Homilía de S.E.R. Card. Angelo Scola, arzobispo de Milán - Misa por VII aniversario de la muerte de mons. Luigi Giussani

Angelo Scola

«El hombre no es dueño de su aliento vital ni puede retenerlo» (Primera Lectura, Qo 8,8). El autor del libro de Qohélet, un “predicador” tristemente avisado que vivió a comienzos del siglo II a.C. y que se ensimisma con el rey Salomón, indaga con crudo realismo sobre la precariedad de la existencia humana. Se escandaliza en particular por la imposibilidad de hacer justicia en la historia de los hombres: «También he observado lo siguiente: sepultan a los malvados» – tampoco ellos pueden retener su aliento vital – [pero] «la gente, al volver del lugar santo, se olvida en la ciudad de cómo habían obrado» (Primera Lectura, Qo 8,10). Este olvido calculado se ve agravado porque «como la sentencia dictada contra un delito no se ejecuta enseguida, el corazón humano está dispuesto a hacer el mal» (Primera Lectura, Qo 8,11).
La profundidad de la constatación («he observado» es la expresión más usada por Qohélet) es comparable sólo a su extraordinaria actualidad. Qohélet no se limita a resaltar la inevitabilidad de la muerte que, como un ruido de fondo, acompaña la vida de todos los hombres. Ni siquiera se detiene ante la angustiosa pregunta: «El hombre no sabe lo que va a suceder, ¿y quién le informará de lo que va a pasar?» (Primera Lectura, Qo 8,7). Entra en la existencia cotidiana en donde se mezclan verdad y mentira, bien y mal, justicia e injusticia.
La trama de los factores en juego le permite tejer la tela de la vanitas humana. ¿Puede alguno de nosotros, reunidos aquí en oración para renovar el vínculo paterno de comunión que nos une al querido monseñor Giussani, permanecer indiferente ante los interrogantes angustiosos y las amargas constataciones de Qohélet? No por casualidad la Iglesia, Madre y Maestra, nos invita a leer la circunstancia que nos reúne a la luz de la Palabra de Dios proclamada en esta santa acción eucarística. La liturgia es la forma (el paradigma) que ilumina la realidad de la vida, trama de circunstancias y de relaciones, como a monseñor Giussani le gustaba definirla. Vanitas, afirma Qohélet, es decir, inconsistencia. Inconsistencia de nuestro ser humano y de nuestra acción.

2. «Ya conozco eso de que: “Le irá bien al que tema a Dios…. No le irá bien al malvado”» (Primera Lectura, Qo 8,12-13). Al reflexionar sobre cada acción que se realiza bajo el sol, Qohélet encuentra en el temor de Dios una tabla de salvación a la que agarrarse en el vasto remolino del mal. Sin embargo, esto no parece liberarlo completamente del riesgo del naufragio, pues «hay honrados tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los honrados. También esto lo considero vanidad» (Primera Lectura, Qo 8,14).
¿Es que no podemos librarnos de esta opresión del mal que nos atenaza y hace sentir todo su peso en el mal del mundo, del que se habla a tiempo y a destiempo en estos momentos de crisis? Qohélet anticipa el grito de Pablo: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,24).
¿No fue acaso un aspecto genial de la propuesta educativa de monseñor Giussani volver a proponer la verdad cristiana de que nadie puede salvarse por sí mismo?
La decisión de celebrar la Misa votiva del Santísimo Nombre de Jesús en el VII aniversario de la muerte de monseñor Giussani y para recordar el XXX aniversario del reconocimiento pontificio de la “Fraternidad de Comunión y Liberación” indica claramente cuál es el camino de salvación que se nos ofrece a cada uno y a toda la humanidad.
La Oración del comienzo de la Asamblea litúrgica rezaba así: «Para tu Hijo, que vino entre nosotros, elegiste, oh Dios, un nombre que lo mostrase como salvador del género humano…». El nombre de Jesús significa “Dios salva”. En verdad Jesús ha resuelto el enigma del hombre revelándole su consistencia. Ésta arraiga en el amor con el que Dios «nos sacia por la mañana con su misericordia» y «hace prósperas las obras de nuestras manos» (Cfr. Salmo responsorial, Sal 90, 14a.17).

3. En Jesús, la vanitas (la inconsistencia), es vencida. «Adornado con tu nombre admirable que expresa salvación» – dice el Prefacio – Jesús nos acompaña, rescatándonos de nuestro pecado. Y el texto litúrgico añade, detallando con intensidad: «Dulce y consoladora certeza es su protección en los peligros de la vida, y en el trance de la muerte su nombre invocado es esperanza y aliento».
Todo tiene su consistencia en Cristo. «Omnia in Ipso constant» (Col 1,17). Es importante meditar largamente y someter nuestra vida cotidiana a esta convicción. Todo significa todo. En el misterio glorioso del Verbum caro todo ha sido salvado, porque todo ha sido asumido por Cristo. Desde sus inicios, la tradición de la Iglesia ambrosiana ha plasmado el método de la acción de Dios en la historia de los hombres (la encarnación) en una fecunda propuesta educativa. De este modo, ha generado a lo largo de los siglos hijos conscientes de que «mucho pierde el tiempo quien no te ama», Jesús.
Monseñor Giussani expresó esta sensibilidad ambrosiana con fuerza profética desde los años 50, educando en la asunción integral de cualquier aspecto de la existencia humana. Por la lógica de la encarnación, el cristiano es aquel que testimonia – en la familia, en el trabajo, en todos los niveles del ámbito social hasta el compromiso político – la obra salvífica del Crucificado Resucitado.

