Confesiones

Jon Juaristi

Leo en una tarde las trescientas sesenta y cuatro páginas del último libro de Mikel Azurmendi –Ensayo y error (una autobiografía)– que acaba de editar Almuzara. Terminó de imprimirse, según reza el colofón, el 19 de febrero de 2016, sesenta y cinco años justos después de la muerte de Gide. Me entero así de que no llegué a compartir este valle de pólvora y ceniza con el novelista francés por cosa de pocos días, lo que me pasó también con Pavese. Pero, con Mikel, sí. Con Mikel Azurmendi he compartido delirios políticos juveniles y sensateces difíciles y graduales, peligros, zozobras, lecturas y lo que muchos llaman exilio y él prefiere denominar, con un neologismo, extierro, que equivale, creo, a lo que vengo llamando sencillamente destierro, en referencia a la situación de los que abandonamos el País Vasco presionados por las amenazas de ETA y por el clima creado desde los medios políticos y periodísticos del nacionalismo vasco para justificar tales amenazas. Como he sostenido siempre, no marchamos al exilio, porque ningún rincón de España era exilio para nosotros, aunque sí se nos expulsó de nuestro terruño, tan bonito él (¡Oh, San Sebastián…!). Para hablar con propiedad, deberíamos acuñar un palabro como desterruño o exterruño. Porque no es que nos quitaran toda la tierra, sino la parte alícuota que nos correspondía de lo que Hernando del Pulgar llamara «aquella fertilidad de Axarafe y abundancia de campiña». En rigor, Pulgar sólo aludía a Guipúzcoa, cuna de Mikel y de San Ignacio. A mi Vizcaya, que era también la suya, Unamuno la definía en cambio como destierro («Es el destierro mi tierra/ donde llueve manso orvallo…»). En fin, que a mí me desterruñaron del mismísimo destierro. No así a Mikel, que fue exterrado del gran Parque Temático de la Identidad Vasca (¡Oh, Ñoñostia!), donde se inventaron, por ejemplo, la cocina vasca, la música vasca, la pelota vasca y las regatas de traineras, para diversión de Isabel II y sucesivos veraneantes de la Corte (Franco incluido).
Estas «memorias de un vasco proscrito» (definición que figura en la portada y que suena más a marketing de la editorial que a estilo de Azurmendi) tienen bastante de barojianas, de mirada retrospectiva lanzada desde la última vuelta del camino, lo que enfatiza el autor colocándose ante el postrer «recodo» y calificándose de «septuagenario». Posiblemente, este tono crepuscular le restará lectores en un tiempo en que ni los vascos ni la memoria están de moda. Sería una lástima, porque Ensayo y error es uno de los relatos más veraces y feroces de la historia de la generación española (y, por descontado, vasca) del antifranquismo y de la transición, una generación nacida entre el final de la guerra civil y la primavera universitaria de 1956 (o la muerte de don Pío Baroja, para cambiar febrero por octubre). No se trata de un relato lineal único, cerrado y redondo, sino de un ensayo o tentativa de contar desde momentos distintos lo que de históricamente representativa tiene una experiencia biográfica personal: «Porque el fin buscado es relatar no el hilo de la vida, sino su filo (…). Por consiguiente, más que entramar un relato hilado, me interesará dejar al descubierto el tajo de mi destino». Es decir, la herida o las heridas, las suturadas y las que todavía no han cicatrizado o jamás cicatrizarán. Sería muy consolador pensar que toda generación se retira del escenario después de arreglar el mundo o, por lo menos, dice Azurmendi, de haberlo mejorado. No suele ser así, y ya supone un logro bastante raro que, como en su caso, la escritura nos transmita «la verdad de la derrota final de una vida», que es la de muchos de nosotros.