«En la sencillez de mi corazón te he dado todo con alegría»

Testimonio de don Luigi Giussani durante el encuentro del Santo Padre Juan Pablo II con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Plaza de San Pedro, Roma, 30 de mayo de 1998
Luigi Giussani

Voy a tratar de decir cómo surgió en mí una actitud – que Dios ha bendecido como ha querido – que yo no habría podido prever ni mucho menos querer.

1. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?» (Sal 8,5). Ninguna pregunta me ha impresionado en la vida tanto como ésta. Solamente ha habido un Hombre en el mundo que podía responderme, planteando una nueva pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si luego se pierde a sí mismo? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de sí?» (Mt 16,26).
¡Nadie me ha dirigido jamás una pregunta que me cortara tanto la respiración como ésta de Cristo!
Ninguna mujer ha escuchado jamás otra voz que hablara de su hijo con la misma ternura original, con la misma valoración indiscutible del fruto de su seno, con semejante afirmación totalmente positiva de su destino: únicamente la voz del hebreo Jesús de Nazaret. Pero, más aún: ¡Ningún hombre puede sentirse afirmado mejor, con la dignidad de quien tiene un valor absoluto que está por encima de cualquier logro suyo! ¡Nadie en el mundo ha podido jamás hablar así!
Solamente Cristo se toma toda mi humanidad en serio. Es lo que llenaba de estupor a Dionisio el Areopagita (siglo V): «¿Quién podrá hablarnos del amor singular que tiene Cristo al hombre, desbordante de paz?». ¡Me repito estas palabras desde hace más de cincuenta años!
Por esto la Redemptor Hominis entró en nuestro horizonte como un resplandor en medio de las tinieblas que envuelven a la tierra oscura del hombre de hoy con todas sus confusas preguntas.
Gracias, Santidad.
Era una sencillez de corazón lo que me hacía sentir y reconocer como algo excepcional a Cristo, con esa certeza inmediata que produce la evidencia indiscutible e indestructible de ciertos factores y momentos de la realidad, que, cuando entran en el horizonte de nuestra persona, nos golpean hasta el fondo de nuestro corazón.
Reconocer lo que es Cristo en nuestra vida afecta entonces por entero a la conciencia con la que vivimos: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6).
«Domine Deus, in simplicitate cordis mei laetus obtuli universa» («Señor Dios, en la sencillez de mi corazón te he dado todo con alegría»), dice una oración de la Liturgia ambrosiana. Que el reconocimiento es verdadero es algo que se ve por el hecho de que la vida tiene una capacidad última y tenaz de alegría.

2. ¿Cómo se puede descubrir que esta alegría, gloria humana de Cristo, que embarga mi corazón y mi voz en algunos momentos, es algo verdadero y razonable para el hombre de hoy?
Porque aquel Hombre, el hebreo Jesús de Nazaret, murió por nosotros y ha resucitado. Este Hombre resucitado es la Realidad de la que depende todo lo positivo que hay en la existencia de cada uno de los hombres.
Toda experiencia terrena que se viva en el Espíritu de Jesús, resucitado de la muerte, florece en la eternidad. Pero este florecer no se producirá solamente al final de los tiempos; ya comenzó en el amanecer de la Pascua. La Pascua es el comienzo de este camino hacia la Verdad eterna de todo, un camino, por consiguiente, que ya está dentro de la historia del hombre.
En efecto, Cristo, el Verbo de Dios encarnado, se hace presente, puesto que ha resucitado, en todos los tiempos, a través de toda la historia, llegando desde la mañana de Pascua hasta el final de los tiempos, hasta el término de este mundo.
El Espíritu de Jesús – es decir, del Verbo hecho carne – se torna experimentable para el hombre de todos los tiempos, en Su fuerza redentora de la existencia entera de cada individuo y de toda la historia humana, en el cambio radical que produce en quienes se encuentran con Él y, como Juan y Andrés, le siguen.
También en mí la gracia de Jesús, en la medida en que he podido adherirme al encuentro con Él y comunicarlo a los hermanos en la Iglesia de Dios, se ha convertido en una experiencia de fe que se ha desvelado en la Santa Iglesia, esto es, dentro del pueblo cristiano, como una llamada y una voluntad de alimentar a un nuevo Israel de Dios: «Populum Tuum vidi, cum ingenti gaudio, Tibi offerre donaria» («Con grandísima alegría he visto a Tu pueblo reconocer la existencia como ofrecimiento a Ti»), continúa la citada oración de la Liturgia.
He visto así cómo se formaba un pueblo en el nombre de Cristo. Todo se ha vuelto verdaderamente más religioso en mí, hasta tener la conciencia dispuesta a descubrir que «Dios es todo en todo» (1 Cor 15,28). En este pueblo la alegría se ha convertido en «ingenti gaudio», es decir, en factor decisivo de nuestra historia, llenándola de positividad última y, por consiguiente, de gozo.
Lo que al máximo podría haber parecido una experiencia singular se convertía en protagonista de la historia y, por ello, en instrumento de la misión del único Pueblo de Dios.
Esto es lo que fundamenta ahora la búsqueda de la unidad expresa entre nosotros.

3. Concluye así el precioso texto de la Liturgia ambrosiana: «Domine Deus, custodi hanc voluntatem cordis eorum» («Señor Dios, custodia esta disposición de su corazón»).
En nuestro corazón siempre surge la infidelidad, incluso ante las cosas más bellas y verdaderas, de tal modo que, aun delante de la humanidad de Dios y la original sencillez del hombre, éste puede fallar por debilidad o prejuicios mundanos, como Judas y Pedro. Pero precisamente esa experiencia personal de la infidelidad, que reaparece siempre mostrando la imperfección que tiene cualquier gesto humano, nos urge a hacer continuamente memoria de Cristo.
Al grito desesperado del pastor Brand, en el homónimo drama de Ibsen («Dios mío, respóndeme en esta hora en que la muerte me arrastra: ¿No basta entonces toda la voluntad de un hombre para conseguir una sola gota de salvación?»), le corresponde la positiva humildad de santa Teresita del Niño Jesús: «Cuando tengo caridad, sólo es Jesús que actúa en mí».
Todo esto significa que la libertad del hombre, que el Misterio siempre implica, tiene su forma de expresión suprema e indiscutible en la oración. Por eso la libertad se manifiesta, conforme a su verdadera naturaleza, como adhesión al Ser y, por consiguiente, a Cristo. El afecto a Cristo está destinado a perdurar aun dentro de la incapacidad, de la gran debilidad que tiene el hombre.
En este sentido, Cristo, Luz y Fuerza para cualquiera que le siga, es el reflejo adecuado de esa palabra que expresa la relación última del Misterio con su criatura: la misericordia. Dives in Misericordia. El misterio de la misericordia desborda cualquier imagen humana de tranquilidad o de desesperación; incluso el sentimiento de perdón pertenece al misterio de Cristo.
Éste es el abrazo último del Misterio, abrazo al cual el hombre – aun el más alejado, el más perverso, el más sombrío o tenebroso – no puede oponer nada, no puede objetar nada; puede desertar de él, pero sólo desertando de sí mismo y de su propio bien. El Misterio y su misericordia queda como la última palabra, aun por encima de todas las negras posibilidades de la historia.
Por eso la existencia expresa su último ideal mendigando. El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo.

(publicado en: Luigi Giussani, Stefano Alberto, Javier Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Ediciones Encuentro, Madrid, 1999)