Con los enfermos, aunque tengan ébola
En una sociedad en la que se lleva el afán de protagonismo, resultan desconcertantes las figuras de quienes, como los misioneros y misioneras, se desgastan en su labor sin ninguna pretensión de atraer la atención sobre sí. Cuando ellos son noticia, lo son a su pesar, y única y exclusivamente por asumir en carne propia el dolor del pueblo en medio del cual realizan su tarea. Así ocurrió, por ejemplo, cuando hace justo veinte años, en 1994, fueron las misioneras en Ruanda y Burundi quienes dieron al mundo la voz de alarma del genocidio que estaba teniendo lugar; así está ocurriendo ahora con los misioneros afectados por el ébola, precisamente por haberse entregado en cuerpo y alma a curar a esos enfermos y a clamar por una ayuda internacional que nuestra indiferencia les negaba y les sigue negando.
Con todo, a pesar de nuestro olvido o descuido habitual, los misioneros y misioneras nos tocan muy de cerca. España es el país que envía al mundo un mayor número de misioneros: unos 13.000 compatriotas nuestros -sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos y familias enteras-, más mujeres que hombres, están dando no sólo todo lo que tienen, que es poco, sino todo lo que son, que es mucho, en 130 países. Su acción en multitud de proyectos de promoción humana, desarrollados por la Iglesia católica en los lugares más necesitados de los cinco continentes, abarca múltiples áreas: educación, salud, lucha contra la pobreza, cuidado pastoral; defensa de los pueblos indígenas y de la dignidad de la mujer, acciones de desarrollo, mediación de paz; atención a niños, ancianos, reclusos... Cada misionero parece multiplicarse para trabajar en tantos frentes. Tal vez por ello su testimonio emerge de manera persuasiva ante la sociedad que inmediatamente se pregunta cómo llegan a conseguir unos resultados de tal alcance (reconocidos por numerosos organismos internacionales) disponiendo de unos medios tan limitados.
En primer lugar, por su disponibilidad y laboriosidad. El misionero no espera a contar con unos recursos ideales para entrar en acción, sino que parte de la realidad y, aceptándola tal cual es, se pone a arrimar el hombro para intentar transformarla. En segundo lugar, la humildad. Cuando el misionero se zambulle con todas las consecuencias en un lugar donde las dramáticas condiciones de vida ocultan la dignidad de las personas, tiene claro que lo importante es la obra que hay que hacer y no quién la lleva a cabo. En tercer lugar, la perseverancia, el seguir adelante a pesar de los obstáculos y de no ver ningún fruto aparente. Hace poco, José Manuel Medina, un misionero jesuita en Japón (un país rico en el orden material, pero con una terrible falta de sentido y vacío interior en muchos de sus habitantes), nos escribía: «He sufrido muchos fracasos y penas; pero nunca he tenido un desánimo. Pienso que Jesús quiere que sea como la araña: si alguien, de un manotazo, echa abajo su tela, enseguida fabrica otra. No tiene tiempo para plañerías». Este peculiar hombre-araña no es un superhéroe, pero sigue al pie del cañón, a sus 90 años.
Dejamos para el cuarto y último lugar el que sin duda es uno de los rasgos más distintivos del misionero: su integración en el medio humano, social y cultural que lo acoge. Realizar una labor de tipo asistencial, más o menos puntual, está al alcance de toda persona de buena voluntad; tareas de promoción, de alcance tal vez muy amplio, pero fijado de antemano, las llevan a cabo las distintas ONG, en su loable labor; pero sólo el misionero va para quedarse, para acompañar y ser acompañado, para estar. El misionero no ofrece un servicio; no acude a un lugar que considera ajeno para cumplir un objetivo o resolver un problema dramático concreto, y luego estar de regreso cuando las circunstancias lo permitan. Con una entrega que a menudo es de por vida, el misionero pasa a ser uno más en medio del pueblo que le acoge: así lo siente él, y así lo sienten esas personas que pasan a ser, definitivamente, su gente. Los misioneros no ayudan desde detrás de una barrera física ni psicológica: los misioneros no ponen límite.
