capacidades de cualquiera y nos muestra que don Giussani era realmente testigo, o sea, que hacía presente a Otro, que remitía y servía al Señor de corazón. Y, ya que servía al Señor, nos amaba a nosotros, amaba a sus hermanos que casi llegaban a ser como sus hijos. Por ello, este es un día de fiesta. Saber que existe en el mundo este principio de vida, saber que existe el Señor es, por supuesto, motivo de fiesta. Es una razón de gran fiesta y de gran alegría pensar que existen los suyos, que existen sus discípulos, que existen testigos suyos verdaderos que hacen realidad lo que Él mismo dijo en el evangelio: «Os admiráis de lo que hago, pero no os preocupéis, vosotros haréis cosas más grandes». El Señor lo sabía y lo veía. Nosotros no sabemos bien a qué se refiere cuando habla de “obras grandes”, pero generar un pueblo que se extienda por el mundo entero lo es. Estas obras son dones del Señor. Por tanto, alegrémonos de que el Señor haga grandes a los hombres, haga grande a don Giussani, de que don Giussani exista, haya existido y exista, y alegrémonos porque su presencia es buena, es misericordiosa y nos manifiesta cuál es la forma verdadera con la que Dios mira y con la que Dios quiere que los hombres lleguen a ser hijos suyos.