«Cristo me atrae por entero, tal es su hermosura»

La lección de Julián Carrón en los Ejercicios de la Fraternidad de CL de 2007. Rimini, sábado 5 de mayo de 2007
Julián Carrón


«Si no os hacéis como niños, nunca entraréis». Es imposible no conmoverse hasta la médula al escuchar que de esta posición del niño depende todo en la vida, absolutamente todo. Por eso se comprende la conmoción que sentía Jesús mirando a los que tenía delante, con esa capacidad Suya de percibir el drama del hombre, de penetrar en el drama de los que tenía delante. Se comprende lo que sería la vida y la plenitud que podría alcanzar, si Le dejáramos entrar –sería suficiente ser como niños para dejarle entrar– y si entendiéramos que Él llega hasta las lágrimas, no por sentimentalismo, sino por la pasión por aquel que tenía delante, tanto es así que el Evangelio repite casi como un estribillo: «Y tuvo compasión». Compasión. ¡Qué ternura provocaba el hombre en el corazón de Jesús, hasta llegar a conmoverle! ¿Y qué es lo que veía Jesús para conmoverse de ese modo? La necesidad, nuestra necesidad. El hombre coincide con esta necesidad, con esta hambre y esta sed a las que no puede responder solo, a las que ninguno de nosotros puede responder solo. Por eso es normal que cuando una persona encuentra a alguien así, no pueda no sentir inmediatamente que era lo que esperaba, que era a Él, justamente a Él, a quien esperaba.
¿Qué es lo que sorprendemos mirando a Jesús? «Cristo era el único en cuyas palabras se sentía comprendida toda su experiencia, sus necesidades se veían tomadas en serio y sacadas a la luz cuando estaban inconscientes y confusas». Lo que sorprendemos en Jesús es esta mirada llena de simpatía por lo humano, por la felicidad de la persona, por cada uno, con nombre y apellidos.
¡Qué diferencia entre esta mirada y la que nosotros tenemos muchas veces sobre nosotros, de manera que reconocer que estamos necesitados nos parece una debilidad que hay que esconder, esconder incluso a nosotros mismos, casi de la que tener vergüenza, tanto es así que consideramos nuestra condición de estar necesitados, de mendigos, como una etapa que hay que superar; y es como si detrás de esta concepción, de esta mirada sobre nosotros mismos, se escondiera la mentalidad de todos: el sueño no confesado de no estar necesitados, de no tener necesidad, que el ideal sea la autonomía, ser autosuficientes (como todos; ¡nada nuevo!). Se entiende, entonces, por qué nuestro corazón permanece lejano de Cristo. ¡Qué lejanos estamos de Quien nos ha engendrado!
En cambio, el verdadero protagonista de la historia es el mendigo: «Cristo mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo». ¡Qué cambio de nuestra mirada es necesario para lograr mirarnos así! Qué familiaridad, qué convivencia con una mirada distinta se necesita para llegar a mirar nuestra humanidad con la misma simpatía con la que nos hemos sentido mirados siempre por don Giussani.
Yo no quiero ser autosuficiente, yo quiero sentir la urgencia dentro de mi corazón, la necesidad de Cristo hasta llegar al llanto, para abrirme a Él, para experimentar el poder de Su presencia, la plenitud que puede alcanzar la vida cuando, como necesitados, Le dejamos entrar. Hay algo mucho peor que estar necesitados: estar solos con nuestra autosuficiencia. Pensad por un instante si preferís tener necesidad de las personas que amáis, de la compañía de los hijos, de los amigos, o si preferís estar solos.
Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, hemos hecho experiencia de esta mirada, que es lo que nos ha atraído. Pero, ¿qué es lo que ve Jesús en nosotros que nosotros no somos capaces de ver? ¿Qué es lo que percibe Él en nosotros que hace que se conmueva hasta la médula por nosotros? Es aquí donde podemos releer juntos el capítulo que cité ayer, «La concepción que Jesús tiene de la vida», para ayudarnos a entender, a mirar, a identificarnos con esa mirada, para descubrir quiénes somos y para descubrir quién es Cristo, porque en esa mirada es donde mejor se desvela quién es Él y, al mismo tiempo, se nos desvela a nosotros quiénes somos.
