Dispuestos a dar razón de nuestra esperanza
Como sucede con cualquier otra circunstancia de la vida, las elecciones administrativas nos han obligado a cada uno a tomar posición y a asumir nuestra responsabilidad. En esta ocasión ha sido especialmente difícil ir más allá de las imágenes y lugares comunes alimentados por el mundo político y la opinión dominante.
Desde el primer momento dijimos: somos cristianos, por tanto, más allá de cualquier cálculo electoral y antes de saber cuál será el resultado final, queremos verificar si la fe tiene algo que decir incluso en esta ocasión –en otras palabras, si tiene incidencia histórica– o si debe renunciar a jugar este partido y resignarse al papel de “cortesana” de los que conquisten el poder o “consoladora” de los derrotados.
Muchos han aceptado este desafío y se han lanzado a verificarlo concretamente, saliendo al encuentro de la gente en los mercados, en las puertas de las iglesias, en las comunidades de vecinos y en los lugares de estudio y de trabajo. ¿Y qué es lo que han visto?
Un deseo de cambio confuso pero muy extendido, y también mucho escepticismo –no sólo respecto de la política–. A veces, una agresividad manifiesta y excesiva. Y, sobre todo, un mar de necesidades y de soledad. Allí donde ha sido posible horadar el muro de los prejuicios y la hostilidad, ¡cuánta humanidad herida y puesta a prueba por la vida ha salido a la luz!, ¡cuánta gente que no esperaba otra cosa que alguien dispuesto a hablar con ella!
Así, estas elecciones se han convertido en la ocasión para escuchar, para darnos cuenta de necesidades y dramas inimaginables, tal vez para tender una mano y ofrecer una ayuda. En ciertos casos ha bastado con intercambiar los teléfonos para reavivar el deseo y la esperanza.
¿Qué ha hecho posible todo esto? No ha sido sin duda la astucia ni la dialéctica política. Hace falta mucho más para romper la costra con la que muchos se cubren para defenderse de una realidad que no les satisface. Ahora bien, frente a una necesidad tan profunda puede volver a nacer la tentación de la utopía: el sueño de que la política –de cualquier color y tendencia– pueda ofrecer una solución mágica que elimine el dolor, el mal y la injusticia, que libere al hombre y lo salve. Sabemos bien, sin embargo, cuánto desilusiona depositar la esperanza en algo inconsistente como las utopías, que la historia desmiente puntualmente. Por eso, nos hemos recordado: «No nos esperemos un milagro, sino un camino». Por ello, hemos compartido con todos la única cosa real que tenemos: una experiencia de novedad humana que es capaz de darnos plenitud y positividad en cualquier circunstancia en que nos encontremos.
Después de estas elecciones, cobran gran actualidad las palabras que don Giussani dirigió a un joven que conoció en la Universidad Católica de Milán a finales de los sesenta, que consideraba que la revolución era el único modo de incidir en la historia:
«Las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen feliz al hombre. La fuerza que construye la historia es un hombre que ha puesto su morada entre nosotros, Jesucristo. Caer en la cuenta de ello impide nuestra distracción, reconocerlo introduce en nuestra vida un acento de felicidad, aunque sea tímido y acompañado por una reticencia inevitable. Al ir profundizando en estas cosas uno empieza a levantarse por la mañana y a sentir que su cuerpo tiene más consistencia, a mirarse en el espejo y percibir que su rostro tiene más consistencia, a sentir que su “yo” tiene más consistencia y su camino entre la gente también, comprende que no depende de las miradas de los demás, sino que es libre, no depende de las reacciones de los demás, sino que es libre, no es víctima de ninguna lógica de poder, sino libre».
Las elecciones nos han provocado a tomar una mayor conciencia de cuáles son «las fuerzas que mueven la historia» y a ser menos ingenuos respecto del poder salvífico de la política. Sólo la fe hace más humana la vida ahora: pone en marcha una vibración ante nuestra necesidad y la de los demás, despierta una pasión por el destino de cada hombre que nos sale al encuentro, hasta abrir una posibilidad de diálogo con personas indiferentes, decepcionadas o enfadadas.
¿Y ahora? No deseamos otra cosa, para nosotros y para todos, que la libertad para construir y compartir nuestra experiencia con cualquiera, empezando por atender a quienes hemos conocido en estos meses y a sus necesidades. ¿Será capaz la política –los que han ganado, pero también los que han perdido– de reconocer esta novedad de vida presente y defenderla como un bien para todos?
Cuando nacimos, sólo le pedimos una cosa a los que entonces estaban en el poder: «Dejadnos desnudos, pero no nos quitéis la libertad de educar». Hoy, como entonces, Comunión y Liberación existe sólo para esto. ¿Pedimos demasiado?