El secreto de Carras, compañero de fe y de conspiración

Tempi
José Miguel Oriol

Septiembre de 1967. Yo regreso del servicio naval militar en Cádiz (Andalucía). Allí he conocido a dos familias de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica). Llegado a Madrid me dirijo enseguida a la sede de ZYX (una editorial nacida de un puñado de militantes obreros), siguiendo la recomendación de los recientes amigos andaluces. Subiendo las escaleras para conocer al presidente, me encuentro a un joven empaquetando libros. Era Jesús Carrascosa. Enseguida supe que era jesuita y se había enrolado con otros jesuitas en la llamada “Misión obrera”. Trabamos amistad nada más conocernos. Desde entonces y hasta ahora, hasta el día de su muerte, que he podido presenciar acompañando a Jone. 56 años de una amistad que no se ha roto nunca, a pesar de las muchas diferencias de juicio sobre la marcha del movimiento (de CL), de la Iglesia, y del mundo.
Muchas de las notas necrológicas escritas y publicadas estos días hablan solamente del Carras posterior a su encuentro con don Giussani. Y son correctas en general. Pero olvidan este elemento esencial en la biografía de Carras: sus primeros 30 años de formación en la Compañía de Jesús. Un hermano de su madre, misionero a las puertas de China durante casi 70 años, ejemplo permanente para su vida. Una madre que se quedó viuda cuando Carras tenía 13 años y recibió la noticia de la muerte de su padre durante un recreo en el patio del colegio de los jesuitas de Gijón (Asturias). El funeral por la muerte de su madre fue algo espectacular. No menos de 60 jesuitas concelebraron y asistieron conmovidos a aquel funeral, al que asistimos Carmina, mi mujer, y yo junto a Carras y Jone. Aquella mujer había ejercido como una madre durante años para todos los jesuitas de la provincia del noroeste de España. Cocinaba y daba de comer a muchos, de manera abundante, como luego veríamos siempre comer (o mejor, celebrar) a Carras.
Estos breves trazos de la historia precielina de Carras explican mucho de la personalidad militante que ha tenido siempre. Un sentido de la disciplina envidiable y no fácil de imitar. Un sentido de la autoridad, ese sí aprendido en la forma de entenderla de Giussani, que cubría todas sus decisiones. Y una fidelidad a sus amigos, aun dentro de la discrepancia en muchas ocasiones. En fin, yo he perdido en la tierra un compañero y amigo de 56 años de convivencia y conspiración compartida durante todo ese tiempo. ¿Cuál conspiración? La que Dios puso en marcha en esta tierra mediante la persona de Jesús: construir, contra la corriente mundana, su ciudad en medio del mundo. Estoy completamente seguro de que seguirá apoyando esa conspiración desde su nuevo hogar en la casa del Padre.