«¿Quién es Jesús? La pregunta se hizo. Y Él respondió. Respondió desvelándose a través de todos los gestos de su personalidad [de sus obras, de sus milagros]. Pero el “gesto” más iluminador y, por tanto, el “signo” más significativo es la concepción que una persona tiene de la vida, el sentimiento global y definitivo que tiene del ser hombre. Sólo lo divino puede “salvar” al hombre; es decir, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino sólo pueden ser “conservadas”, esto es, reconocidas, proclamadas y defendidas por Aquel que es su sentido último».
Es Su mirada cargada de ternura hacia nosotros la que nos desvela quién es Jesús. ¿Cómo nos lo desvela? No con un discurso o con una explicación, sino con esa mirada cargada de estima por cada uno de nosotros. Cristo desvela quién es despertando al hombre, haciendo que se manifiesten todos sus factores. Por eso –dice don Giussani– sólo lo divino puede salvar al hombre, puede hacer que se manifieste todo lo que somos, puede hacer que experimentemos lo que puede ser la vida, la plenitud que puede alcanzar, para que podamos decir cuándo Cristo está, no porque “decimos” Su nombre (se puede decir de manera formal, vacía); sabemos que está, que Cristo está presente porque hace que se manifieste todo nuestro yo, porque nos trae una plenitud que nosotros no podemos alcanzar solos. Por eso hacemos experiencia del presentimiento de lo divino en una mirada así.
Dice Tarkovski: «Tú lo sabes bien: no logras hacer algo, estás cansado, no puedes más. Y, de repente, encuentras entre la muchedumbre la mirada de alguien –una mirada humana– y es como si te hubieses acercado a un divino escondido. E inesperadamente todo es más sencillo».
Sólo lo divino puede salvar todo el valor de una persona. Encontrar a un hombre que tiene esta capacidad de afirmar lo humano en todas sus dimensiones es un espectáculo tan único, tan imponente, es un signo tan significativo, tan iluminador que se hace más sencillo reconocerle, porque encuentra inmediatamente una correspondencia con nuestra necesidad humana.
Pero atentos a cómo actúa Cristo: primero nos lo hace percibir en nuestra humanidad y desvela lo que somos haciéndolo suceder. ¡Mucho más que un discurso o de una lección de filosofía! Hace que suceda dentro de nosotros, en nosotros. Por eso podemos entender la gran novedad que supone la concepción que Jesús expresa de la vida, porque «en la concepción de la vida que Cristo proclama, en la imagen que da de la verdadera estatura del hombre, en la mirada realista que tiene sobre el ser humano: aquí es donde el corazón que busca su destino percibe la verdad en la voz de Cristo que habla».
Por eso es normal que Guillermo de Saint-Thierry preguntara: «Habla, y dile a ella y a su corazón: tu salvación soy yo (Sal 34,3). Díselo para que lo sienta, inspíraselo para que lo perciba, dáselo para que lo tenga, para que todo lo que está dentro de ella te bendiga».
O que san Agustín afirmara: «Decidme, Dios mío y Señor, por vuestra infinita misericordia, lo que Vos sois para mí. Responded diciendo a mi alma: yo soy tu salvación. Mas decídselo de tal modo que lo oiga bien y lo entienda. He aquí, Señor, delante de Vos, los oídos de mi corazón: abridlos Vos y decid a mi alma: yo soy tu salvación. Que al oír esta voz, yo correré siguiéndola y me abrazaré con Vos».
