Vivir la razón

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Apuntes tomados de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de universitarios
Milán, 21 de junio de 1996


Intervención. Este año nos hemos lanzado a hacer la Escuela de Comu¬nidad dentro del ambiente y esto se ha revelado como un fenómeno en sí mismo unificador y capaz de implicar¬nos, que nos ha permitido una relación inmediata con la gente. Sin embargo, la dificultad que surge es comprender el nexo que tiene la Escuela de comunidad con la vida y, en particular, con el contenido de lo que se estudia, porque, cuando se intenta establecer este nexo, la comparación re¬sulta sentimental o un pre¬texto. La consecuencia es que uno afronta los pro¬blemas solo o, como mu¬cho, se hacen juntos las iniciativas. Por otra parte, en una universidad que exige estudiar más cada vez, de tal modo que no queda espacio para otra cosa, establecer este nexo es fundamental para no vi¬vir la mayor parte del tiempo de un modo acrítico. Hemos tratado de ha¬cer encuentros culturales dentro de la universidad (en los que ha habido una enorme participación, sobre todo de jóvenes), pero nos cuesta mucho poner en juego esta capacidad crítica en lo cotidiano. Así pues, queríamos pregun¬tarle: ¿a qué se refiere Vd. cuando dice que la Escuela de Comunidad no se entiende si no se comprende su uti¬lidad para la vida? Y, después, ¿qué significa plantear también una asam¬blea de este modo?

