Barridos del mapa
Numerosos occidentales están llegando a Irak y Siria no para unirse a las filas del Estado Islámico —o mejor dicho Daesh, el término que los yihadistas aborrecen—, sino para actuar como instructores o combatientes en diversas formaciones cristianas que luchan contra el avance de los responsables y autores del ataque más cruel y efectivo contra la bimilenaria presencia cristiana en la región desde los tiempos de la primera expansión musulmana a mediados del siglo VII.
No se trata necesariamente de fanáticos religiosos o personas con problemas de integración en sus sociedades, que acuden a la zona de manera semiclandestina, como ocurre con muchos occidentales que se unen a la yihad, sino que publicitan su acción y revelan su identidad, incluyendo entrevistas a medios de comunicación, con el propósito declarado de reunir fondos que sostengan la lucha para evitar la completa desaparición de los cristianos en esa parte del mundo.
Probablemente habrá opiniones que consideren que esta nueva pieza en el endiablado tablero regional no hace sino empeorar las cosas. Que además da alas al, perdón por el oxímoron, razonamiento yihadista —que justifica todo en su lucha en un enfrentamiento contra el Occidente infiel— y suma otro problema a los Gobiernos occidentales que, cuando el fenómeno se extienda, tendrán que tomar una decisión sobre qué hacer con estos combatientes. Al fin y al cabo en las sociedades occidentales se ha implantado la visión de que lo ocurre en Irak y Siria es un conflicto autóctono e interno entre diferentes visiones del islam en el que los cristianos son una víctima colateral.
Tal vez habría que considerar otro punto de vista.
Es difícil describir en unas pocas frases el sentimiento de abandono absoluto y desamparo total que sienten los cristianos de Siria e Irak. Este mensaje, reiterado en la constante peregrinación que desde hace unos meses realizan los representantes de diferentes confesiones por platós de televisión y redacciones de medio mundo no ha terminado de calar en las sociedades a las que se dirigen. No están sufriendo una situación calamitosa o una tribulación remontable cuando se solucione –si es que lo hace— el conflicto. Sus comunidades están siendo literalmente barridas del mapa. El geográfico y el de la Historia. Los yihadistas están aplicando minuciosamente la técnica romana de la damnatio memoriae con el objetivo de que no quede el menor vestigio de que alguna vez existió el cristianismo en las zonas que controlan. Huelga decir que en esta estrategia la vida no vale nada. Los líderes cristianos orientales se desesperan ante sociedades occidentales que se indignan y alarman –de forma totalmente justificada— ante la salvaje destrucción de estatuas milenarias en Nínive, pero que ya no reaccionan cuando el enésimo niño cristiano es crucificado. Y también se desesperan en su soledad las comunidades cristianas orientales —que han entendido que no hay negociación posible con el EI y que deben elegir entre la guerra y la muerte segura— cuando en Occidente comienzan a escucharse voces de que en el algún momento habrá que conversar con los yihadistas. ¿Acaso no lo está haciendo ya EE UU con los talibanes? Los cristianos orientales han sido dejados de la mano de Dios, una expresión que no significa para todo el mundo lo mismo.
Debería ser innecesario recordar cuál de las dos grandes religiones presentes en Siria e Irak es la autóctona. El islam vino después. Pero sucede que las diferentes ramas del cristianismo y su extensión son simplemente desconocidas en Occidente. Y a este desconocimiento histórico no ayuda el que una parte importante de los análisis que se hacen desde nuestra parte del mundo consideren el factor cristiano como una pieza menor o lo traten como una presencia residual y anacrónica, cuando no descartable.
Esta aproximación responde en numerosas ocasiones a un conflicto que la intelectualidad occidental tiene consigo misma desde hace unos 200 años y que no ha terminado de resolver. Los yihadistas consideran que quienes les bombardean son los descendientes de aquellos cruzados que, en nombre de la religión, conquistaron Jerusalén y durante cien años establecieron un reino, pero están en un error. En realidad quienes envían los aviones que les atacan son los hijos de la Ilustración, pero a estos les horroriza la idea de ir a la guerra al rescate de una religión. Y este es otro razonamiento gravísimamente equivocado, porque salvar la presencia cristiana en Oriente Próximo es evitar la desaparición para siempre de un patrimonio humano, intelectual e histórico único e irrepetible. Un patrimonio que por desconocido que sea no deja de dar sentido a lo que somos.