En una frase don Giussani reúne todos los factores: «El corazón “moral” capta el signo de la Presencia de su Señor». Esto, que nos cuesta entender, sucede: la relación entre el corazón, entre mi necesidad humana, entre mi desproporción y Su presencia. Aquí se ve cuál es la posición de nuestro corazón, porque únicamente el corazón moral, es decir, leal consigo mismo, pobre, sencillo, no separado de sí mismo, leal con la propia humanidad, con la propia necesidad humana, es capaz de captar, de reconocer a su Señor. Menos mal que estamos necesitados, de lo contrario ¿cómo podríamos reconocerle? Nuestro corazón necesitado es el principal instrumento que se nos ha dado para reconocerle. Por eso podemos comprender.

1. El valor de la persona
¿Qué es lo que ve Cristo para que, con su mirada, se manifieste, nos haga experimentar, sentir dentro de nosotros el valor de nuestra persona?
«Un factor fundamental de la mirada de Jesucristo es la existencia en el hombre de una realidad superior a cualquier realidad sometida al tiempo y al espacio; la persona humana más pequeña vale más que el mundo entero; no tiene nada que se le pueda comparar en el universo, desde el primer instante de su concepción hasta el último paso de su vejez decrépita. Todo hombre posee un principio original e irreductible, fundamento de derechos inalienables y fuente de valores».
Jesucristo ve en nosotros, en ti, en mí, una realidad superior, un principio original e irreductible, del que nuestra necesidad, nuestro deseo, nuestra desproporción es el primer reflejo; nuestra necesidad, nuestro deseo, que nosotros consideramos como una debilidad nuestra, es precisamente lo que nos hace irreductibles. Precisamente porque somos deseo indeleble del infinito, somos irreductibles a cualquier reacción, y por eso el valor no se puede confundir con las reacciones que se nos induce a asumir.
¡Cuántas veces entre nosotros, reducimos nuestra persona a nuestras reacciones! Es más, lo justificamos: «Soy así». ¡No! Reacciono así porque quiero reaccionar así, porque yo no soy una pieza de un mecanismo, yo no estoy atrapado en el mecanismo de las circunstancias, en mis reacciones: yo soy esta relación única que me hace irreductible. Esto debemos afirmarlo y tomar conciencia de ello, porque el primer modo con el que la mentalidad que nos rodea influye sobre nosotros es precisamente esta reducción en la manera de concebirnos a nosotros mismos, reduciéndonos –como todos– a los factores antecedentes, a nuestras reacciones, a nuestros mecanismos. ¡No! ¡Podemos reducirnos tanto como queramos, pero nosotros no somos esto! Nosotros somos esa realidad irreductible que es relación con el Misterio.
Por eso Ernesto Sábato dice: «La primera tragedia que hay que afrontar con urgencia es la pérdida del valor de sí mismo que experimenta el hombre». Lo primero de lo que debemos liberarnos es de esta reducción a un automatismo, porque «todo lo que en el hombre es personal –afirma Berdiaev– se rebela al automatismo psíquico y social».
¿Cómo podemos vencer este automatismo? Si encontramos a alguien que no pasa de nosotros, que no nos reduce. Por eso tenemos que leer estas afirmaciones intentando entender toda su importancia. Para Jesús «el problema de la existencia del mundo es la felicidad del hombre concreto».
Y ¿cómo descubrimos que Jesús quiere verdaderamente la felicidad del hombre concreto? ¿Cómo impide la reducción de nuestro yo? De un modo muy sencillo, haciéndonos esta pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su alma?».
¿Por qué uno que nos hace esta pregunta nos quiere de verdad? Porque no nos deja que reduzcamos nuestro yo, nuestra necesidad, reconoce la pasta de la que estamos hechos, es como si dijera: «¡Mira quién eres! ¡Mira lo que desea tu corazón! ¡Dime si te conformas con menos de esto! ¡Dime si te basta el mundo entero!».