Plantear una asamblea de este modo —respondo comenzando por la última parte de la pregunta—, significa reflejar el esquema con el que ha nacido nuestra experiencia. La Escuela de Comunidad se llamaba «raggio». Cuando la comunidad se reunía, la reu¬nión se llamaba «raggio». El «raggio» consiste en poner en común la propia experiencia. Cada uno debía contar su experiencia. Al final, el más adulto o el que tenía más autoridad trataba de dar una respuesta en la que estuvieran contenidas todas las verdades implíci¬tas en las intervenciones que se habían oído. Quiero decir que la respuesta a una pregunta sólo se le puede dar a quien trata realmente de encontrarla y de ponerla en práctica, de realizarla. Frente a un tema puesto a discusión en una reunión —una página del Evange¬lio o una pregunta ejem¬plar—, si tú no te esfuerzas en comprender de qué ma¬nera el reunirse aclara la respuesta a esta pregunta, si tú no te esfuerzas, aprende¬rás solamente las fórmulas.
Para poder responder a esta pregunta —se lo decía a quien me acompañaba hace un minuto, antes de que se detuviera el coche— siento la necesidad de dar respuesta primero a otra pre¬gunta: «Filosóficamente, es decir, desde el punto de vista de la razón, ¿cuál es la postura que distingue de to¬dos los demás grupos al mo¬vimiento? ¿Qué posición distinta tenemos desde el punto de vista del ojo, de la razón, de la observación?».
Para nosotros, el punto esencial de la cuestión es que la realidad se hace evidente en la experiencia. Escri¬bid esta frase, porque es capital. En la experiencia: como para Juan y Andrés, cuando vieron a Jesús: después de aquella tarde ninguno de ellos podía quitarse de encima la impresión que aquel hombre les había producido. La definición que he dado es importante para mí, como es importante el asom¬bro frente a la realidad de Jesús que tuvieron Juan y Andrés.
En cualquier caso, lo que quería decir, ante todo, es: «Muchachos, lo que nos importa es la realidad. Si algo no es real, ¿qué nos importa?; no nos importa porque no nos puede ser-vir de nada. Todo resulta evanescente, todo es vago. En cambio, a nosotros nos importa la realidad. ¡La realidad! No se trata de afirmar: «La realidad es la verdad», cosa que carece de sentido; sino: «la realidad es el ámbito en el que subsiste la verdad». En resu-men: es verdadero lo que es real, es real lo que es verdadero. Se puede utilizar, sin hacer mucha filosofía, la pa¬labra realidad y verdad. ¿Qué os pa¬rece? Esto es lo primero que subrayo. «Verdad», por tanto, para nosotros coincide con una «realidad». Para quien no coincidiera, ¿qué le supon¬dría? Que puede existir una verdad que no sea real. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Dónde está? ¿Dónde se encuentra? ¡¿En los humos del subsuelo o en el espacio vacío?! La verdad es real. La palabra «real» indica algo que es «ver¬dadero». Tanto es así que las palabras «real» y «verdadero» pueden intercam¬biarse.
Si es verdadero, existe. Si existe, es verdadero. Si existe, es verdadero sólo si se percibe en tanto en cuanto es\ no porque yo lo piense y así haga interve¬nir otro factor para añadir algo o para desplegar una fuerza que de otra forma la palabra no tendría. Verdadero y real tienen un enganche por el que el uno es el otro, implica el otro —o, de un modo más simple, es el otro—. Cuando los niños preguntan: «¿Pero es verdad?» —tú estás contando una his¬toria, un cuento, una fábula, y ellos di¬cen: «¿Pero es verdad? ¿Pero es ver¬dad, verdad, verdad?» (que es la fórmula del escepticismo entre los ni¬ños)— ellos «contestan» y justifican lo que he indicado ahora: es la realidad la que interesa, porque la verdad está en la realidad.
¿Queréis un ejemplo de esto, re¬ciente, de hace sólo dos o tres meses, cuando en los periódicos apareció una discusión entre científicos sobre la ver¬dad y sobre el infinito? Los científicos pueden utilizar la palabra «infinito» como ha hecho un conocido físico: «¿Infinito? Infinito quiere decir un fi¬nito que se extiende indefinidamente. Se puede concebir la realidad como in¬finita en el sentido de que el infinito es algo que se extiende, que se dilata siempre». Y yo decía: «¡No! ¡Infinito es otra casal» Infinito es algo no-ü- nito. Por eso el infinito es otra cosa: es una realidad, e indica una naturaleza, una estructura, algo que no es concebi¬ble nunca, en ningún sentido, como fi¬nito. Lo finito, aunque se dilatase du¬rante millones de siglos, aunque se dilatase hasta el infinito, en el sentido matemático del término, sería siempre finito. ¿Me explico? No se puede iden¬tificar el infinito como finito que se di¬lata. No se puede. ¡El infinito es otra cosa! ¡No es finito! Es una «cosa» que no es finita. Si es una realidad puedo imaginar que la tomo con las manos, que la miro con los ojos, que le digo: «desgraciada», «bandido», «tú», «bueno», «misericordioso». Si es una realidad, debo poderle decir, de la misma forma que le digo a un amigo o a un enemigo, como le digo a un ex¬traño: «¡Pase usted!», de un modo tan espontáneo, tan bueno, que el otro se maravilla y dice para sí: «¡Qué bueno es!». «Bueno» en el sentido de bondad.
En verdad, acabo de cometer un error, porque ¿cómo se puede contestar a una pregunta sin responder a todos los factores que entran en juego? Por¬que, una vez dicho esto de la realidad —la realidad es verdad—. es necesario proseguir: ¿cómo se puede conocer la verdad, cómo se puede conocer la rea¬lidad? ¿Cómo hace un científico para conocer una estrella lejana que los an¬tiguos no habían podido registrar? Sólo los telescopios modernos pueden ha¬cerla tan cercana que el científico la pueda conocer: debe, por tanto, acer¬carla más. ¿Qué quiere decir acercar más una estrella lejanísima que para los antiguos, observadores más serios, habría sido algo no-existente?, ¿cómo consiguen hacerla existente, hablar de ella como si estuviera presente?, ¿cómo consiguen hacer presente una lejanía? Si ésta, esta lejanía, entra en la experiencia. ¿Qué quiere decir que «entra en la experiencia»? Quiere decir que yo la veo como si fuera este vaso, como si fuera el amigo, como uno de los objetos que aferró en la amalgama de una colectividad de personas y co¬sas que aparece quién sabe de dónde y que va quién sabe adonde, pero que en un determinado momento se hace evi¬dente. Es como el resonador de Quincke (que yo estudié en el bachille¬rato). que es un instrumento utilizado para resaltar la nota que domina un acorde determinado: cuando un registro de sonidos pasa por delante del resona¬dor de Quincke, si la nota dominante es un re, por ejemplo, el resonador grita ese re predominando sobre las demás notas. La realidad se pone a tiro como contenido de nuestra conciencia, de nuestra actividad, y nosotros la afe¬rramos, en cuanto entra, en cuanto se permite que entre, en la experiencia. Por consiguiente, verdad y realidad se dejan reconocer en la experiencia. Pero, ¿qué es la experiencia? Pensemos en el verbo que hemos utilizado antes: «La realidad se evidencia en la experiencia»: en la experiencia se hace evidente lo que existe. Entonces, ¿qué es la experiencia? Se podría decir: «La experiencia coincide con el hacerse evidente de la realidad».
No puedes decir: «Señor. Dios del cielo y de la tierra», sin partir de una experiencia, de factores definidores que llenan el contenido de tu experien¬cia. Recordad la página de la Escuela de Comunidad, en El sentido religioso, donde se imagina, se os invita a imagi¬nar un hombre que nazca, mejor, que vosotros mismos nacierais con veinte años, con la conciencia que se tiene a los veinte años, que en el primer ins¬tante de vida tuvierais ya la conciencia que se tiene con veinte años. ¿Qué es lo primero que se os impondría? ¿Lo primero, en un sentido absoluto, que comprenderíais? Imaginadlo. Estoy dentro del vientre de mi madre. Un golpe. Salgo y abro los ojos. El primer aspecto de la realidad con que topa el ojo, que en este hipotético caso tiene ya la conciencia madura de los veinte años, lo primero que me impactaría, si yo abriese los ojos, con la conciencia que tengo ahora, no es «tú, él, ella», sino «todo junto», esta realidad hecha de mil jóvenes, la realidad, el mundo entero, todo lo que existe. Así pues, para volverse hacia Dios diciendo: «Dios del cielo y de la tierra», uno debe tener ya experiencia de ello, no puede dejar de partir de la experiencia de este Dios, de esta «realidad» ex¬traña, no imaginable, que uno no puede definir. Si uno no se ha pregun¬tado jamás: «La realidad, todo esto, ¿por qué existe?, ¿quién la ha hecho?», si uno no se ha preguntado esto jamás es como un niño desvalido o como un analfabeto que intenta leer un texto.
Así pues, éste es nuestro método para aclarar el problema del sentido religioso del hombre —que es el pro¬blema más profundo y totalizador del hombre—: es necesario ante todo con¬vertir en experiencia personal la rela¬ción entre el hombre y la realidad en cuanto ésta es originada. Se trata de realidad sólo si entra en la experien¬cia. Pero, ¿cómo hace Dios para entrar en tu experiencia? Entra en tu expe¬riencia si le dejas entrar. Hacerse la pregunta: «En el fondo, ¿por qué existe eso que se llama cielo y tierra, o mi acción pequeña y endeble?», pre¬guntarse así es poner de manifiesto que la realidad no se hace a sí misma, sino que se impone en ella algo que no definimos nosotros. En nuestra ex-periencia la realidad se evidencia; no «se forma», no «se hace», no «se construye», sino que se evidencia, se hace evidente. Se hace evidente algo que ya existe. Por eso la realidad se da a conocer en la experiencia: es de¬cir, cuando se percibe como algo que ya existe.
De aquí se derivan otras dos afir¬maciones que podrían representar el re¬sumen de toda nuestra cultura.
a) La primera pregunta, por tanto, sería: «¿De qué está hecha la reali¬dad?». Esta realidad se impone a nues¬tros ojos como algo que ya existe. Si yo naciera con la conciencia que se tiene a los veinte años, me daría cuenta, estaría obligado a admitir algo que ya existe. La realidad aparece como algo que ya está. ¡Existe algo distinto, aparece un algo distinto de aquello que yo establezco!
b) La segunda pregunta sería: «¿Pero cómo hacer para entrar en rela¬ción, cómo se puede conocer algo de este “algo distinto”, de este Dios —lla¬mémoslo así, para darnos prisa—?». Sólo si se revela, si se hace Jesús. Dios se revela si se hace hombre, en cuanto que se hace hombre, en la me¬dida en que se identifica con algo evi¬dente en la experiencia. ¡Y se ha hecho hombre! Si Dios se ha hecho hombre, se le puede conocer con adecuación y con respeto sólo a través de este ca¬mino. Por tanto, a Dios se le conoce en el hombre Jesucristo.
c) Tercera pregunta: «Pero Jesu¬cristo, ¿dónde está?». Respuesta: Jesús está en la compañía de hombres que lo reconocen y que se llama Iglesia. Igle¬sia: la compañía de los hombres que lo reconocen.
Estas son las tres grandes fórmulas de respuesta a las tres grandes pregun¬tas, cuya gravedad ninguna otra supera y que hacen encolerizar el corazón del hombre o la mente del hombre.
Pero, ¿cómo puedes decir: «Te amo. Dios mío», sin que sepas cons¬cientemente qué quiere decir amar? Sólo en la medida en que has hecho experiencia del amor puedes decir: «Te amo, Dios mío». «Oh, Jesús, de amor inflamado». ¿Qué quiere decir: «Jesús de amor inflamado»? ¿Jesús, inflamado de amor? Dios hecho hombre, un hom¬bre que ha dicho: «Felipe, me pregun¬tas de dónde vengo, pero ¿cuántas ve¬ces lo he dicho y no has comprendido? Felipe —decía Jesús en la última cena, antes de morir—, quien me ve a Mí ve el Misterio». Es cierto, es impresio¬nante imaginar cómo estaban aquellos doce hombres alrededor de aquel hom¬bre, un hombre como ellos —de quien conocían hasta la cocina donde había comido, la tienda donde había traba¬jado— que decía semejantes cosas. En la medida en que Jesús, como Dios, no se convierte en una realidad humana, no entra en nuestra experiencia, no po¬demos reconocerlo de modo adecuado; con la solidez, aunque también con la dificultad, con la fascinación, aunque también con el carácter enigmático con el que se presenta la realidad ante nuestros ojos. Tanto es así que tú a los quince años pretendes tener ya novia y —como se dice ahora— te juntas con ella, (chico y chica «se juntan»); pero no puedes realizar el amor, un amor humano, que sea humano, que sea amor, si no es haciendo referencia de alguna manera a la experiencia de amor que has tenido ya: la de tu madre y tu padre —aunque os pueda parecer repugnante esta alusión—, si no es ha¬ciendo referencia a una experiencia de amor ya vivida. Por lo cual, cuanto ha¬ces ahora recibe su valor de lo que vi¬viste primero. Como se comportaba tu madre contigo, como te hablaba tu pa¬dre, así hablas tú. así tiendes a hablar con ella, o con él. Existe una energía, una fuente distinta, distinta incluso de lo que habías aprendido antes, pero es distinta porque aún no es madura. A medida que madure comprenderás que el amor a tu padre o a tu madre tiene, en último término, idéntico rostro, idéntica frescura, la misma idéntica fuerza, que el amor entre el hombre y la mujer.
Entiendo que os estoy indicando distancias abismales, como de uno a otro margen del gran delta del río Amazonas —donde a lo largo de mil kilómetros desde una orilla no se vis¬lumbra la otra—. Necesitaremos tiempo y profundización. De todas formas, concluyo, el problema que ha planteado nuestra amiga es: hacer parte de la experiencia la realidad que nos interesa discutir, o descubrir, o servir, a fin de que sea útil para la afirmación de ese «yo» que parece tan pequeño como una brizna de hierba en el mundo, como un pequeño brote en una rama en marzo, y que, en cambio, está hecho para el Infinito.
Como decía Dante: «Ciascun confusa¬mente un Bene apprende nel qual si queli I'anima» («Cada uno confusa¬mente intuye un Bien en el cual se aquieta el alma»). El ánimo se «aquieta» cuando todo tiene respuesta. Como el hambre, cuando ha recibido el alimento que la ha satisfecho, se aplaca. Así es. en última instancia, el hecho del amor.

