El poder de la palabra
Nada puede resultar tan conmovedor como la historia de Ayaan Hirsi Ali, la muchacha somalí, víctima del ritual salvaje de la ablación del clítoris, y sometida a las condiciones de sumisión femenina, aceptación de la violencia contra el infiel e ignorancia condenatoria de toda expresión cultural que se alzara al margen de la ortodoxia islámica. Esa mujer se ha ganado nuestra admiración, en especial cuando ni siquiera en Occidente ha conseguido escapar a la intolerancia xenófoba, a la miserable conducta a la que nos conduce el miedo –sus vecinos no quisieron vivir con una mujer amenazada de muerte– o a la estrepitosa jactancia de quienes, desde su confortable uso de la libertad, se permiten tratar de «islamófoba» a quien, como ella, denuncia la imposible inserción de una doctrina religiosa en el espacio de la modernidad, a no ser que se someta a una implacable depuración doctrinal. Mario Vargas Llosa, con su serena y rigurosa brillantez, expuso este ejemplo de vida en su artículo «El poder de la blasfemia», publicado en El País el pasado domingo. Lo que nos cuenta este escritor de referencia cívica, además de literaria, debe ayudarnos a cargar humildemente con la parte de vergüenza que nos corresponda por la pasividad de nuestra civilización narcotizada, tan dispuesta a inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos como llena de indolencia, cuando se trata de responder a la tiranía, a la vejación, a la vulneración de derechos sustanciales. Una pasividad que parece ser más digerible cuando se plantea como servidumbre de la correlación de fuerzas geoestratégicas, que cuando se acompaña de esas sebosas adulaciones a la multiculturalidad con que se esconde la falta de principios convertida en mérito de una deforme concepción de la tolerancia.
Respeto y admiración, por consiguiente. Pero evitemos que estos sentimientos lleguen a confundirse con las propuestas de reforma del islam que propone Hirsi Ali en una analogía injusta y arriesgada con la historia del cristianismo. Como se destaca en el propio periódico, para la valiente musulmana, «el cristianismo, antes de la reforma protestante, no era menos sectario, intolerante y brutal [que el islam] y, solo a partir de esta escisión, la religión cristiana inició el proceso que la llevaría a separarse del Estado y a la coexistencia pacífica con otras creencias, gracias a lo cual prosperaron las libertades y los derechos civiles del mundo occidental».
Aquí es donde, más que el «poder de la blasfemia» con la que la joven musulmana asesta sus críticas a un Islam por reformar, deseo usar el poder de la palabra para responderle y responder también a un intelectual tan admirable en cualquiera de los registros literarios con los que se expresa. El poder de la palabra, porque la fe sobre la que se han sostenido veinte siglos de civilización –no solamente los últimos cinco– en ella se ha basado. En el principio fue el Verbo, en efecto, pero en el principio y desarrollo del cristianismo estuvo también la palabra, el mensaje, el evangelio. Antes de que la Iglesia dispusiera de poder alguno, era esa palabra llevada de generación en generación lo que sostenía en pie la fe en un Dios personal, pero también un exigente orden moral basado en el amor a todos los hombres, considerados criaturas hechas a imagen y semejanza de su Hacedor. Ninguna otra doctrina disponía de aquella fuerza espiritual que establece la igualdad y universalidad de las personas. Ninguna otra manifestó, desde su origen, el carácter sagrado de la libertad y de la equivalencia de los hombres. La institucionalización de la Iglesia permitió proteger aquella fe fundacional. Hubo episodios repugnantes de desviación, situaciones odiosas de abuso, violencia y arbitrariedad. Pero lo principal es que, sin la potencia de aquellas palabras pronunciadas por Jesús y custodiadas durante siglos, habría sido imposible que en Occidente residiera la raíz de la modernidad, la cuna de la tolerancia, la fuente de nuestra condición de hombres capaces de decidir nuestro propio destino.
El cristianismo solo pudo ser impulso dado al hombre libre y tolerante porque mantuvo esa actitud desde el instante mismo en que su prédica arrancó en una provincia romana en tiempos de Tiberio. La mantuvo cuando, gracias a intelectuales como san Agustín, de la crisis del Imperio romano se salvaron valores que conservaron las mejores virtudes del pensamiento clásico para empaparlas con el mensaje humanista de Jesús. La mantuvo cuando los siglos que tan precipitadamente se consideran de oscuridad y de intolerancia, fueron también los del prodigioso esfuerzo por mantener los principios de esperanza y de caridad que el cristianismo inspiraba, y que eclesiásticos cultos proporcionaban, como el titánico esfuerzo de santo Tomás por vincular la fe cristiana y un orden social justo en Occidente. La mantuvo, gracias a esa larga tradición de honestidad y de búsqueda permanente de la verdad y de la salvación de los hombres, cuando llegó la crisis del siglo XVI y el catolicismo respondió con singular energía al desafío teológico y moral de la reforma protestante.
Los intelectuales católicos defendieron el libre albedrío frente a quien pretendía imponer la doctrina de la predestinación. Defendieron la prudencia en la lectura de unos textos que, precisamente por respeto al significado difícil de las palabras, habían de preservarse de interpretaciones ligeras. En manos del protestantismo, el libre examen no fue una democratización de la palabra de Dios, sino un reparto de su exégesis entre sectas y pastores, que se apresuraron a establecer su particular versión de la fe cristiana sobre quienes ni siquiera sabían leer. A los intelectuales católicos del Concilio de Trento correspondió, además, proteger una idea del hombre libre y esperanzado que superó la imagen protestante del individuo aterrorizado, cuya salvación no dependía de su conducta sino de una pasiva confianza en la gracia de Dios. ¿Cabe dudar en cuál de estos dos sectores residían la modernidad, la tolerancia, la apertura al mundo, el sentido de comunidad justa, la definición del poder legítimo, la defensa de una fe universal, cuyo carácter histórico había ido forjándose junto al despliegue de la cultura occidental?
Imaginar las asambleas protestantes de los inicios del mundo moderno como un espacio de libertad, tolerancia y civismo, que contrastaban con la penumbra teológica, el hedor de secta y la anacrónica cerrazón de la Iglesia católica, no es sólo un disparate, sino una clara falsificación. Establecer similitudes esenciales entre el islamismo de nuestro tiempo y ese imaginario catolicismo medieval es algo mucho peor. Pone a un mismo nivel la resistencia del radicalismo islámico a la modernidad del siglo XXI y las posiciones del cristianismo que se movía en el mundo anterior al Renacimiento. Nuestra compasión por lo que sucede a personas tan valientes y de tan alto sentido moral como Hirsi Ali no puede alimentarse de ese complejo de inferioridad que atenaza a los católicos, y cuya manifestación más clara es haber cedido a un sociologismo weberiano cuya equiparación entre protestantismo y modernidad ya es insostenible. Nosotros no necesitamos el poder de la blasfemia solo nos hace falta recuperar el poder fundacional de la palabra de Jesús.