Por eso don Giussani veía en esta pregunta una ternura del otro mundo: «Ninguna ternura de amor paterno o materno han llenado el corazón del hombre más que estas palabras de Cristo, apasionado por la vida del hombre», ninguna jamás. Nosotros sorprendemos a un hombre que tiene pasión por nuestra nada, porque nos mira sin reducirnos, amando toda la exigencia de felicidad que nos constituye. Uno, sintiéndose mirado así, experimenta inmediatamente el impacto que le hace captar la correspondencia. «¡Esto es lo que estaba esperando: uno que me mirara así, que amara verdaderamente mi yo, que me afirmara así, que me hiciera experimentar la vida como nunca antes!». Por eso don Giussani continua: «La escucha de esas últimas preguntas planteadas por Jesús representa la primera obediencia a nuestra naturaleza [uno que te hace esta pregunta es el Único capaz de describir nuestra naturaleza]. Si nos hacemos sordos a ellas, nos perdemos las experiencias humanas más significativas. No nos podremos amar de verdad a nosotros mismos y seremos incapaces de amar a cualquier otro. Pues el motivo último que nos lleva a querernos a nosotros y a querer a los demás es el misterio del yo; cualquier otra razón remite a entrar en ésta».
¡Qué lejos estamos de esto como mentalidad! Cuando tenemos problemas en las relaciones (matrimonios, amigos, compañeros de Fraternidad), lo último que se nos pasa por la cabeza es que pueda tener que ver con esta falta de obediencia a estas preguntas que definen nuestra naturaleza. Sordos a estas preguntas últimas, nos perdemos las experiencias humanas más significativas. ¿Os dais cuenta de cuál es el desafío y de lo lejos que estamos de esto?

2. La dependencia original
¿Cuál es este valor del yo? ¿Cuál es su fundamento?
«La evidencia última de la vida, inmediatamente después del hecho de que se existe, es que antes de tener vida no la teníamos. Es decir: somos dependientes». Os ruego que no paséis por encima de estas frases como si fueran cosas que ya sabemos. Basta simplemente con pensar en cuál fue la última vez que sentimos realmente nuestra dependencia, la verdad de nosotros mismos hasta llegar a reconocer que dependemos, hasta llegar a sentir el estremecimiento de esta dependencia.
Porque «Cristo pone de manifiesto en el hombre una realidad que no deriva de la proveniencia fenomenológica de éste, una realidad que está en relación directa y exclusiva con Dios». El valor del yo, el valor de cada uno de nosotros, es que es relación directa, exclusiva con Dios, cuyo reflejo –como decía antes– es la necesidad, es nuestro ser mendigos.
El hecho de que nosotros seamos esto, que Jesús ve en nosotros lo que somos, esta dependencia, que somos relación directa con Dios, es lo que hoy nuestra cultura pone en tela de juicio. Mirad lo que escribe Rorty: «No existe nada profundo en nuestro interior que no sea lo que nosotros mismos hemos puesto, ningún criterio que no hayamos creado nosotros durante una práctica, ningún canon de racionalidad que no se remita a este criterio, ninguna argumentación rigurosa que no sea la observancia de nuestras mismas convenciones».
Nada «dado». Todo «convención». La lucha es contra esto, porque a nosotros nos cuesta igual que a todos reconocer el dato y pensamos que las cosas son convenciones, que podemos tirarlas a la papelera, que no pasa nada. Esto abre la puerta a cualquier manipulación, como vemos en todas las discusiones, hasta la eugénetica (como podéis ver en el texto del suplemento de Tracce, en algunos de los artículos sobre la familia y los modelos “alternativos”). Hoy se pone en tela de juicio lo humano, como decía Juan Pablo II con una expresión preciosa: es una «disputa sobre el humanum», está en juego la naturaleza misma del ser humano, su existencia, su identidad.