Intervención. Sin embargo, ¿poi¬qué uno siente el estudio dividido, siente la vida cotidiana dividida? ¿Qué debe hacer?

Cada uno de nosotros parte con la percepción de una división. Porque si una realidad es nueva, significa que no la tengo todavía; de ahí que yo parta con la percepción de que está todavía separada de mí. Debo conquistar la unidad con ella. Exactamente como hace el chico con la chica: son dos realidades divididas, pero el afecto em¬puja al individuo a realizar una unidad con lo que tiene delante, a comprender, a afirmar, a respetar lo que tiene delante, de modo que se convierten en una sola cosa. Y en la medida en que uno es ayudado a vivir esta experiencia de unidad, comprende que lo que pare¬cía unir más es lo que más distancia, como el instinto en un nivel inferior, y que lo que parecía intangible o abs¬tracto se convierte en una fuente más poderosa de afecto, de atracción, de simpatía, de entrega.

Intervención. Mi pregunta parte de una palabra con la que nos he¬mos topado a menudo en el trabajo de Escuela de Comunidad y en los textos que daban un juicio sobre las elecciones o sobre otros contenidos. Se trata de la palabra «pueblo» y querría pedirte que nos ayudaras a comprenderla mejor. Advertimos que, por ejemplo, proyecta una luz nueva incluso sobre la palabra com¬pañía, porque la Escuela de Comu¬nidad dice que la intervención de Dios se concreta en la historia de un pueblo, y un pueblo tiene sus le¬yes, sus cantos, sus guías. Es lo mismo que ha sucedido en mi vida y me doy cuenta de que he encontrado una historia particular, hecha de personas determinadas; en defini¬tiva, un pueblo.

«Compañía» quiere decir estar jun¬tos para algo; estar juntos sin este «para algo» molesta, incluso irrita, ahoga. Compañía es igual a estar jun¬tos por algo. La dignidad de la compa-ñía viene definida por la dignidad del «algo». Estar juntos para comer bo¬querones es un motivo, tiene un deter¬minado valor, pero estar juntos para estudiar a Dante o para comprender los misterios de la evolución del uni¬verso, en los que el hombre ha comen-zado a introducirse, es distinto. Com¬pañía es estar juntos para algo que se llama «finalidad». No existe una com¬pañía sin un fin. «Pueblo» es una compañía cuyo objetivo es llevar su propia contribución a la imagen de la historia. Compañía es estar juntos te¬niendo como objetivo contribuir con algo propio al desarrollo de la humani¬dad que se llama «historia». Desarrollo en sentido cuantitativo (de aquí la compañía del hombre y de la mujer) y en sentido social, como comprensión sostenida, motivada y buscada juntos (esto es la cultura), o como el reunirse para afrontar la historia con mayor efi¬cacia, desde un punto de vista que proporciona una fuerza mayor, una mayor seguridad, una mayor hegemo¬nía (y esto puede llamarse Estado, alianza entre Estados, o puede lla¬marse Imperio).

Intervención. ¿Qué relación hay entre lo que se ha subrayado ahora de la compañía y el hacer parte de la propia experiencia la realidad que nos interesa seguir, como dijiste al acabar tu anterior intervención?

La experiencia se hace tanto ma¬yor, desarrolla, por decirlo así, su orga¬nismo, la riqueza de su organismo, cuantas más aportaciones de realidad hace entrar en su percepción crítica, en su visión, en su mirada vigilante y analizadora. Como un radiólogo cuando mira el objeto de su análisis: cuantas más contribuciones ofrece ese objeto, tanto más rico se hace su cono¬cimiento. Cuanta más realidad entra en la experiencia, más potente se hace uno, más hombre, gigante, personali¬dad, más capaz es de tener claridad frente a las adversidades, de afrontarlas y de aprovechar, lleno de fantasía creativa, lo que podría resultar útil, lo que se le ofrece.

Intervención. Cada vez comprendo más que el movimiento es el lugar de mi persona, donde lo que soy no se conserva como en un frigorífico, sino que es abrazado, cuidado y puesto continuamente en marcha, donde la compañía de Aquél que hace mi cora¬zón se ha hecho palpable. Advierto el riesgo de que, en vez de ser el lugar de la petición, se convierta en el lugar del estancamiento, en la onda de lo que ya se sabe, o se cree ya saber, o caer en un apaciguamiento, que in¬cluye también una tranquilidad «reli¬giosa». Muchas veces estamos más preocupados por las consecuencias técnicas y por los discursos que hemos aprendido que por nuestra necesidad infinita y por la del mundo. El mayor riesgo que corremos, a mi parecer, es vivir aplicando un esquema.

No existe verdadera compañía si no está filtrada por una voluntad de bús¬queda de lo verdadero, es decir, de la realidad en cuanto deseable, y en úl¬tima instancia abierta a las exigencias del corazón, tal y como las reclama el concepto de razón que nuestra comunidad, desde el punto de vista cultural, ha expresado siempre. No es compañía si no aclara cuál es su objetivo. Jun¬tarse, chico y chica, sin ponerse como primera tarea aclarar qué sentido tiene este nexo, es echar toda la propia gran¬deza en la basura de la instintividad pura, de la instintividad malvada. Se corre el peligro de contradecirse inme-diatamente. No se está en compañía si no se aclara la finalidad para la que la relación está hecha. ¿Qué nos mantiene unidos?
La compañía por excelencia es la compañía al hombre como tal. al hom¬bre en cuanto realidad del mundo y de la historia, al hombre en cuanto reali¬dad destinada a algo que está siempre más allá, más grande, cada vez más grande. Entonces, en este tercer caso, se entiende que “compañía” es lo que te ayuda a darte cuenta de este Otro, de la realidad más grande para la que estás hecho, que te ayuda a dilatar las dimensiones de tu ánimo, a llenar de respuesta cada vez más adecuada la sed de tu corazón.

Intervención. Si pienso en mi expe¬riencia personal, el movimiento es pre¬cisamente lo que me impide estancarme, es el factor, en cierto sentido, de una intranquilidad, no de un “tranquilismo". Cuando, sin embargo, nues¬tra compañía se convierte en factor de este “tranquilismo”, es una señal de alarma.

Una compañía así se convierte en factor de obtusidad, es decir, ofusca el yo que la naturaleza lanza en la rela¬ción con todo lo que le rodea como reto, provocación, curiosidad, sed de posesión, estudio del acontecimiento, espera de un destino. La naturaleza en el origen no se equivoca: es el gesto de Dios que nos hace. No adherirse a la naturaleza original, esto es lo que confunde los términos, lo que desequi¬libra las cosas, lo que, en el tiempo, convierte en imposible la certeza del camino, no tanto de la felicidad que es propia de otro mundo, es decir, de otro nivel de nuestra vida (el otro mundo es otro nivel de esta vida, porque el otro mundo está ya en este mundo y es ne¬cesario descubrirlo, y para descubrirlo se necesita un sistema que no es el de las medidas decimales o los kilogra¬mos)... Si la compañía pierde la conciencia de que su objetivo, en úl¬timo término, es ayudar a la persona individual en esta dramática y fasci¬nante carrera, se convierte en fuente de obtusidad. Por eso todo tiende a ha¬cerse pesado y, en última instancia, du¬doso, y se piensa: «Ahora sube tú, que eres valiente». Uno se cree más inteli-gente que quien trata de llevar los pro¬blemas, y piensa: «¡Ocúpate tú!». Pero si no te responsabilizas como él te pierdes tú. te pierdes a ti misma, pier¬des tu humanidad y, sin este nexo, ¿qué harás? Serás presa de los sueños nocturnos o de las instintividades diur¬nas de todos los demás.

