Feliz año nuevo
El 24 de diciembre de 1996 el diario italiano Il Giornale publicó una intervención de don Giussani, que os proponemos para felicitaros estas santas fiestas
Hay un anuncio que recorre la historia y que durará hasta el final de los tiempos. Es el eco de un acontecimiento, de un hecho tan original que, para los que se vieron involucrados en él desde entonces hasta hoy, significa “Dios hecho hombre”. La Navidad es el anuncio del acontecimiento más impensable, más aparentemente irracional, más contradictorio que la historia haya conocido. Si Dios, es decir, el Misterio solícito y amoroso, crea con sus manos los rasgos de su pequeña criatura, ¿por qué este mismo Dios no puede – como su método constante indica – establecer con el hombre una relación familiar? De tal manera que este pueda conocerle sobre todo mediante la atención a esa presencia familiar más que mediante el esforzado abordaje de una realidad enigmática y lejana. ¿Por qué no podría ser así?
Para nosotros, los cristianos, el misterio procura darse a conocer a la criatura que Él ha dotado de conciencia, de autoconciencia, de razón y de corazón, mediante un método en primer lugar familiar: la presencia de un niño, Jesús de Nazaret, nacido del seno de una joven mujer, María. Pero el verdadero problema es cómo permanece en la historia este acontecimiento. El problema del vivir es la relación, el nexo entre el instante efímero y su cumplimiento eterno. El instante humano, en efecto, goza de una densidad tal que no se puede comparar con ninguna otra cosa. El problema por excelencia es cómo ese acontecimiento “sigue ocurriendo” en el tiempo. Si un acontecimiento no permanece en el tiempo, deja de ser un acontecimiento y se convierte en un recuerdo. Y toda la lección que hemos aprendido de Charles Pèguy acerca de lo que significa la palabra “acontecimiento” consiste en indicar el fenómeno donde emerge algo nuevo. Sin acontecimiento, no hay novedad.
¿Qué nexo tiene todo esto con el mundo de hoy? El principal influjo de una conciencia cristiana, de un temple cristiano, de una mentalidad cristiana sobre la realidad que le rodea – familia, amigos, lugar de trabajo, barrio, ámbito social – es el cariz festivo de algo que de otro modo sería repugnante o lacrimoso. ¿Qué puede convertir en festiva, o gozosa, incluso la situación más amarga – y cada cual puede ver en este instante al padre Kolbe bajar al pozo oscuro en el campo de concentración donde moriría con los demás, ofreciéndose libremente a cambio de aquel padre de familia –? ¡Ese Acontecimiento que entró en la historia y se hizo compañía permanente! El permanecer hasta el fin del mundo de ese Acontecimiento es la existencia de la Iglesia. Por ello el tiempo es festivo: porque la esperanza penetra en cualquier situación y atraviesa cualquier circunstancia. Sólo en la esperanza, sólo cuando el amor se puede experimentar como una realidad tangible, pura, encaminada hacia la gratuidad, la caridad, que es un ideal infinito, sólo en el amor – que ese Acontecimiento protege y acrecienta en el corazón de cada uno – la esperanza se convierte en una virtud irrefrenable, invencible. Come bien escribe Pèguy: de las tres virtudes, la más pequeña e indefensa es la esperanza, pero la más grande y la más importante es precisamente ella, la esperanza. Sin esperanza, la única perspectiva desesperanzada sería la de Giosuè Carducci que en su poema Monte Mario imagina al último hombre y a la última mujer «que, de pie, en medio de las ruinas» miran juntos «con los ojos vidriosos» cómo el sol se oculta por última vez «sobre el interminable hielo».
Con la Navidad entra en escena algo absolutamente oculto para todos, es decir, la realidad. La gran Presencia. El presente es la única posibilidad que el hombre tiene para reconocer la verdad, y un factor que de algún modo no estuviera en el presente no existiría: no porque “ya no existe”, sino porque “nunca ha existido”. Es una cuestión de razón. Por lo tanto, paradójicamente, el primer problema que advertimos ante la cultura moderna es que nos sentimos mendigos del concepto de razón, porque es como si se hubiera extraviado totalmente, y entendemos – a la inversa – que la fe necesita que el hombre sea razonable para poder reconocer el Acontecimiento de gracia que es Dios con nosotros.