Por eso afirmar que nosotros somos esta relación directa con el Misterio es la única posibilidad de defender al hombre tal como ha sido hecho, con ese deseo de plenitud, de felicidad que encontramos dentro de nosotros. Ésta fue siempre una defensa a ultranza de don Giussani: «El hombre tiene algo que no depende de sus antecedentes, que no le dan su padre o su madre […] no termina [por lo tanto] en sus antecedentes, sino que su realidad tiene algo que depende […] únicamente de Dios. En él hay algo que es relación directa con el Infinito, relación directa con el Misterio». Y decía en otra ocasión: «Desde que era joven es uno de los sentimientos que intento alimentar y renovar más a menudo, que en este instante yo no me hago por mí mismo».
Si no queremos sucumbir a la mentalidad dominante, o empezamos a identificarnos con don Giussani, venciendo nuestra presunción, empezando como pobres hombres a alimentar y a renovar más a menudo la conciencia de que no nos hacemos a nosotros mismos, o acabaremos teniendo la mentalidad de todos: bien mirado, detrás de todas nuestras afirmaciones, somos como todos. ¿Por qué? Porque nosotros podemos –decía ayer, citando a don Giussani– incluso estar entre nosotros, en este lugar que nos ha fascinado, sin tomar en serio nuestra necesidad, con pasividad, sin hacer nada, porque todo, a nuestro alrededor, favorece esta inercia.
Escribe Octavio Paz: «Lo único que une a Europa es su pasividad frente al destino». Pasividad que no puede no tener consecuencias. Decía un periodista americano frente a la masacre del Instituto Tecnológico de Virginia: «“La posición por defecto” [la actitud normal y casi automática] es una pasividad terriblemente exasperante. Por suerte, los inadaptados solitarios con manías asesinas son más bien raros. Pero esta pasividad detestable y corrosiva se encuentra difundida por todas partes y, a diferencia del asesino psicópata, representa una amenaza existencial para la sociedad».
Don Giussani ya había identificado bien el comienzo de este proceso que se dio hace algunos siglos, en «una posibilidad permanente del alma humana, [...] de faltar al compromiso auténtico, al interés y a la curiosidad hacia lo real en su totalidad». La falta de compromiso con lo que somos no es algo que no nos ataña. Se ve en las muchas veces en las que, incluso participando en nuestros gestos, lo hacemos todo, pero el centro del yo está parado.
Me contaba una persona que una amiga, después de haber cogido el autocar para ir a Roma a la Plaza de San Pedro la noche del viernes y de haber pasado toda la noche en el autocar, llegó a Roma y después de mucho esfuerzo ocupó su sitio: parecía que lo había hecho todo, y con sorpresa, cuando yo hablé del mendigo, se dio cuenta de que no había hecho lo más importante.
Podemos coger un autocar, hacer un montón de kilómetros, fatigas enormes, gastar dinero, y estar parados, bloqueados en el centro de nuestro yo, sin movernos. Esto es la pasividad. Y podemos estar en nuestra compañía y estar reducidos a los factores antecedentes, a nuestras reacciones, sin tomar conciencia de que yo soy relación con el Misterio, de que hasta que no pongo en movimiento esto, hasta que no pongo en juego el centro de mi yo, lo que es más yo que yo mismo, mi yo está parado, y esto no puede no conllevar consecuencias. Si queréis verlas todas, basta con que os leáis el capítulo octavo de El sentido religioso, en el que don Giussani describe cuáles son las consecuencias de esta falta de compromiso con nuestras preguntas: la anulación de la personalidad, la depresión de la personalidad. Podemos participar incluso en muchos de nuestros gestos, y ver como nuestra personalidad se adormece, y luego encima decimos: «No he hecho nada». Éste es el problema. Es como uno que no usa el brazo durante dos semanas: no ha hecho nada, pero todos sabemos qué consecuencias tiene esa pasividad.
En cambio, la afirmación de la persona por parte de Jesús depende de una actividad, porque «esa relación irreductible es de un valor inaccesible e inmune a cualquier género de influencias». Debemos releer estas cosas, una tras otra: nuestro yo es irreductible, inmune. Por eso debemos dejar de decir: «No puedo». ¿Qué circunstancia puede impedirle a uno levantar la mirada –como decía don Giussani en uno de los últimos textos publicados en Huellas– y decir «Tú» al Misterio? Ningún poder de este mundo puede impedirlo, como tampoco puede forzarlo: ésta es la grandeza, éste es el valor único de nuestra persona.