Intervención. A raíz del trabajo de Escuela de Comunidad y de lo que ha sucedido en los últimos meses, esto es, de las relaciones que nacieron con ocasión de tu intervención en la Uni¬versidad de Chieti, me doy cuenta de que la posibilidad de ser presencia, de ser nosotros mismos, proviene del ad¬herirse a Otro, del adherirse arries¬gando a la propuesta de Otro, es de¬cir, del sí a una relación. Quiero preguntarte cómo permanece este «sí» en el tiempo, porque apenas me de¬tengo a pensar, veo que cuando trato de vivir a partir mí mismo, el «sí» a Otro se pierde y prevalece lo ins¬tintivo.

La compañía es la expresión de la naturaleza del hombre, y también la condición de su camino —la condición de su búsqueda, la condición del afecto con el que trata de crear algo y de co¬municarlo—. La compañía es el instru¬mento que sostiene al hombre. Aun cuando resbala, aun cuando se queda débil por una enfermedad, la compañía lo ayuda a mantenerse en pie como persona: la compañía lo lleva aunque a él no le quede ya ninguna fuerza. Ante todo, la compañía es el instrumento para hacer continuo el «sí».
Por tanto, este «sí» permanece siendo fieles, siguiendo dentro de la compañía, aunque viniera una nube que no dejara ver nada. Quien, por una nube que haya surgido en su camino, hubiera abandonado la compañía, puede que no la retome jamás, pero puede también que pierda para siempre la esencia de esa compañía, su finali¬dad. Nunca hay que marcharse. La ley de la compañía es muy simple: si has entrado en ella, o eras un necio, o bien era algo justo, de alguna manera era justo, correspondía a lo que tú eres. Si has encontrado una compañía de la que puedes decir esto, o has podido decir esto alguna vez, quédate. Te juro que tu vida será retomada continuamente, no se perderá jamás, no se malogrará jamás. Por tanto, la fidelidad a la com¬pañía es el instrumento para decir «sí» a la compañía.

Intervención. ¿No te parece que uno de los mayores defectos que tene¬mos es actuar, casi sin darnos cuenta, como si dependiera todo de nosotros mismos?

Pues, sí. Quiero decir que, por mi temperamento, por mi formación y lo sucedido en mi vida, gracias a Dios ja¬más he tenido ni por un solo instante la temeridad o la estupidez o la super¬ficialidad de ánimo de decir o imaginar que yo pudiese hacer todo por mí mismo. Es una tentación que yo no he tenido nunca. Para quien, en cambio, sí la ha tenido, pobrecillo, digo: «Mira que tres se distingue de cero exacta¬mente igual que uno se distingue de cero, es decir, cero es cero: si uno es 0,0000001, ya es algo. Así, si tú dices: “todo depende de mí”, es como si afir¬maras que tú no eres cero». Pero no sólo eres cero, ¡ni siquiera existías! Por tanto, si no existías y ahora existes, lo que se desarrolla y se construye en ti es algo que encuentra su satisfacción, su alimento, en algo distinto. Por con¬siguiente, mientras permaneces —y en todo instante en que permaneces— en el círculo de ti mismo, te ahogas.

Intervención. Hace algún tiempo, los mayores, al hablar contigo, decían: «Nosotros ahora razonamos como tú, por tanto el problema de la razón está resuelto. En cambio, lo que nos queda es un problema afectivo: no amamos como amas tú». Tú respondiste que era justamente lo contrario: «Vosotros no sentís como yo».
Quiero hacerte una pregunta un poco articulada: primero, por qué de¬bemos sentir como tú: segundo, qué significa; tercero, cómo se hace.

Sentir como otro «quiere decir» identificarse con el modo con que él se pone frente a lo real, trata de discernir los factores (como un radiólogo frente a la placa), y trata de comparar estos factores particulares que ve con el cri¬terio que tiene dentro de sí, que es su corazón, que es el sentido de la expe¬riencia original. Ensimismarse con otro quiere decir tratar de comprender los criterios que utiliza, el modo de obrar, el punto de vista desde el cual afronta lo real, y el juego de posibles conexio¬nes que existe entre los factores que ve y la sed de su ánimo. Sentirte en el ánimo como me he sentido yo significa ensimismarte conmigo, repetir en ti cómo me he puesto yo frente a las co¬sas, cómo he mirado este cuadro y cómo lo he juzgado, un factor tras otro, en base a la evidencia (es decir, en base a las exigencias) de mi cora¬zón.
Y esto es tan importante «porque» se trata de la identificación con algo que uno ha experimentado como más humano, ¡más humano, más! Más aún, algo que ha aumentado la sed que se tenía antes. Y. por tanto, paradójica¬mente, es verdadera compañía la de aquél con quien me aumenta el deseo que tenía ya antes, es decir, me siento aún más lejano del objetivo que hay que alcanzar, me siento aún más pe¬queño de lo que me sentía antes. Para¬dójicamente, unirse a quien es más grande que nosotros, unirse a una ex-periencia más grande que la nuestra, nos hace sentir más pequeños, más mezquinos, más tímidos, más temero¬sos, más dubitativos; pero, al mismo tiempo, son como dos brazos que nos estrechan y ya no nos abandonarán ja¬más. Y por mucho que uno se deje caer como muerto, estos dos brazos no lo abandonan ni un milímetro, y cuando se reanima, se encuentra lle¬vado por lo menos un kilómetro más adelante. En la compañía se llega a experimentar algo que antes uno no po¬día ni siquiera imaginar. Cuando noso¬tros decimos que el amor verdadero del hombre a la mujer se realiza mu¬cho más en el momento en que el hombre identifica la posesión de la mujer con algo que nunca ha pensado antes, es decir, que existe una posesión más profunda que la posesión pura¬mente animal, instintiva, afirmamos que estar en compañía significa no de¬jarse parar por lo negativo, por nin¬guna negación, por ningún sacrificio, ni por la fatiga. Y la tensión, el deseo de lo más grande, de lo más verdadero, se hace más importante que cualquier otra preocupación.
El «cómo se hace», es “estar en la compañía”. Tú, hace unos años, esta¬bas en nuestra compañía, en la compa¬ñía del movimiento, digamos, con ex¬ponente 3, ahora estás en esta compañía con exponente 33. Antes, cuando te conocí al principio, eras mu¬cho más pequeño de como te veo ahora, no porque han pasado siete años, sino porque has «crecido». Tras siete años, hay mucha gente que co¬nocí hace siete años y que, en cambio, se ha vuelto más pequeña que antes: no han seguido a nadie, no han disfru¬tado de la compañía de nadie, no se han identificado con nada, por eso es¬tán inmersos en complicaciones o pol¬varedas de palabras; sólo les quedan aspectos resecos de unos planteamien¬tos mentales cuyo sentido original se ha perdido y en los cuales, por tanto, se ahogan. Y uno ya no puede libe¬rarse de este ahogo.

Intervención. El trabajo de este año ha tenido como fruto hermoso e inesperado, para mí y para algunos de mis amigos, la unidad; ya no puedo decir “yo" sin implicar a los demás. Querría saber cómo esto, que en el fondo es milagroso porque no es algo nuestro, puede hacerse más útil para mi vida y no decaer, no corromperse en connivencia.