Sin embargo no hay que olvidar un aspecto fundamental: la labor misionera no podría realizarse si no hubiera detrás muchas personas sustentándola espiritual y materialmente. En la búsqueda de un modo eficaz de ayudar a los misioneros está precisamente el origen del DOMUND, con una peculiaridad también significativa con respecto a otras formas de cooperación: la ayuda económica no se concibe aquí como una ayuda que alguien da a título individual y para un destinatario concreto que se conoce previamente, sino como un compartir o, como decía el papa san Juan Pablo II, como un «dar y recibir» de todos para todos. Este sentido universal de los donativos destinados a la actividad misionera a través del DOMUND se refleja en el hecho de que todos los países funden sus aportaciones en una única hucha, llamada Fondo Universal de Solidaridad.
Obras Misionales Pontificias (OMP) es la institución que, por encargo del Papa, sirve de cauce al dinero del DOMUND. Cuando alguien aporta una determinada cantidad con este fin, su donativo pasa, a través de su diócesis, a la Dirección Nacional de OMP; ésta, como las Direcciones Nacionales del resto de países del mundo, pone a disposición del citado Fondo Universal de Solidaridad las cantidades recogidas. Así, incluso las naciones que pueden tener mayores limitaciones para ofrecer su aportación económica (y que, de hecho, pueden a la vez necesitar de asistencia para responder a sus necesidades de evangelización y promoción humana) contribuyen en la medida de sus posibilidades a lo que se siente como una causa común, como una «cuestión de familia». Sólo unos datos ilustrativos sobre las aportaciones del año 2013: los 26.323.397 euros de aportación de Estados Unidos en 2013, o los 14.782.301 de España, se unieron a los 45.273 de Guinea Ecuatorial, los 67.187 de Guatemala, los 2.206,56 de Eritrea, los 2.812,30 de Liberia o los 16.699,27 de Papúa Nueva Guinea; importes muy diferentes, pero todos igualmente valiosos desde el punto de vista de ese «amar hasta que duela» (otra vez la Madre Teresa) que los cristianos denominamos caridad, y que está bien lejos del paternalismo asistencial y del sentimentalismo filantrópico.
Anualmente la Asamblea General de las OMP distribuye con criterios de equidad y universalidad, y en función de las necesidades, las aportaciones recibidas. Las ayudas llegan a sus destinatarios en su integridad, a través de las Nunciaturas Apostólicas, justo allá donde está metido hasta los huesos el misionero. Para ser más exactos, habría que decir que la ayuda del DOMUND no sólo llega, sino que «crece» en destino, y no sólo porque el dinero de aquí valga más allí. También, por la gran capacidad de gestión práctica y el sorprendente abanico de recursos que, frente a las adversidades, despliegan los misioneros. Bien podría decirse que existe un euro misionero, que supone al cambio mucho más que nuestros euros de la compra de todos los días; por eso, ninguna aportación, por humilde que sea, es pequeña. Como nos escribía hace poco la misionera barcelonesa Eulalia Capdevila, de 38 años, administradora de su provincia religiosa en Zambia: «Los bienes materiales que estoy encargada de gestionar son recursos para el bien común, para la felicidad de todos, para que todos experimenten la vida como don de Dios. Nos enfrentamos a muchas dificultades, que a veces nos hacen pensar en abandonar... Pero siempre encontramos un motivo para seguir adelante: las personas que conocemos con nombre y rostro».
Cada uno es libre de abrirse o no a la pregunta de por qué o por quién actúan los misioneros fuera de la lógica estándar que ya conocemos y sufrimos. El hecho es que estos hombres y mujeres «a contracorriente» dan testimonio del poder del amor y del trabajo silencioso en un mundo que suele regirse por otros parámetros. Por eso, cuando les contemplamos, descubrimos que, al ofrecer nuestro donativo para el DOMUND, no somos nosotros los que les ayudamos a ellos: son ellos, con su ejemplo, los que nos ayudan a nosotros.