“Enviados” del Padre, para la gloria humana de Cristo
Vida de CLEl testimonio de don Giussani con ocasión del Jubileo de los presbíteros. Roma, 14-18 de mayo
La pertenencia a Cristo resucitado, «centro del cosmos y de la historia», como escribió Juan Pablo II en su primera e inolvidable encíclica, expresa todo el objetivo de nuestra educación. Cada uno de nuestros gestos nace como respuesta al acontecimiento de Jesús de Nazaret y como deseo de participar en la tarea para la que Él entró en el tiempo y en el espacio.
Imaginemos que a una persona, en la época de los Evangelios, le hubieran preguntado: «¿Has oído hablar de Jesús?». Y que esta, después, al encontrárselo por las calles polvorientas de Palestina, le hubiera preguntado: «¿Cómo te llamas?». Jesús le habría respondido: «Yo soy el enviado (missus) del Padre». Estas palabras definen la naturaleza nueva de la existencia que produce el encuentro con Cristo.
Se nos ha llamado a ser como Él «enviados del Padre». ¿Con qué finalidad? «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad», decimos en el Padre Nuestro: su reino es la gloria humana de Cristo en el mundo; y para ello, «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1).
La gloria de Jesús, que es la finalidad del designio del Padre, pertenece a este mundo, al tiempo y al espacio; es una cuestión de historia. Como me decía el padre Motta, cuando estaba en quinto de secundaria en el Seminario de Venegono: «Si no ofreces esta hora de estudio a Dios por Jesús, la gloria de Jesús disminuirá en el mundo».
Hay dos términos que indican con precisión el poder divino que reside en este Misterio del Padre: los Sacramentos y la Autoridad. Nuestra fuerza no proviene de recursos humanos, sino de eso que el catecismo, con una palabra muy humilde, popular, maternal, paternal y fraternal, llama «Gracia». Esa gracia que el pueblo cristiano, en todas las épocas, pero especialmente en los momentos difíciles, va a suplicar a los santuarios dedicados a la Virgen: Mater Christi, Madre del hombre nuevo. La Gracia es fuerza para la victoria; no elimina la batalla, pero es fuente última de paz. Como dice la Biblia: «Nuestra fuerza es la alegría de Dios». Y esto es lo que caracteriza nuestra acción en el mundo en el camino hacia la victoria, teniendo seguridad y paz en la certeza de la victoria. Es nuestra ‘esperanza’, Spe erecti, In spem contra spem (Rm 4,18).
Es apoyándonos en esta piedra firme como se nos llama y se nos envía a recorrer el camino con esperanza para bien de los hombres con los que nos encontremos.
1) Los Sacramentos son gestos humanos - comer y beber, una simple comida - transformados por la energía del Espíritu, que los lleva a cumplirse de forma eficaz convirtiéndose así en fuente de paz y de alegría. Los sacramentos indican el método de la presencia cristiana en la lucha del mundo: viviendo siempre la comunión con Cristo y siendo cada Sacramento la piedra sobre la que los pies del caminante se apoyan con seguridad y con esperanza.
2) Con esta fe en el Misterio, la luz nos viene por la palabra de la Autoridad, entendida de forma objetiva; de la Autoridad que es eco de la palabra de los apóstoles, paso de la Tradición a nuestros cuerpos y almas, paso seguro, porque se apoya en la roca de Pedro. Por eso, la autoridad lo es en medida en que está unida a Pedro. ¡No tenemos otro criterio que la unidad con el Papa! Cualquier otro criterio no sería sino subjetivismo y personalismo. En la fuente de la «roca de Pedro» está la gran Presencia del Dios con nosotros que define cada vez más nuestro «yo». Por ello, deseamos que en cada uno de nosotros se realice lo que san Pablo dice de Cristo: «Obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). Obedeciendo a la palabra del Papa y de la Tradición hasta la muerte, esto es, hasta ser quizá destruidos y eliminados; no sólo no reconocidos por el mundo, sino destruidos y eliminados con odio por el tiempo presente, como le sucedió al padre Kolbe en el lager de Auschwitz.
Estamos llamados a introducir en el mundo una verdadera y auténtica religiosidad. De lo contrario seríamos sal insípida, dignos de ser pisoteados. Por eso pidamos ser, como Cristo, imitadores de la misericordia del Padre. Nosotros, que administramos los Sacramentos en la comunidad, comunicamos la naturaleza sacramental del acontecimiento cristiano: el Invisible se ve en un signo. Esto es lo que nos fascina del Misterio de la Comunión. Y esto empieza por nuestra persona que es realmente - aunque indignamente - comunión con Cristo. No podemos entender o hacer entender a los que nos siguen lo que es la Comunión - signo entre nosotros del Misterio presente en el mundo, signo del gran signo que es la Iglesia - si no partimos de la percepción de la Comunión como definición de nuestra verdadera personalidad.
El sacerdocio expresa en sus últimas consecuencias lo que es el Bautismo, el gran acontecimiento que regenera la historia y la existencia personal. Si nosotros vivimos esto, tendremos la inteligencia y la sensibilidad para llevar a nuestras comunidades a participar en esta experiencia de identificación con Jesús. Pero, para poder introducir en nuestra gente este verdadero inicio del problema cristiano - «el justo vive de la fe» - tenemos que experimentarlo antes nosotros de forma mordiente en la carne de nuestra humanidad. Entonces, casi sin darnos cuenta, seremos testigos del Resucitado, como niños pequeños que balbucean palabras siguiendo la escuela que marca tan fuertemente el Santo Padre.