Por eso «una relación de ese tipo, única, en cuanto que es reconocida y vivida, se llama religiosidad». No basta con ser así (porque lo somos, a pesar de nosotros mismos, incluso en nuestro olvido somos así, estamos hechos por Otro con esta relación única con Él), sino que cada uno de nosotros tiene que reconocerlo. Esta «relación, única, en cuanto que es reconocida y vivida, se llama religiosidad». Por eso don Giussani habla de la indomable insistencia de Jesús en esta religiosidad, este modo de vivir el propio yo como relación con el Misterio, porque en esta relación con el Misterio, con el Padre, Jesús veía la única posibilidad de salvaguardar el valor de la persona concreta. Jesús veía en la relación con el Padre esta posibilidad. Por eso don Giussani decía: «La religiosidad cristiana se plantea como condición única de lo humano», no para llegar a ser un poco más “píos”, para llegar a ser un poco más “espirituales”, no para ser un poco más de “CL”, sino como condición de lo humano.
Esta indomable insistencia de Jesús no es sólo una afirmación, sino un tomar continuamente iniciativa respecto a nosotros, haciéndose presente, vivo, delante de nosotros para seguir realizando lo que ha hecho durante su vida terrena: despertarnos de la pasividad, despertarnos haciéndonos experimentar, haciéndonos desear; removiendo todo lo que está parado, pasivo, para volver a despertar todo nuestro yo, para salvar nuestra humanidad. Como dice María Zambrano: «La actualidad plena de lo que somos, únicamente es posible a la vista de otra cosa, de otra presencia, de otro ser que tenga la virtud de ponernos en ejercicio. ¿Por qué hemos de salir de nosotros mismos; cómo, por quién de no estar enamorados?», es decir, atraídos, fascinados. Esta presencia despierta el conocimiento amoroso, el único capaz de vencer la pasividad. «Una forma de razón –decía– en la que la pasividad, la pasividad total, es rescatada respecto al conocimiento y a ese algo que mueve y genera el conocimiento: el amor». Necesitamos un método de conocimiento «que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida».
Por eso hemos elegido este título de nuestros Ejercicios, como contenido de método: «Cristo me atrae por entero, ¡tal es su hermosura!». Sin Su belleza que lo atrae todo de mí, toda mi entereza de hombre, yo no puedo ser yo mismo, decaigo, me vuelvo pasivo, deprimo mi personalidad.
Cristo está, pero hay que reconocerle. Lo vimos en Roma; y lo podréis volver a ver en el DVD «Atraídos por la Belleza de Cristo». Pero es necesario no ver solamente la superficie de lo que hemos vivido: no sólo la organización de CL, sino el poder de Su presencia. Porque si no llegamos a reconocer Su presencia, regresamos a casa y no ha cambiado nada: como muchos habéis empezado a percibir, la realidad luego es la misma y la desilusión es todavía mayor.
Por eso es providencial que tengamos delante el texto de la Escuela de comunidad sobre el poder del Espíritu, porque el poder del Espíritu es lo que nosotros tenemos que seguir pidiendo, porque podemos ser como los discípulos, que habían encontrado una Personalidad excepcional, pero no habían comprendido; y nosotros podemos haber participado en un gesto excepcional y no haber comprendido.
Debemos seguir pidiendo este acontecimiento del Espíritu, para poder identificarnos cada vez más con lo que ha sucedido, con lo que puede cambiar nuestra mirada. «El conocimiento nuevo nace de la adhesión a un acontecimiento, del affectus a un acontecimiento al que nos apegamos» («del que nos enamoramos», decía María Zambrano). Nuestra razón no se impone como “medida” sólo si se amplía, si está determinada por un acontecimiento, por un affectus, por la presencia viva de Cristo, por su Belleza, que es la que impide que veamos triunfar la medida, la pasividad, e impide ver cómo nuestra humanidad decae continuamente, hasta la depresión.