En la medida en que tú buscas las razones de la respuesta que la compa¬ñía da a tus interrogantes. Como dice una frase de san Pedro a los primeros cristianos: «Buscad dar las razones del deseo que hay en vosotros» ¡Dar ra¬zón, a cualquiera, del deseo que hay en vosotros! Buscad comprender las razones del interrogante, del deseo, de la invitación, del ejemplo, que la co¬munidad os ofrece. En cambio, nor¬malmente, ¿qué sucede? Que nace una esperanza vaga, la cual se amortigua en seguida por nuestra pereza. Des¬pués, esta obtusidad se hace tan pe¬sada que la comunidad se convierte en un fardo, un peso más, un artificio más. La comunidad no es “algo más” en nuestra vida, un añadido, sino algo que se identifica cada vez más con nuestro vivir y lo hace más ligero, más pensativo, cada vez más claro en el entendimiento y más capaz de amar, más intenso como contenido amoroso, como capacidad afectiva. Cuanto más se vive la compañía, más ella nos hace capaces de comprender y de amar.

Intervención. ¿Cómo se cae en el riesgo de estar juntos justificándose?

No preguntándose las razones, ¡adiós!

Intervención. Además de pregun¬tarte qué significa sentir la realidad como la sientes tú, queríamos preguntarte también cómo ves tú la vida del CLU, es decir, cuáles son las cuestio¬nes que consideras más urgentes para nosotros.

Confieso en la respuesta mi «lí¬mite»: mi límite es una extrema, gus¬tosa confianza en la razón concebida y utilizada lo más coherentemente posi¬ble —aun a costa de tener que escalar una pared o continuar el camino de ro¬dillas—, cada vez más intensamente obedientes a la respuesta que la razón proporciona. Lo que falta hoy es lo que considero más necesario, lo pri¬mero que se precisa para no ser escla¬vos de la mentalidad común, para no homologarnos a la mentalidad de to¬dos: comprender las razones (lo que he dicho antes). Pero comprender las ra¬zones tiene un gran «defecto»: que para comprender las razones es necesa¬rio hacer «la pregunta». Lo más grave en nosotros es no hacer la pregunta, no buscar dónde está la pregunta, no tratar de definir bien la pregunta, de redefinir bien la pregunta. En definitiva: no es que yo achaque al CLU una tendencia a no hacer preguntas; mi objeción es que es necesario comprometerse a res¬ponder. a transmitir las respuestas según la originalidad evidente de la pre¬gunta: «¿Para qué existo? ¿Cómo hago para existir?». ¡Responder a la origina¬lidad de esta pregunta, he aquí el pro¬blema! «¿Qué quiere decir ser amado?» ¡Responder a la originalidad de esta pregunta, a la originalidad evi¬dente de esta pregunta, he aquí el pro¬blema! ¿Quién nos impide ser así? El seguir la mentalidad de lodos los de¬más: la mentalidad mundana no tiene otro objetivo que afirmar al Estado. El Estado, es decir, los amos, y basta. Fá¬cilmente. ni siquiera el padre y la ma¬dre tienen como objetivo, lo que les es propio por naturaleza (por ser padre y madre): el amor paterno y materno. A menudo, por la debilidad del individuo, por la debilidad que deriva de la con¬nivencia con la estructura social, tam¬bién el padre y la madre quieren tener el poder sobre su hijo; por ejemplo, que el hijo crezca según la imagen que se han hecho ellos. Sin embargo, el pa¬dre y la madre, la paternidad y la ma-ternidad son el punto en el que el error puede trocarse en arrepentimiento de un modo más fácil, más inmediato. Si tú les dices: «¿Y el destino de tu hijo?», ellos son los que más fácil¬mente pueden decirte: «Es verdad, tie¬nes razón, no lo había pensado nunca». Porque cuando un padre se encuentra frente a un hijo que se casa, un hijo que ingresa en un convento, un hijo que se hace cura, un hijo que hace una determinada profesión, un hijo que co¬rre el riesgo de una situación grave desde el punto de vista físico, en ese momento vuelve a tomar cuerpo en él lo que por naturaleza habría debido ha¬ber desde el principio: un amor, pues el amor está sólo ahí donde se quiere el bien del ser que se dice amar.

Intervención. Visto que nos estás insistiendo mucho, quería preguntar qué es la amistad, es decir, cuándo so¬mos amigos. Y, después, sobre la paciencia: muy a menudo, cuando oí¬mos lo que nos dices, tenemos una im¬paciencia por vivirlas inmediatamente, de cambiar inmediatamente: por todo esto, me gustaría comprender mejor qué es la paciencia y qué hacer, dónde mirar, para que la paciencia sea plena y no sea un esperar vacío, sino un tra¬bajo.

