El peso del mundo
En Los comulgantes, la película de Ingmar Bergman, un campesino obsesionado con el fin inminente del mundo acude con su mujer a la parroquia buscando ayuda, pero el pastor, que pasa por una profunda crisis espiritual, no sabe consolarle y el campesino termina por quitarse la vida. La película está filmada en plena guerra fría, cuando la posibilidad de una guerra nuclear total que pusiera en peligro la especie humana y al resto de los seres vivos estaba lejos de ser la desesperanzada idea de un relato de anticipación. Y es verdad que nadie piensa hoy que el mundo pueda ser destruido a causa de una explosión nuclear, pero tampoco que hayamos mejorado mucho por esa causa.
La desigualdad entre los seres humanos no ha hecho sino aumentar en estos últimos decenios, y la explotación, la miseria y el sufrimiento de gran parte de la población mundial sigue siendo una de las realidades más incuestionables del nuevo siglo. Tal vez por eso la película de Bergman, cincuenta años después de su realización, sigue conservando toda su fuerza perturbadora. El atribulado campesino de Los comulgantespertenece a ese grupo insustituible de seres humanos que, por su temperamento o las circunstancias que les rodean, no pueden dejar de cargar sobre sus hombros el peso del mundo. Y hablar del peso del mundo es hablar de todo el sufrimiento que hay en él, de todas las injusticias y de todo su dolor.
"No os hagáis ilusiones, dijo Pier Paolo Pasolini en la última entrevista que concedió. Vosotros con vuestras escuelas, vuestra televisión, lo pacato de vuestros periódicos, vosotros sois los grandes conservadores de este orden horrendo basado en la idea de poseer y en la idea de destruir". Pasolini pensaba que el hombre actual se estaba volviendo insensible al sufrimiento de sus semejantes y que, llevado por la fiebre del consumo, había renunciado al sueño de la justicia y la solidaridad. "La tragedia es que ya no hay seres humanos, hay máquinas que chocan entre ellas".
Nunca los hombres y las mujeres han estado más informados acerca de lo que sucede en su mundo, pero ese aumento de información no tiene por qué implicar un aumento de sensibilidad. Estar informado no es lo mismo que ser capaz de transformar en experiencia esa información ni de restaurar el sentido de esa experiencia. Por ejemplo, los datos que constantemente nos ofrecen nuestros gobernantes acerca de la mejora de nuestra economía ¿de verdad hablan de la realidad dolorosa con que nos encontramos cada día en nuestras propias casas o al salir a la calle? Recuerdo haber visitado hace años la Cuba de Fidel. Me sorprendió que la discusión acerca de la sociedad nueva que se pretendía crear hubiera sido sustituida por un baño mareante de cifras. Gramma, el periódico oficial del PPC, era el compendio de todas las cifras posibles: cifras de productividad, de consumo, de récords deportivos, de crecimiento industrial. No cabía hablar del descontento creciente de la gente, de la falta de libertad o de la tiranía oculta de los comités de barrio, porque sólo los números parecían tener la probada capacidad de nombrar con objetividad lo que allí pasaba.
No deja de ser extraño que quienes nos gobiernan hoy en España hayan venido a coincidir en esto con el país que durante tanto tiempo fue el rostro de sus pesadillas. Como en la Cuba de Fidel, solo la ciencia suprema de los números parece tener para ellos la capacidad de nombrar lo que aquí sucede. La política económica de nuestro gobierno actual ha liquidado buena parte de los avances laborales y sociales que tanto trabajo costó conseguir, ha pauperizado las clases medias y bajas, ha incrementado la desigualdad y ha convertido la economía de nuestro país en una sucursal de las grandes empresas financieras. ¿De verdad las optimistas cifras que exhiben en sus ruedas de prensa hablan de lo que está sucediendo en el triste país en que vivimos?
Y no me refiero solo a que eviten hablar en esas ruedas de prensa de los numerosos casos de corrupción que les atenazan, del control creciente a que someten la información, de las leyes abusivas con que tratan de amordazar todo tipo de disidencia o del sabotaje sistemático de lo público, sino a su incapacidad para sentir el peso de todo el dolor y todas las injusticias que padecen aquellos a los que dicen representar. Porque ¿acaso el Partido Popular y Caritas se parecen, como afirma nuestro inefable ministro de Hacienda? Caritas y otras valerosas organizaciones no gubernamentales hacen lo que nuestro gobierno debería hacer y no hace: ocuparse de cosas tan vulgares y poco relevantes para las cifras que manejan como ayudar a los que no tienen para comer ni pueden encender la calefacción de sus casas. Son esas organizaciones cívicas las que nos dicen cómo es realmente este país y nos animan a rebelarnos contra las mentiras de quienes nos gobiernan. Porque el origen de esta crisis no está en un Estado fuera de control como se nos repite una y otra vez, sino en un Sistema Financiero tan insaciable como incontrolable del que muchos de nuestros políticos son interesados lacayos. Esto es lo que se callan.
En un cuento de George MacDonald los gigantes dan su corazón a una nodriza para evitar la responsabilidad de tener que ocuparse de él. ¿Hacemos nosotros lo mismo? Vivimos rodeados de injusticias y abusos, de seres indiferentes y ególatras que solo piensan en enriquecerse y en conservar el poder al precio que sea, y miramos para otro lado como si nada de eso tuviera que ver con nosotros. Incluso llegamos a votarlos cuando llegan las nuevas elecciones, tal vez porque secretamente envidiamos la facilidad con que hacen dinero y todo lo que consiguen con él. No queremos tener corazón, por el compromiso que supone tenerlo.
Antes hablé de aquel campesino de Los comulgantes que agobiado por el peso del mundo termina por suicidarse. ¿Quiere decir esto que cargar ese peso, el del corazón, nos hará necesariamente infelices? Es extraño lo que pasa con nuestro corazón. Representa lo más íntimo y escondido de cada uno, pero también es, paradójicamente, la puerta por la que entra en nosotros el mundo. Por eso siempre ha sido considerado como asiento del amor y de los sentimientos. Así, si hablamos de una persona de corazón todos entenderán que se trata de un ser bondadoso, siempre atento a la presencia y a los requerimientos de los otros, o cuando aseguramos ir con el corazón en la mano lo que queremos es dejar claro que estamos obrando con franqueza, sin disimulo o intenciones ocultas. Tal es el destino de nuestro corazón, ser entregado a los otros.
Albert Camus, en uno de sus textos más hermosos, ve en el reiterado esfuerzo de Sísifo por cargar la roca de su tragedia la imagen del hombre rebelde. Su eterna confrontación con el absurdo, su indestructible vivacidad, es justamente lo que da sentido a su vida. Camus concluye que hay que imaginarse a Sísifo feliz, ya que su lucha es su obra. El mundo nunca ha estado más necesitado de política que ahora, y hablar de política es hacerlo de ese corazón que tenemos que cuidar. Puede que el ser humano no tenga remedio y que siempre vaya a haber injusticias y abusos de todo tipo, pero nuestra misión es rebelarnos contra esa fatalidad. La verdadera política es pedirle a la economía ese corazón hipotecado. Y, tal como nos enseña Albert Camus, hay que imaginarse felices a quienes lo hacen.