Del Bautismo a la ecumene católica
Hacia el gran JubileoExtractos de la intervención de don Giussani el 28 de octubre sobre «Cómo vivir el Bautismo como fuente de vocación y de misión»
En este momento me viene a la mente el gran acontecimiento del Sínodo sobre los laicos que nos reunió precisamente hace diez años en Roma en tomo al Santo Padre Juan Pablo II. Fuimos convocados por el Vicario de Cristo para una reflexión sobre el hecho que todos tenemos en común: el Bautismo. Las conclusiones de aquella reunión junto a Pedro han sido recogidas en la Exhortación apostólica post-sinodal Christi- fideles laici: «No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene la finalidad de llevarlo a cono-cer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, para que pueda vivir en esta novedad sus tareas según la vocación recibida de Dios» (n.10).
Como digo siempre a mis amigos, el cristianismo es el acontecimiento de una criatura nueva, un hombre que, por una novedad que introduce el Creador en su naturaleza, se convierte en un protagonista nuevo sobre la escena del mundo. De esto nos habla otra vez Juan Pablo II en la Tertio millenio adveniente: con motivo de la fiesta del Gran Jubileo ha invitado a todo el pueblo de los bautizados a un «redescubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana, según las palabras del Apóstol: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gal 3,27)» (n.41). Y el Gran Jubileo será para todos nosotros «memoria del instante en el que el Misterio que hace todas las cosas se hizo carne hace dos mil años en un pueblo perdido de Galilea, en el seno de una joven judía, María de Nazaret» (cf. «Por qué tendrá sentido estar allí en ese momento», Avvenire, 12 de septiembre de 1997). Esta memoria describe toda la existencia del cristiano: es la conciencia del Bautismo que se realiza en una criatura nueva.
Uno de los factores relevantes de todo el problema cristiano —lo fue hace dos mil años y lo es, en los mismos términos, hoy, en el umbral del tercer milenio— es el Aconteci-miento de esta criatura nueva como método misterioso con el que la Encarnación permanece en la historia —veritas Domini manel in aetemum — y de la que habla san Pablo en el texto que acabo de citar. (...)
Jesucristo está presente en la historia, en el espacio y en el tiempo, a través de la unidad de aquellos que El ha escogido, que ha aferrado e incorporado a esta unidad con El mediante el gesto sacramental del Bautismo.
Él está presente aquí y ahora, en nosotros y a través de nosotros, y la primera expresión del cambio con que se documenta Su presencia es que nos reconocemos unidos, que somos una sola cosa. (...)
Por todo esto la Iglesia, la comunidad de los llamados en el acontecimiento del Bautismo, es verdaderamente una morada, un lugar en el que la persona puede educarse en la expe-riencia del hecho decisivo de su propia vida: la pertenencia al Misterio que la ha creado y que continuamente la sostiene, “encamado" en el misterio de Cristo Resucitado; pertenencia al lugar del que el yo obtiene el modo último de percibir y de sentir las cosas, de entenderlas intelectualmente y de juzgarlas, de imaginar, de proyectar, de decidir, de hacer.
Nuestro yo pertenece a este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y de él obtiene el criterio último para juzgar y afrontar todo. Así, nuestro punto de vista está definido en última instancia por la confrontación, y en la confrontación obedece a la Autoridad. La sumisión que experimentamos en la vida de la Iglesia es sumisión al Misterio de Cristo que es presencia y compañía que camina con nosotros. (...)
Sólo la filiación genera novedad en el mundo. El hijo, asimilado a la naturaleza del padre, colabora en la creación de la novedad en el mundo. En esta relación se cumple el aconte-cimiento de la misión: abrazo sin límite a todo y a todos, de forma que se realice el albor de la ecumene católica, es decir, del abrazo cristiano capaz de reconocer y de exaltar todo el bien que hay en todo y en todos los que se encuentra, reconociéndolos como partícipes de un designio que se ha revelado en Cristo y cuyo cumplimiento final comienza en la historia en Su Cuerpo misterioso.
Dar testimonio al mundo de la novedad que es Jesucristo no consiste en un hacer, en un ajetreo, sino en el ser, en el reconocer con gratitud la novedad que ha sucedido en la propia vida con el misterio del Bautismo, es decir, la gracia del ser criatura nueva. La misión es la manifestación de esta novedad en acción, es la epifanía de esta identidad nueva del mundo, el cual espera con impaciencia poder encontrarla.
En su encíclica sobre la misión, Juan Pablo II escribe: «El hombre contemporáneo da más crédito a los testimonios que a los maestros, a la experiencia que a la doctrina, a la vida y a los hechos que a las teorías. El testimonio de la vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión. La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero, de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible una forma nueva de comportarse» (Redemptoris missio, V, 42).
El Misterio del Ser se desarrolla en el tiempo y en el espacio de la existencia humana como manifestación de la gloria humana de Cristo en la historia, para que todos Le vean, viéndoLe puedan reconocerLe y reconociéndoLe den gloria al Padre con la conversión de la vida.