Ya lo he dicho antes. Somos ami¬gos cuando estamos juntos para un ob¬jetivo común. Así pues, ¿qué es la amistad? Su dignidad depende del ob¬jetivo que tengáis. Desde un punto de vista humano, no hay un objetivo ma¬yor que dar la propia contribución de protagonismo ejemplar a toda la histo¬ria: llevar a la historia, convertir en historia, mi personalidad, es decir, lle¬var a la historia, a la compañía de to¬dos, la contribución de mi personali¬dad. Esta fórmula a la que me acabo de referir no la entendéis, no se puede comprender inmediatamente. Frente a lo verdadero, frente a algo verdadero, aunque no se entienda nada, es imposi¬ble evitar de modo inmediato una im¬presión primordial, como la sensación que se tiene algunas veces en el alba de la mañana, cuando aún no ha salido el sol, pero como si, apenas esbozado, hubiera salido ya: porque hay tal luz en un cierto punto del globo que tú fi¬jas allí los ojos, esperando en aquel punto: va a salir por allí. Por eso. si vosotros persistís en una compañía con gente con la que os habéis juntado para aprender el camino de la vida y de su destino, si es esta la razón por la que os habéis juntado, no lo perderéis nunca. Habrá quizás inmensas plagas sofocadas a causa de unos miasmas, pervertidas por inclinaciones injustas, en vuestra vida inmadura, intimidada por el sentimiento, capaz de perder el tiempo. «Perditum non redil tempus»: ésta, que es la primera fórmula latina que aprendí en el colegio, ha permane¬cido en mí como una gran fijación. «Perditum non redit tempus», el tiempo perdido no vuelve jamás. En última instancia, es falsa; pero es la compañía la que te hace comprender que tu comportamiento anterior no constituye una objeción para el paso que tienes que dar ahora. Antes tuviste un comportamiento tan absurdo que ahora desesperas de ti mismo. ¡Jamás! En la compañía esto se vence siempre, siempre. La compañía te ayuda —y fuera de ella no hay nadie que te pueda ayudar—, la compañía te ayuda a superar incluso el gran katekon, la gran obiectio, que es la objeción de tu abyección: tu error no se convierte nunca en una razón en contra, nunca.
Y después, el tiempo. El tiempo es necesario, entra como factor necesario para conocer. Sólo para Lucifer, sólo para el concepto de ángel como espí¬ritu puro, según la tradición judeocristiana, el tiempo no es necesario. Para nosotros, el tiempo entra en la defini¬ción de nuestro actuar humano, de nuestro actuar razonable, de nuestro pensar, por tanto de nuestra afección, de nuestro amar. Uno ama de modo distinto a los treinta y ocho años que a los dieciocho; no en un sentido banal, no es una frase banal. Porque el tiempo, el puro pasar del tiempo, cam¬bia. La compañía está en función tam¬bién de la salvación que el tiempo trae consigo. Jesús ha dicho la frase más hermosa que jamás se ha dicho sobre esto: «En vuestra paciencia poseeréis la vida, vuestra vida». Podríamos tradu¬cir: poseeréis el ser, vuestro yo coinci¬dirá con el ser, vuestro yo coincidirá con la mirada infinita y con el amor infinito, vuestro yo coincidirá con Dios: Filii Dei estis, sois hijos de Dios. La objeción. «Todo esto son fan¬tasías», es tan fácil de decir como im¬posible de sostener. El hombre está he¬cho realmente para algo sin fin. Y. en efecto, las exigencias con las que afronta toda la realidad, estas exigen¬cias son por naturaleza exigencias infi¬nitas. Infinito no es igual a «finito que se alarga». Esta dilatación puede suce¬der durante miles y miles de siglos, pero queda siempre finito. Por eso el finito es mensurable, esencialmente mensurable. El Infinito es algo que es infinito desde el primer instante. Es la definición de eternidad según santo To¬más: el infinito es algo que es infinito como tal, que está definido por su infi¬nitud. Esto nos desborda por todas par¬tes porque no es nosotros. ¿Qué mide, entonces, nuestra paciencia, que nos permite poseer este Otro Supremo? Nuestra paciencia mide la humilde afir¬mación de Su existencia a lo largo de todo el tiempo, a los diez años, a los veinte años, a los treinta años, a los cuarenta años. Cuando uno a los se-tenta u ochenta años muere es sencilla¬mente —con más sencillez—, más ca¬paz de afirmar esta totalidad como su Señor, frente al que puede estar como el Hijo Pródigo entre los brazos del Padre pintado por Rembrandt.
En cualquier caso, quiero tener la satisfacción de deciros una cosa. Mi¬rad, por favor, que mi desbordamiento inicial, mi insistencia inicial identifica el punto capital de una autoconciencia, desde el punto de vista de un hombre que no es un simple carretero, que ha tenido un cierto surplus de preguntas y de provocaciones en la vida, es decir, que ha sido destinado a una mayor ri¬queza explosiva y expansiva en la vida. El primer problema, desde el punto de vista cultural, es capital: la realidad. ¿Por qué? Porque si vais a Bolonia o a Turín, ciertos intelectuales os cuestionan la palabra realidad. Sartre cuestiona la palabra realidad: Kafka cuestiona la palabra realidad —no, Kafka no, porque es demasiado rea¬lista. El terror del hombre moderno, desde un punto de vista cultural, es completar las teorías nihilistas que han desembarcado en el mundo, como el ejército americano desembarcó en
Francia, con las páginas de Nietzsche, con el nihilismo de Nietzsche. En cam¬bio, la realidad es la realidad. En mi primera clase en el liceo Berchet em¬pecé diciendo: suponed que yo, profe¬sor, enfermo y viene un profesor su¬plente: «¿Hasta dónde habéis llegado?», pregunta. Respuesta: «Al problema: qué es la realidad». «¿Qué es la realidad? Según el niño es algo así, según el adulto algo así; en defini¬tiva, son puntos de vista distintos, cada uno tiene su punto de vista». Se trata de un profesor relativista, para quien la realidad es lo que le aparece a cada uno, es como se le presenta a cada uno. Después también este profesor en¬ferma porque hay una epidemia, y viene entonces otro suplente. «¿En qué punto estáis?». «En qué es la realidad». «¿Qué es la realidad? Esto es un vaso, ¿está claro? No. ¡Demostrádmelo!». Este es un profesor que pertenece a otra zona filosófica, a otro tempera¬mento filosófico, para quien la inteli¬gencia es escepticismo, es desarrollar, en el contacto con la realidad, un es¬cepticismo. No se puede saber nada de nada. Aristóteles respondería, y yo res¬pondo, frente a este segundo caso: es de locos preguntarse las razones de lo que la evidencia muestra como hecho. Frente al hecho, la demostración del hecho es el hecho mismo. Es necesario adquirir la certeza al nivel de estas cuestiones. La realidad, por tanto, se percibe: es un vaso; es un gran meca¬nismo para contribuir a crear esos «ob¬jetos» que van por el cielo, los cohetes; etc. La realidad es lo que se presenta a la evidencia, es lo que muestra su exis¬tencia a la evidencia, es lo que es existente, es la existencia de lo que se presenta como evidente.
Aclarar todos estos asuntos nos pone también en un camino hermoso, con la voluntad de grabar cada vez mejor las palabras, de tomar gusto a la definición más clara, más nítida, más precisa. Yo salí de mi instituto, de la primera hora de clase en un primer curso de Liceo Clásico, con una gran alegría. Me marché aquella mañana del Berchet, tomé la vía Lamarmora casi canturreando, porque comprendía que había entrado en la escuela, esto es, allí donde la sociedad infla sus pala¬bras y hace confluir todos sus esfuer¬zos, para defender la razón. Sin razón no existe ni siquiera fe, sino simple¬mente sentimentalismo. Pero usar la ra¬zón significa ser capaces de hacer el oficio más sofisticado que exista, el más sencillo y a la vez el más sofisti¬cado. El «más sofisticado», porque identifica el punto por el que se entra en una galería donde es necesario estar juntos, no perder el paso, contener la respiración. Vivir la razón: esto no te lleva, pero dispone, abre, abre de par en par, al supremo ignoto, al punto im¬previsto, como decía Montale, a ese imprevisto del que todo el mundo dice que es mejor no hablar.

Intervención. Se nos ha ayudado a juzgar la actividad de un año. Tene¬mos que retomar este diálogo en el trabajo del verano, comenzando por nuestros apuntes, sin esperar a que salga el texto escrito.

Comenzando por los apuntes que saldrán escritos, pero inmersos en el recuerdo de esta hora y, sobre todo, comparándolos con la exposición que de este mismo tema se hace en la Es¬cuela de Comunidad, porque lo mejor, «¡lo mejor!», es el libro.

Vivir la razón

Página Uno
Luigi Giussani

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de universitarios. Milán, 21 de junio de 1996