4. Amigos, la acción eucarística de esta noche nos sitúa a cada uno ante una disyuntiva que, unas veces tácita y casi imperceptible, otras de manera patente, acompaña todas nuestras acciones. Bajo la presión del mal, físico y sobre todo moral, puede abrirse paso en el cristiano la tentación de pensar que todo es vanitas, inconsistente. O el cristiano, en la práctica, presume de que puede salvarse por sí mismo, terminando a veces como los escribas que «buscan los asientos de honor en las sinagogas» (Evangelio, Mc 12,38 y 39), o bien su libertad cede ante la reprensión amorosa del Salmo: «Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: “Retornad, hijos de Adán”» (Salmo responsorial), como nos recordará dentro de algunos días la imposición de la Ceniza.
El retorno, fruto del perdón, nos hace capaces de un amor objetivo y efectivo. Al igual que Qohélet, también Jesús es un observador atento de la realidad: «Estando Jesús sentado enfrente de las arcas para las ofrendas, observaba…» (Evangelio, Mc 12,41). La viuda, que echa en el arca «todo lo que tenía para vivir» (Evangelio, Mc 12,44), muestra la forma plena de la libertad del cristiano, que está llamado a expresar en cada acción la primacía de Dios en su vida. La victoria sobre la vanitas, la gracia de la consistencia, radica por entero en el reconocimiento de Cristo presente, que nos pide una entrega total. Memoria y ofrecimiento expresan de este modo la plenitud afectiva que anhela todo hombre y de la que puede hacer experiencia el cristiano auténtico.

5. El Evangelio de hoy nos ofrece una última enseñanza valiosa. Está contenida en un pequeño pasaje narrativo, escondido como una perla en los pliegues del texto evangélico proclamado. «Llamando a sus discípulos» (Evangelio, Mc 12,43), Jesús les ayuda a comprender el gesto de la viuda.
¿Qué transparenta este gesto de Jesús? El sólido vínculo entre los miembros de aquella primera compañía generada por Él. Un parentesco más fuerte que el de la carne y la sangre, una fraternidad en la que se anticipa – como se muestra en la Santa Eucaristía – la vida del Paraíso. Cristo llama a los Suyos a hacer la experiencia inaudita de que la consistencia del “yo” es la comunión.
Comunión como estima a priori por el otro, porque tenemos en común al mismo Cristo. Comunión disponible a cualquier sacrificio por la unidad para que el mundo crea. «La expresión madura del compartir cristiano es, por tanto, una unidad que llega hasta lo sensible y lo visible. Ésta fue la expresión de Cristo durante el tormento final en su oración al Padre, cuando indicó que el testimonio decisivo de sus amigos consistiría en dicha unidad sensible y visible» (L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, p. 35). Esta es la victoria sobre la vanitas. Aquí, comunión es liberación.
«Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,3b). Cuando uno, por gracia, llega a ser amigo de Dios, la comunión desarrolla un irresistible movimiento que lleva a compartir la vida de todos los hombres, nuestros hermanos, en cualquier ambiente de la existencia humana. El agradecimiento por haber recibido todo genera gratuidad a la hora de darlo todo.

6. Queridos hermanos, el carisma católico que el Espíritu ha dado a monseñor Giussani, que la Iglesia ha reconocido universalmente, y del que pueden gozar hoy en el mundo decenas de miles de personas, floreció en esta Santa Iglesia ambrosiana. El amor que monseñor. Giussani sentía por ella está documentado por miles de signos y testimonios. Para los fieles de esta diócesis pertenecientes al Movimiento de Comunión y Liberación, este dato de hecho constituye una responsabilidad que debe ser siempre renovada: practicar, desde la asunción cordial del principio de la pluriformidad en la unidad, una profunda comunión con toda la Iglesia diocesana que vive a imagen de la Iglesia universal. Esta comunión se da con el Arzobispo, con los sacerdotes, con los religiosos y religiosas, con todas las agregaciones de fieles, con todos los bautizados y con todos los habitantes de nuestra “tierra media”.
El Encuentro de los Movimientos eclesiales y las Nuevas comunidades con el beato Juan Pablo II, que tuvo lugar el 30 de mayo de 1998, marcó un paso irrevocable hacia una nueva fase eclesial confirmada por los eventos que se están produciendo en la Iglesia y en nuestro país.
Como recuerda incesantemente Benedicto XVI, este es el tiempo de la nueva evangelización, al que deben concurrir en unidad armoniosa todas las realidades eclesiales.
El hombre posmoderno reclama salvación, consistencia: por eso necesita de personas que testimonien esa forma bella del mundo (Ecclesia forma mundi) que es la santa Iglesia de Dios.

7. «Concédenos la ayuda de tu gracia y asegúranos la alegría de encontrar escritos nuestros nombres en el cielo». Estas palabras de la Oración después de la Comunión expresan la fuente de nuestra alegría y esperanza: Jesucristo vivo en medio de nosotros y nuestra familiaridad con Él para el bien de nuestros hermanos los hombres. Amén.

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