Bienvenido, don Carlos
«¡Qué fácil es olvidar que la vida a la que el Señor nos ha llamado es para la misión, para Su misión!», confesaba don Carlos Osoro en una carta dirigida a los fieles madrileños, y fechada el pasado 28 de agosto, fiesta de San Agustín, día en que se hizo público su nombramiento como arzobispo metropolitano de Madrid. Y cuando esto se olvida, como él mismo reconocía, surge el miedo ante lo desconocido
Hace pocas semanas, el Papa Francisco recibía en Roma a los nuevos obispos nombrados a lo largo de 2014, y les decía que, «para vivir en plenitud en vuestras Iglesias, es necesario vivir siempre en Él y no escapar de Él: vivir en su Palabra, en su Eucaristía... y, sobre todo, en su cruz».
Eso lo ha experimentado ya monseñor Osoro, que en los últimos diecisiete años ha sido pastor de las diócesis de Orense, Oviedo y Valencia. Por eso, en su primer mensaje a sus nuevos fieles de Madrid, subrayaba que «la evangelización hay que hacerla de rodillas: escuchando al Señor, caminando juntos en fraternidad, llevando la Palabra de Dios en el corazón y dejando que salga de nuestra vida, caminando siempre con la Iglesia..., porque la misión no se limita a un programa o a un proyecto, es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo».
La archidiócesis madrileña reúne como en un microcosmos las alegrías y las llagas de este momento eclesial.
Dossier de una gran diócesis
Una generación de sacerdotes que ya no ha conocido las protecciones (reales o virtuales) de una sociedad culturalmente cristiana, que no está marcada por las dialécticas del post-concilio, que por un lado ha visto crecer a sus comunidades, mientras por otro advierte que se ensancha la franja de quienes no reconocen ya vínculo alguno con la Iglesia. Una diócesis que no ha descuidado la dimensión cultural de la fe, todo lo contrario, pero en la que se respira toda la dureza (a veces agresividad) de una cultura pública que cuestiona incluso su derecho de ciudadanía. Todo esto, y mucho más, estará recogido en las numerosas carpetas que Carlos Osoro estará revisando estos días, como es natural. Y uno entiende que pueda sentir el agobio correspondiente a estas palabras de Francisco en el discurso antes citado: «Sé bien lo desierto que se ha hecho nuestro tiempo».
Sería imposible guiar al pueblo de Dios sin entender y sentir la apretura de este tiempo que nos toca vivir, pero también sin escuchar el deseo de verdad, de bien, de Infinito, a veces camuflado o escondido tras la máscara de la rebeldía, incluso del insulto. «Amad al pueblo que Dios os ha dado, incluso cuando hayan cometido grandes pecados», reclama, exige casi Francisco. Sería imposible salir, como pide el Papa, a esas calles y plazas en las que bulle la carne y la sangre de esta ciudad, sin que el pastor experimente cotidianamente la Evangelii gaudium, la victoria de Cristo presente aquí y ahora, no según las imágenes que él pueda albergar, sino según la inesperada fantasía del Misterio. Porque, sin esa alegría concreta y real, sería imposible no volver a casa «resignado ante la aparente derrota del bien», o gritando que «el fortín es asaltado».
Don Carlos encontrará ese consuelo en la rica vida de tantas parroquias, comunidades y movimientos, a quienes habrá de pedir también, una y otra vez, que no se contenten con lo que ya tienen, que salgan sin miedo a ofrecer a Cristo, su único tesoro, a un mundo necesitado. A unos y a otros, a los que ya están pero necesitan ser fortalecidos cada día en su débil fe, y a los que se han marchado o jamás estuvieron, es necesario que el obispo les ofrezca la totalidad de la vida de la Iglesia, y no un catálogo de instrucciones, regañinas o añoranzas.
«Nada es más importante que introducir a las personas en Dios», recordaba el Papa en una frase que vale por todo un discurso. Con esa mirada se pueden recorrer todos los dossier de una gran diócesis como Madrid sin complacencia y sin desaliento. Como decía Carlos Osoro en su Carta, especialmente a los jóvenes, «¡qué vida más novedosa con esta compañía de Jesús!» Y es que de ahí nace todo: una cultura nueva, un abrazo incondicional, una misión hasta los últimos rincones. Bienvenido.