Intervención. Este año hemos empezado a hacer la Escuela de comunidad en la universidad, en el ambiente donde vivimos diariamente. Este simple hecho ha favorecido una relación directa con nuestros compañeros de universidad. Sin embargo, emerge una dificultad, la de entender el nexo que la Escuela de comunidad tiene con la vida y, en particular, con los contenidos del estudio, porque, cuando tratamos de establecer este nexo, la comparación resulta emotiva o un pretexto. La consecuencia es que cada uno afronta solo los problemas que se le plantean o, como mucho, se hacen juntos las iniciativas. Por otra parte, en una universidad que nos exige cada vez más estudiar, de tal modo que no queda espacio para otra cosa, establecer este nexo es fundamental para no vivir la mayor parte del tiempo de modo acrítico. Hemos organizado varios actos culturales en la universidad que han obtenido una enorme participación, sobre todo juvenil, pero nos cuesta mucho poner en juego esta capacidad crítica en lo cotidiano. Así pues, queríamos preguntarle: ¿a qué se refiere usted cuándo dice que la Escuela de comunidad no se entiende si no se comprende su utilidad para la vida? Y, después, ¿qué significa plantear también una asamblea de este modo?
Plantear una asamblea de este modo –respondo empezando por la última parte de la pregunta– significa reflejar el “esquema” con el que nació nuestra experiencia. La Escuela de comunidad se llamó raggio, es decir, “radio”. Cuando la comunidad se reunía, llamábamos la reunión “radio”. El término “radio” indicaba la puesta en común de la propia experiencia. Cada uno de los que acudían al encuentro debía contar su experiencia. Al final, el más adulto o el que tenía más autoridad trataba de dar una respuesta en la que estuvieran contenidas todas las verdades implícitas en las intervenciones que se habían escuchado. Quiero decir que la respuesta a una pregunta sólo se le puede dar a quien trata realmente de encontrarla y de realizarla, de concretarla. Frente al tema que se aborda en una reunión –una página del Evangelio o una pregunta ejemplar–, si no te esfuerzas en comprender de qué manera el reunirse aclara la respuesta a esta pregunta, si no te esfuerzas, aprenderás tan solo unas fórmulas.
Me quedo un tanto perplejo a la hora de contestar a vuestra pregunta porque –como acababa de comentarle a quien me traía aquí en coche, hace un momento– ello implica contestar antes a otra pregunta: «Filosóficamente, es decir, desde el punto de vista de la razón, ¿cuál es la postura que distingue de todos los demás grupos al movimiento? ¿Qué postura diferente asumimos desde el punto de vista de la mirada, de la observación, de la razón?
Para nosotros, el punto crucial es que la realidad se hace evidente en la experiencia. Escribid esta frase, porque es capital. En la experiencia. Como para Juan y Andrés, cuando vieron a Jesús: después de aquella tarde ninguno de ellos podía quitarse de encima la impresión que aquel hombre les había producido. La definición que acabo de dar es tan importante para mí como lo es el asombro que Juan y Andrés tuvieron ante la realidad de Jesús.
En cualquier caso, lo que quería decir, ante todo, es: «Chicos, lo que nos importa es la realidad». Si algo no es real, ¿qué nos importa?, ¿en qué nos afecta?; no nos puede servir de nada. Todo resulta evanescente, todo es lábil. En cambio, lo que importa es la realidad. ¡La realidad! No se trata de afirmar: «La realidad es la verdad», cosa que carece de sentido; sino «La realidad es el ámbito en el que subsiste la verdad », es la figura con la que coincide la verdad. En resumen: es verdadero lo que es real, es real lo que es verdadero. Se pueden utilizar, sin hacer mucha filosofía, las palabras realidad y verdad. ¿Qué os parece? Esto es lo primero que subrayo. Por tanto, «verdad» para nosotros coincide con una «realidad». Para quien no coincidiera, ¿qué le supondría? Que puede existir una verdad que no sea real. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Dónde está? ¿Dónde se encuentra? ¡¿En los humos del subsuelo o en el espacio vacío?! La verdad es real. La palabra “real” indica algo que es “verdadero”. Tanto es así que las palabras “real” y “verdadero” pueden intercambiarse. Si es verdadero, existe; si no es verdadero, no existe. Si existe, es algo verdadero. Si existe, es verdadero sólo si se percibe en tanto en cuanto es; no porque yo lo piense y así haga intervenir otro factor para añadir algo o para desplegar una fuerza que de otro modo la palabra no tendría. Verdadero y real tienen un enganche porque el uno conlleva el otro, implica el otro –o, dicho de un modo más simple, es el otro–. Cuando los niños preguntan: «¿Pero, es verdad?» –tú estás contándoles una historia, un cuento, una fábula, y ellos te preguntan: ¿Pero es verdad? ¿Pero es verdad, verdad, verdad?» (que es la fórmula del escepticismo entre los niños)–, de alguna manera “critican” y justifican lo que he indicado ahora: es la realidad lo que interesa, porque la verdad está en la realidad.
¿Queréis un ejemplo reciente? Hace tan sólo dos o tres meses, en los periódicos apareció una discusión entre científicos sobre la verdad y el infinito. Los científicos pueden usar la palabra “infinito” como ha hecho un conocido físico: «¿Infinito? Infinito quiere decir algo finito que se extiende indefinidamente. Se puede concebir la realidad como infinita en el sentido de que el infinito es algo que se extiende, que se dilata sin término». Y yo decía: «¡No! ¡El infinito es otra cosa!». Infinito es algo no-finito. Por tanto el infinito es otra cosa: es una realidad, e indica una naturaleza, una estructura, algo que no es concebible nunca, en ningún sentido, como finito. Lo finito, aunque se dilatase durante millones de siglos, aunque se dilatase hasta el infinito, en el sentido matemático del término, sería siempre finito. ¿Me explico? No se puede identificar el infinito con algo finito que se dilata. No se puede. ¡El infinito es otra cosa! ¡No es finito! Es una “cosa”, que no es finita. Si es una realidad puedo imaginar que la tomo con las manos, que la miro con los ojos, que le digo: «desgraciada», «bandido», «tú», «bueno», «misericordioso». Si es una realidad, debo poder dirigirme a ella, de la misma forma que le digo a un amigo o a un enemigo, como le digo a un extraño: «¡Pase usted!», de un modo tan espontáneo, tan bueno, que el otro se maravilla y dice para sí: «¡Qué bueno es este hombre!». «Bueno» en el sentido de bondad.
En verdad, acabo de cometer un error, porque ¿cómo se puede contestar a una pregunta sin responder a todos los factores que implica? Porque, una vez dicho esto de la realidad –la realidad es verdad–, hace falta proceder en la argumentación: ¿cómo se puede conocer la verdad, cómo se puede conocer la realidad? ¿Cómo hace un científico para conocer una estrella lejana que los antiguos no habían podido registrar? Sólo los telescopios modernos pueden hacerla cercana, de manera que el científico la pueda estudiar: debe, por tanto, acercarla más. ¿Qué quiere decir acercar más una estrella lejanísima que para los antiguos, observadores más serios, habría sido algo no-existente? ¿Cómo consiguen hacerla existente y hablar de ella como si estuviera presente? ¿Cómo consiguen hacer presente una lejanía? Si ella, esta lejanía, entra en la experiencia. ¿Qué quiere decir que «entra» en la experiencia? Quiere decir que yo la veo como si fuera este vaso, como si fuera el amigo, como uno de los objetos que aferro en el conjunto de personas y cosas que aparece quién sabe de dónde y que va quién sabe a dónde, pero que en un determinado momento se hace evidente. Es como el resonador de Quincke (que yo estudié en el bachillerato), que es un instrumento para resaltar la nota que domina en un acorde determinado: cuando un registro de sonidos pasa por delante del resonador de Quincke, si la nota dominante es un re, por ejemplo, el resonador amplifica ese re predominando sobre las demás notas. La realidad se pone a tiro como contenido de nuestra conciencia y de nuestra actividad, y nosotros la aferramos, en cuanto que entra en la experiencia, entra en el ámbito de nuestra experiencia. Por tanto, verdad y realidad se dan a conocer en la experiencia. Pero, ¿qué es la experiencia? Pensemos en el verbo que hemos utilizado antes: «La realidad se evidencia en la experiencia»: en la experiencia se hace evidente lo que existe. Entonces, ¿qué es la experiencia? Se podría decir: «La experiencia coincide con el hacerse evidente de la realidad».

