La homilía del cardenal Angelo Scola

VIII aniversario de la muerte de don Giussani y XXXI del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de CL. Milán, 12 de febrero de 2013
Angelo Scola

1. «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo» (Lectura, Ecl 3,1). Todo hombre – es casi banal observarlo – en el arco de su existencia derriba y construye, llora y ríe, guarda luto y baila… En definitiva, como concluye el sabio en su poderosa síntesis, nace y muere. Nuestra existencia, ¿se reduce entonces a una ineluctable alternancia de eventos que padecer o es posible vivirla como protagonistas?
¿Cómo podemos reconocer si es momento para derribar o para construir, si es tiempo de conservar o de “desechar”? Dicho de otro modo, ¿puede el hombre ser efectivamente él mismo en cualquier circunstancia, incluso en la más inesperada, desconcertante o adversa?
Son preguntas decisivas que esta noche la liturgia nos plantea a todos, aquí reunidos, con ocasión del octavo aniversario de la muerte del Siervo de Dios Monseñor Luigi Giussani, para dar gracias al Señor por el reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación.
2. La Iglesia, nuestra indefectible madre y maestra, no deja de ofrecernos los criterios fundamentales para encontrar respuesta adecuada a estos dramáticos interrogantes que, queramos o no, albergan en el corazón de todos.
Tratemos en primer lugar de comprender el núcleo central de estos criterios, más aún cuando el carisma que el Espíritu ha otorgado a don Giussani sigue haciéndolos históricamente persuasivos para la vida de muchos fieles en el mundo entero.
La única perspectiva para juzgar y aceptar hasta el fondo cualquier circunstancia y relación es su verdad última. Para ilustrar este dato fundamental, don Giussani – cuyo “pensamiento original” solía captar las adquisiciones más significativas del pensamiento contemporáneo – recurrió a la palabra “destino”. Giussani, al despojarla de su carácter de “ciega necesidad”, volvió a proponerla a la libertad del hombre como criterio de verdad definitiva, en pro o en contra del cual la libertad está llamada siempre a decidir. ¡Cuántas veces nos invitó a “mirar y amar cada cosa y a cada persona por su destino”!
La liturgia de la Misa Votiva del Santísimo Nombre de Jesús que estamos celebrando lo subraya con fuerza mediante el insistente reclamo al cielo y a la vida eterna: «Tú nos enviaste a tu Hijo Unigénito para que… nos llamara a compartir la gloria eterna de tu reino» (Prefacio). La vida eterna es el destino del hombre. Pero, hecho sorprendente y feliz, el Prefacio pronuncia el “nombre admirable” que rescata a la idea del destino del riesgo de quedar relegada en un remoto y abstracto “después de la muerte”. Este nombre es el santísimo nombre de Jesús, el Verbo hecho carne. Nuestro destino ya está presente en nuestra vida, y la Eucaristía en la que participamos es ya el germen de nuestra resurrección.
3. El singular episodio del Evangelio de Marcos que acabamos de escuchar, aunque nos resulte un tanto arduo, es una confirmación crítica, es decir, cargada de razones, de que Jesús es el destino del hombre. Él es la verdad viviente y personal, operante en la historia, en la mía, en la tuya, en nuestra historia, en la historia de la Iglesia y de toda la familia humana.
Los saduceos, queriendo ponerle en dificultad, Le plantean una cuestión relativa al matrimonio y a la descendencia. Se trata de la pregunta sobre la verdad de la relación entre el hombre y la mujer en el matrimonio, en particular de su orientación a la fecundidad. A pesar de la llamada revolución sexual y la difundida praxis de una sexualidad replegada completamente sobre sí misma, el hombre y la mujer necesitan saber que su amor objetivo y efectivo será fecundo. ¿Cuál es la respuesta de Jesús? Él sitúa la verdad de este deseo fundamental en la perspectiva del destino. Éste se cumplirá definitivamente en la relación personal y eterna con el Dios vivo. Y sin embargo, el seguimiento de Jesús nos permite empezar ya a experimentarlo. ¿Cómo? Mediante el valor extraordinario que Dios otorga al matrimonio indisoluble, fiel y abierto a la vida.
Por tanto, queridos hermanos, la pasión por el destino propio y el de los demás, que don Giussani nos enseñó con su alto testimonio de vida, coincide con el ofrecimiento total de sí mismo para que todo hombre y toda mujer puedan encontrar el Rostro humano del destino: el Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación, Jesús, el amado. Éste y sólo éste es el criterio adecuado para responder a las preguntas del Eclesiastés.
4. A partir de este criterio fundamental, éstas se liberan de cualquier sombra de duda escéptica. Jesús, destino del yo, nos acompaña y custodia dentro de cualquier circunstancia y relación. Ciertamente, esto no se da sin que emerja en nosotros la plena responsabilidad del sujeto que la fe, por gracia, genera y lleva paulatinamente a maduración. Preguntémonos: ¿de qué modo la experiencia del “yo creo”, en el seno eclesial del “nosotros creemos”, promueve el nacimiento y acompaña el crecimiento de un sujeto así, capaz de amor y trabajo?
Aquí debemos considerar dos factores que nacen del criterio que Monseñor Giussani nos enseñó: “mirar y amar cada cosa y a cada persona por su destino”.
