Esa fuerza regeneradora de la espera que nos hace descubrir lo divino en el hombre
Estimado Director,
Las dificultades que debemos afrontar, ya sean personales (precariedad, pérdida del trabajo, enfermedades, fragilidades humanas, desorientación existencial, el mal cometido o sufrido) o colectivas (crisis económica, malestar social, confusión política, incertidumbre internacional), son tan imponentes que podrían inducir a considerar inevitable la desaparición de toda espera. Sin embargo, nunca como en estas circunstancias resulta evidente la verdad que encierran estas palabras de Dante tan familiares para nosotros: «Ciascun confusamente un bene apprende / nel qual si queti l’animo, e disira: / per che di giugner lui ciascun contende»(Todos intuyen confusamente la existencia de un bien en el cual el alma pueda encontrar satisfacción, y lo desean; por ello, todos luchan para alcanzarlo).
¡Qué leales debemos ser para reconocer esta espera y este deseo de bien! Lo que más dificulta este reconocimiento es el bullicio social que todos contribuimos a generar con nuestra connivencia. En efecto, «todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefable» (Rilke). Cada uno de nosotros sabe hasta qué punto contribuye a esta conspiración.
¿Quién vencerá? ¿La parte de nosotros que espera o la que conspira?
El indicio de una respuesta nos viene de Pavese, que ha percibido como ningún otro la persistencia de esta espera en nosotros: «Qué grande es el pensamiento de que no se nos debe nada. ¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y entonces ¿por qué esperamos?». En efecto, ¿por qué seguimos esperando incluso en las situaciones más desesperadas? ¿Por qué ninguna derrota personal o crisis histórica consigue eliminar de cada fibra de nuestro ser la débil luz, aunque inconsciente, de una espera? Porque esta espera nos constituye en lo más hondo, hasta tal punto que «se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre» (Benedicto XVI). Aunque esté reducido, descuidado o combatido, el corazón no deja de desear.
Con frecuencia, la imposibilidad de quitarnos de encima esta espera puede parecernos una condena. Pero los espíritus más agudos identifican la verdadera condena en otra cosa. En El oficio de vivir, Pavese nos recuerda que «esperar es todavía una ocupación. Lo que es terrible es no esperar nada». Todos sabemos en qué se convierte la vida cuando dejamos de esperar: un aburrimiento que desemboca en la desesperación y el cinismo. Esperar constituye la estructura de nuestro ser. La sustancia de nuestro “yo” es la espera.
Ahora bien, a pesar de esta estructura original nuestra, muchas veces percibimos que nos cuesta esperar. Qué razón tiene Péguy cuando nos recuerda que «para esperar hace falta haber recibido una gran gracia». Pero ¿qué gracia puede estar a la altura del desafío y sostener la esperanza frente a cualquier eventualidad?
El acontecimiento que celebramos en Navidad viene a nuestro encuentro precisamente a este nivel. El anuncio cristiano se dirige al “yo” de cada uno de nosotros, desafiando cualquier escepticismo y desconfianza, como respuesta imprevisible a nuestra herida. Para hacerse respuesta que el hombre pueda experimentar, el Infinito ha asumido una forma finita. En Navidad queda abolida la distancia, de otro modo insalvable, entre lo finito y el Infinito.
En esta perspectiva, tener fe no significa plegarse a una serie de preceptos, estudiar una doctrina o participar en una organización: la fe cristiana es reconocer lo divino presente en lo humano, como hicieron Simón Pedro, la Magdalena, la Samaritana o Zaqueo, impactados por una presencia que despertaba el presentimiento imprevisto de una vida distinta. No eran las piernas enderezadas, la piel restaurada o la vista recuperada lo que les impresionaba. «El mayor milagro era una mirada reveladora de lo humano a la que nadie podía sustraerse» (don Giussani).
La Iglesia celebra la Navidad para que nosotros podamos hacer experiencia de este abrazo que aferra nuestra humanidad, la mía y la tuya, para cumplir la espera que vibra en cada movimiento de nuestro corazón inquieto. Al igual que hace dos mil años, también hoy el significado de la existencia se hace presente a través de una realidad humana que se puede ver y tocar, dentro de un tiempo y de un espacio, que nos alcanza con un acento inconfundible de promesa y de esperanza al que nos podemos ligar, dentro de la vida de la Iglesia.
Esta es la gracia, el nuevo inicio en el mundo, cuyo primer testigo es Benedicto XVI: «Efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, ¡es algo vivo! Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Dios se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es un hombre: esto nos debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo».
Feliz Navidad a todos.