No puedes decir: «Señor, Dios del cielo y de la tierra», sin partir de la experiencia, de factores que definen tu experiencia. Recordad la página de la Escuela de comunidad, en El sentido religioso, donde se imagina, se os invita a imaginar un hombre que nazca, mejor dicho, que vosotros mismos nacierais con veinte años, con la conciencia que se tiene a los veinte años, que en el primer instante de vida tuvierais ya la conciencia que se tiene con veinte años. ¿Qué es lo primero que se os impondría? ¿Lo primero, en un sentido absoluto, que comprenderíais? Imaginadlo. Estoy dentro del vientre de mi madre. Salgo y abro los ojos. El primer aspecto de la realidad que mi ojo vería, que en este caso hipotético tiene ya la conciencia madura de los veinte años, lo primero que me impactaría, si yo abriera los ojos, con la conciencia que tengo ahora, no es «tú, él, ella», sino «todo junto», esta realidad hecha de mil jóvenes, la realidad, el mundo entero, todo lo que existe. Así pues, para dirigirse a Dios diciendo: «Dios del cielo y la tierra», uno debe tener ya experiencia de ello, no puede dejar de partir de la experiencia de este Dios, de esta “realidad” extraña, no imaginable, que uno no puede definir. Si uno no se ha preguntado jamás: «La realidad, todo esto, ¿por qué existe?, ¿quién la ha hecho?», si uno no se ha preguntado esto jamás es como un niño desvalido o como un analfabeto que intenta leer un texto. Así pues, este es nuestro método para aclarar el problema del sentido religioso del hombre –que es el problema más profundo y totalizador del hombre–: es necesario ante todo convertir en experiencia personal la relación entre el hombre y la realidad en cuanto esta es originada. Se trata de realidad sólo si entra en la experiencia. Pero. ¿cómo hace Dios para entrar en tu experiencia? Entra en tu experiencia si lo dejas entrar. Plantearse las preguntas: «En el fondo, ¿de qué está hecho el mundo? En el fondo, ¿por qué existe eso que se llama cielo y tierra? En el fondo, ¿en qué consiste mi acción pequeña y efímera?», es poner de manifiesto que la realidad no se hace a sí misma, sino que se impone en ella algo que no definimos nosotros. En nuestra experiencia la realidad se evidencia; no “se forma”, no “se hace”, no “se construye”, sino que se evidencia, se hace evidente. Se hace evidente algo que ya existe. Por eso la realidad se da a conocer en la experiencia: es decir, cuando se percibe como algo que ya existe. De aquí se derivan otras dos afirmaciones que podrían resumir toda nuestra cultura. a) La primera pregunta, por tanto, sería: «¿De qué está hecha la realidad?». Esta realidad se impone a nuestros ojos como algo que ya existe. Si yo naciera con la conciencia que se tiene a los veinte años, me percataría, estaría obligado a admitir algo que ya existe. La realidad aparece como algo que ya está. ¡Existe algo distinto, aparece algo distinto de aquello que yo establezco! b) La segunda pregunta sería: «¿Pero cómo hacer para entrar en relación con este “algo distinto”, cómo se puede conocer algo de este Dios –llamémoslo así, para abreviar–?». Sólo si se revela, si se convierte en Jesús. Dios se revela si se hace hombre, en cuánto que se hace hombre, en la medida en que se identifica con algo evidente en la experiencia. ¡Y se hizo hombre! Si Dios se ha hecho hombre, sólo se le puede conocer de manera adecuada y respetuosa a través de este camino. Entonces, a Dios se le conoce en el hombre Jesucristo. c) Tercera pregunta: «Pero Jesucristo, ¿dónde está?». Respuesta: Jesús está en la compañía de hombres que lo reconocen y que se llama Iglesia. Iglesia: la compañía de los hombres que lo reconocen. Estas son las tres grandes fórmulas de respuesta a las tres grandes preguntas, cuya gravedad ninguna otra supera; preguntas que irritan el corazón del hombre o la mente del hombre. Pero, ¿cómo puedes decir: «Te amo, Dios mío», sin que sepas conscientemente qué quiere decir amar? Sólo en la medida en que has hecho experiencia del amor puedes decir: «Te amo, Dios mío». «Oh, Jesús de amor ardiente». ¿Qué quiere decir: «Jesús de amor ardiente»? ¿Jesús ardiente de amor? Dios hecho hombre, un hombre que dijo: «Felipe, me preguntas de dónde vengo, pero ¿cuántas veces lo he dicho y no has comprendido? Felipe –dijo Jesús en la última cena, antes de morir–, quien me ve a mí ve el Misterio». Es cierto, es impresionante imaginar cómo estaban aquellos doce hombres alrededor de aquel hombre, un hombre como ellos –de quien conocían hasta la cocina donde había comido, la tienda donde había trabajado– que decía semejantes cosas. En la medida en que Jesús, como Dios, no se convierte en una realidad humana y no entra en nuestra experiencia, no podemos reconocerlo de modo adecuado; con la solidez, aunque también con la dificultad, con la fascinación, aunque también con el carácter enigmático con el que se presenta la realidad ante nuestros ojos. Tanto es así que tú a los quince años pretendes tener ya novia y –como se dice ahora– te juntas con ella (chico y chica “se juntan”); pero no logras amar de verdad, no vives un amor humano que sea verdaderamente humano, que sea amor, si no es haciendo referencia de alguna manera a la experiencia de amor que has tenido: la de tu madre y de tu padre –aunque esta alusión os pueda parecer molesta–, si no es haciendo referencia a una experiencia de amor ya vivida. Por lo cual, lo que haces ahora recibe su valor de lo que viviste primero. Como se comportaba tu madre contigo, como te hablaba tu padre, así hablas tú, así tiendes a hablar con ella o con él. Existe en ti una energía, una fuente distinta, distinta incluso de lo que habías aprendido antes, pero es distinta porque aún no es madura. A medida que madure comprenderás que el amor a tu padre y a tu madre tiene, en último término, idéntico rostro, idéntica frescura, la misma idéntica fuerza que tiene el amor entre el hombre y la mujer. Entiendo que os estoy indicando distancias abismales, como de uno a otro margen del gran delta del río Amazonas –donde a lo largo de mil kilómetros desde una orilla no se vislumbra la otra–. Necesitamos tiempo y profundización. De todas formas, concluyo, el problema que ha planteado nuestra amiga es identificar en la experiencia la realidad que nos interesa discutir, descubrir, servir, a fin de que sea útil para la afirmación de ese “yo” que parece tan pequeño como una brizna de hierba en el mundo, como un pequeño brote en una rama en marzo, y que, en cambio, está hecho para el Infinito. Como decía Dante: «Cada uno confusamente intuye un Bien en el cual se aquieta el alma». El ánimo se “aquieta” cuando todo tiene repuesta. Como el hambre, cuando ha recibido el alimento que la ha satisfecho, se aplaca. Así es, en última instancia, el hecho del amor.
Intervención. Frente a estas observaciones que expresan lo que hemos encontrado, ¿por qué uno siente el estudio ajeno, siente la vida cotidiana dividida? ¿Qué debe hacer?
Cada uno de nosotros parte con la percepción de una división. Porque si una realidad es nueva, significa que no la poseo todavía; de ahí que yo parta con la percepción de que está todavía separada de mí. Debo conquistar la unidad con ella. Exactamente como el chico hace con la chica: son dos realidades separadas, pero el afecto empuja al individuo a realizar una unidad con lo que tiene delante, a comprender, a afirmar, a respetar lo que tiene delante, de modo que se convierten en una sola cosa. Y en la medida en que uno es ayudado a vivir esta experiencia de unidad, comprende que lo que parecía unir más es lo que más distancia, como el instinto en un nivel inferior, y que lo que parecía intangible o abstracto se convierte en una fuente más poderosa de afecto, de atracción, de simpatía, de entrega.

Intervención. Mi pregunta parte de una palabra con la que nos hemos topado a menudo en el trabajo de Escuela de comunidad y en los textos que daban un juicio sobre las elecciones y otros contenidos. Se trata de la palabra “pueblo” y querría pedirte que nos ayudaras a entenderla mejor. Advertimos que, por ejemplo, proyecta una luz nueva sobre la palabra “compañía”, porque la Escuela de comunidad dice que la intervención de Dios se concreta en la historia de un pueblo, y un pueblo tiene sus leyes, sus cantos, sus guías. Es lo mismo que ha sucedido en mi vida y me doy cuenta de que he encontrado una historia particular, hecha de personas determinadas; en definitiva, un pueblo.
“Compañía” quiere decir estar juntos por algo; estar juntos sin este “por algo” molesta, incluso irrita, ahoga. Compañía es igual a estar juntos por algo. La dignidad de la compañía se define por la dignidad de ese “algo”. Una cosa es juntarse para comer boquerones –eso tiene un determinado valor– y otra juntarse para estudiar a Dante o para comprender los misterios de la evolución del universo, en los que el hombre ha comenzado a introducirse; es distinto. Compañía es estar juntos por algo que se llama “finalidad”. No existe una compañía sin un fin. “Pueblo” es una compañía cuyo objetivo es llevar su propia contribución a la imagen de la historia. Compañía es estar juntos teniendo como objetivo contribuir con algo propio al desarrollo de la humanidad que se llama “historia”. Desarrollo en sentido cuantitativo (de aquí la compañía entra hombre y mujer) y en sentido social, como comprensión sostenida, motivada y buscada juntos (esto es la cultura), o como el reunirse para afrontar la historia con mayor eficacia, desde un punto de vista que proporciona una fuerza mayor, una mayor seguridad, una mayor hegemonía (y esto puede llamarse Estado, alianza entre Estados, o puede llamarse Imperio).

(El texto íntegro aparece publicado en Palabra entre nosotros, Litterae Communionis n. 6 - 1996, pp. I-VIII).