Una mirada, es tener la mirada fija, apegada, lo que nos impide reducirnos. ¿Cómo podemos mantener esta posición? Sólo si ese acontecimiento sigue siendo contemporáneo. «El conocimiento nuevo –decía don Giussani– implica, por tanto, que nos mantengamos contemporáneos al acontecimiento que lo produce y continuamente lo sostiene». Si la presencia de Cristo no está constantemente presente, despertando nuestro yo, nosotros no podemos salir adelante. Por eso es tan valiosa la observación del Papa: una fe profunda y personalizada podrá estar arraigada únicamente en el Cuerpo vivo de Cristo, en la Iglesia, que garantiza la contemporaneidad de Jesús con nosotros.
Estar en esta compañía nos capacita para mirar lo real y para mirarnos a nosotros mismos sin reducirlo ni reducirnos. Pero, atentos: estar en esta compañía donde acontece de nuevo la contemporaneidad no significa estar pasivamente, no significa ser presuntuosos estando pasivamente. Decía don Giussani hace años: «Si seguimos el movimiento sin esta conversión de la autoconciencia, sin que Cristo, la memoria de Cristo se convierta en el contenido, sin que Cristo se convierta en el contenido de la conciencia de nosotros mismos, es decir, sin memoria, seguir el movimiento se convierte en seguir a una asociación», y una asociación no sirve para mucho.
Por eso la religiosidad cristiana –insiste don Giussani–, es decir, una religiosidad, una apertura suscitada constantemente por la presencia de Cristo, por esta contemporaneidad de Cristo, es la única condición de lo humano. ¡En este amor a Cristo presente entre nosotros, nos jugamos nuestra humanidad, nos jugamos nuestra vida! Por eso podemos vivir la religiosidad – como Jesús nos llama a hacer – en toda su verdad justamente gracias al encuentro con Cristo y a la permanencia en su Iglesia, que nos despierta continuamente y nos estimula cada vez más a relacionarnos con la realidad con toda la apertura de la razón y nos impide sucumbir definitivamente a la pasividad o al racionalismo, nos induce a ampliar constantemente la razón. Por eso, dice Jesús, esta relación definitiva con Dios nos conviene para salvar nuestra persona.
Por eso, amigos, estamos ante una elección. «La elección del hombre radica en concebirse como libre de todo el universo y sólo dependiente de Dios, o como libre de Dios, y entonces se hace esclavo de cualquier circunstancia». De manera que cuando nos sentimos esclavos, no echemos las culpas a las circunstancias, al mundo entero, o a alguno sobre el que descargar todas las responsabilidades, sino empecemos a pensar que ser esclavos en una circunstancia, “sentirnos atrapados”, sentir que nos ahogamos, depende de esta falta de dependencia del Misterio.
¡Cuánto, pero cuánto malestar, cuánta pérdida de tiempo, cuántas quejas, cuánta violencia nos ahorraríamos si comprendiéramos estas cosas! Basta con hacer la Escuela de comunidad. Porque «la superioridad del yo se funda en la dependencia directa del principio que le da origen y da origen a todo, esto es, de Dios. La grandeza y la libertad del hombre proceden de la dependencia directa de Dios, condición para que el hombre se realice y se afirme. [...] La vivencia de la dependencia de Dios, es decir, la religiosidad, es la prescripción más apasionada que Jesús da en su Evangelio».

3. La existencia humana
Concluye don Giussani: «La insistencia en la religiosidad es el primer deber absoluto del educador, es decir, del amigo». Esto es un amigo, todos los demás lo son formalmente. Uno es amigo si abre esta religiosidad, si la despierta, no si la apaga, no si la bloquea, no si la intenta resolver: éste último no es un amigo, sino un connivente. Preguntémonos cuántos amigos tenemos que lo sean de verdad, es decir, alguien que nos despierta constantemente esto, que nos despierta la herida, el drama de la vida, que nos despierta la pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?». Quién nos diga esto es un amigo.