En primer lugar, Jesús, nuestro destino, nos asegura la unidad, desde el origen hasta el cumplimiento. Nuestra primera actitud por tanto debe ser la indomable pasión por la unidad como horizonte total de la existencia: unidad del yo regenerado en Cristo, unidad de la compañía vocacional en sus distintas formas eclesiales, unidad entre todos los fieles de la Iglesia, y sobre todo unidad con el Papa y los obispos en comunión con él, unidad del género humano. A propósito de esto don Giussani recordaba: «La amistad es el lugar donde el amor al destino del otro es lo constitutivo de la convivencia» (Tu (o dell’amicizia), Milán 1997, p. 293). Y no otra cosa. Tender hacia la unidad señala precisamente esa humanidad “pura”, a la que nos reclamó incansablemente, que no retrocede ante la extraña necesidad del sacrificio. El deseo de la unidad es constitutivo del destino del hombre. Pensemos en el llamado testamento de Jesús (cfr. Jn 17).
Sin embargo, para que la experiencia de la unidad no se reduzca a pura exhortación, hace falta reconocer una segunda actitud propia de un cristiano maduro. La actitud que implica la “confesión”. Para entender bien este valor que Jesús, nuestro destino, introduce podemos referirnos a lo que dijo el Papa hace unos días, hablando de san Pedro: «Este hombre, lleno de pasión, de deseo de Dios, de deseo del reino de Dios, del Mesías, este hombre que ha encontrado a Jesús, el Señor y el Mesías, es también el hombre que ha pecado, que ha caído, y sin embargo permanece delante de la mirada del Señor; por eso Cristo le confirma en su encargo, como responsable para la Iglesia de Dios, como portador de su amor» (Benedicto XVI, Lectio divina. Seminario Romano, 8 de febrero de 2013). Cuando el hombre permanece abierto y desarmado ante la Presencia del destino, cuando se deja escrutar hasta lo más profundo por la mirada de Dios, no teme moverse libremente dentro de la realidad. En este caso, está dispuesto no sólo a confesar su error, sino que sobre todo aprende que una actitud estable de confesión es garantía de verdad para toda acción suya. La cruz de Cristo, muerto inocente por nosotros, así lo exige. Y sin embargo, nosotros solemos huir de esta actitud, tan obstinadamente nuestro yo pretende ocupar el centro de la atención. En este sentido, don Giussani hablaba de la moralidad como de la capacidad de retomar siempre el camino: «La ascesis consiste justamente en reanudar siempre la marcha, no tanto en no equivocarse, no resbalar o caer» (Afecto y morada, Madrid 2004, p. 275).
Para comprender qué es la actitud de confesión debemos dar un paso más. En el reciente Sínodo de los Obispos el Papa vinculó la palabra “confesión” a la palabra “martirio”, es decir, al pagar con la propia vida. El mártir, el testigo es aquel que, exponiéndose en primera persona, permite el encuentro entre la libertad de Dios y la libertad de los hombres. El encuentro con Jesús Resucitado sucede siempre en el encuentro, de experiencia a experiencia, con un testigo. El testimonio no es sólo un buen ejemplo – en cierto sentido esto es algo obvio –, sino un verdadero conocimiento de la realidad que, por tanto, comunica la verdad.
El humilde y sorprendente gesto realizado ayer por Benedicto XVI, ¿no dilata tal vez nuestro modo de conocer lo que es una vida plena que sabe estar frente a Jesús destino del hombre? ¿Y acaso esta actitud ante la verdad no se comunica así a toda la familia humana?
5. La Iglesia universal y la Iglesia ambrosiana, que vive a imagen de la Iglesia universal (cf. LG 23), necesitan que todo cristiano, según su propia fisonomía personal y según las afinidades espirituales que los carismas generan en la comunidad, tendiendo a la unidad a todos los niveles y en actitud de confesión testimonial, viva esta pasión por Jesús destino del hombre. Con este propósito, también a vosotros, amigos de la Fraternidad de Comunión y Liberación, junto a todos los fieles ambrosianos, el Arzobispo quiere recordaros que la fe de la Iglesia es para el bien de nuestra sociedad plural. En la Carta pastoral, afirmaba: «Los cristianos están presentes en la historia como el alma del mundo, sienten la responsabilidad de proponer la vida buena del Evangelio en todos los ámbitos de la existencia humana. No pretenden una hegemonía y no pueden sustraerse al deber del testimonio» (Descubriendo al Dios cercano 12.4).
El carisma pedagógico de don Giussani surgió para comunicar la experiencia de Jesucristo en todos los ámbitos de la existencia humana. En este carácter encarnado está su peculiar y providencial naturaleza.
Preguntémonos: en la rápida transformación del mundo contemporáneo, ¿cuáles son los ámbitos de la existencia humana adonde llevar a Cristo? Yo creo que las cansadas Iglesias de Europa y los países probados donde éstas viven son ámbitos decisivos para los hombres del tercer milenio. Me permito decir que allí los cristianos, secundando el designio de Dios, están llamados a testimoniar la lógica de la encarnación. Dentro de las situaciones vocacionales cotidianas como la escuela, el trabajo, los barrios, la sociedad, la economía, la política, pero con amplio respiro, mostrad por tanto la belleza de la fe. En la crisis de fe en Europa, que según Benedicto XVI puede llevar al «tedio del ser», testimoniad, arriesgando personalmente, que el cristianismo es el “humanismo verdaderamente humano”. Esta tarea ya se ve en acto. El Espíritu no dejará, si es necesario, de sugerir nuevos pasos.
6. Queridos hermanos, hemos escuchado en el Salmo: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida». Que cada día más éste sea el deseo de nuestro corazón, la fuerza motora de nuestros pensamientos y juicios, de cada una de nuestras decisiones y acciones. Pidamos por tanto al Espíritu este gusto de vida nueva, confiándonos, también esta noche como todas noches, a los brazos de la Madonnina. Amén.