4. Una conciencia que se expresa en súplica
Esta conciencia se expresa en petición. «La expresión de la religiosidad en cuanto conciencia de la dependencia de Dios se llama oración». Subrayo tres puntos al respecto:
a) «La oración es la conciencia última de nosotros mismos, como conciencia de [esta] dependencia constitutiva. Ella representaba la urdimbre del sentimiento de sí que tenía Cristo». Por eso la oración es darme cuenta de lo que soy: «Te he amado con amor eterno y he tenido piedad de tu nada» (Cfr. Jr 31, 3). Conciencia de nosotros mismos, no rezar inconscientemente, no rezar por rezar. Pensad cuándo fue la última vez que, rezando, habéis tomado realmente conciencia de vosotros mismos hasta llegar a conmoveros. ¡Es mucho más que un simple gesto “piadoso”! La oración es esta conciencia total que llega hasta el origen, que hace que nos conmovamos;
b) «En la oración resurge y toma consistencia la existencia humana». Es imposible que uno haga esto y su yo no resucite y adquiera consistencia. «Estupor devoto, respeto, sometimiento amoroso en un gesto de entendimiento: he ahí el alma de la oración». ¡Todo lo contrario que cansarse! Estupor devoto, sometimiento amoroso, conmoción última: esto es la oración.
Por eso, cuando uno toma conciencia de esto, «desaparece la soledad […]. La existencia se realiza sustancialmente como diálogo con la gran Presencia que la constituye, [con este] compañero inseparable. [Estad atentos, ahora] La compañía está en el yo, no existe nada que hagamos solos. Toda amistad humana es reflejo de la estructura original del ser y, si lo niego, peligra su verdad. En Jesús, el Enmanuel, el “Dios con nosotros”, la familiaridad y el diálogo con quien nos crea en cada instante se convierte no sólo en trasparencia iluminadora, sino también en compañía histórica». Y la compañía histórica nos es dada para que esto llegue a ser más transparente, no para sustituirnos.
Por eso necesitamos no sólo la oración como dimensión, sino el acto de la oración como entrenamiento necesario a esta conciencia, hasta que llegue a ser familiar. Y he aquí la promesa: «La cima más alta de la oración no es el éxtasis, es decir, una conciencia del fondo tal que uno pierde el sentido de lo ordinario; sino más bien ver el fondo del mismo modo que se ven las cosas ordinarias».
¡Nada que ver con ser visionarios! Ésta es la mística cristiana: ver el fondo, ver el origen, no quedarse en la apariencia, de modo que el fondo de todo, de nosotros mismos y de lo real, llegue a ser transparente como las cosas ordinarias.
¡Cuánto hace falta ampliar la razón para ver el fondo del mismo modo que se ven las cosas ordinarias! ¡Qué entrenamiento es necesario para usar la razón según su verdadera naturaleza de razón, hasta llegar a la familiaridad con el Misterio que ve el fondo del mismo modo que se ven las cosas ordinarias!;
c) «La expresión plena de la oración es la de ser petición». «¡Todo parece tan complicado!–decía Camus en Calígula–. Sin embargo, ¡todo es tan sencillo! Si yo hubiera conseguido la luna, si bastara el amor, todo habría cambiado. ¿Pero dónde saciar esta sed? ¿Qué corazón, qué dios tendrían para mí la profundidad de un lago? Nada hay en este mundo ni en el otro, hecho a mi medida. Sin embargo, sé que bastaría que lo imposible exista. ¡Lo imposible! Lo he buscado en los límites del mundo, en los confines de mí mismo, he tendido mis manos».
Aquí está todo: «He tendido mis manos». Deseamos lo imposible. Por eso, puesto que no podemos dárnoslo por nosotros mismos, toda nuestra esperanza es tender las manos.